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No era el paraíso (70's)

Sé que lo que hice no tiene perdón de Dios. Sé que merezco la horca y mil años de escarnio público. Pero si se me permitiera explicarme, aunque la siguiente historia que estoy por narrar pareciera carecer de sentido o credibilidad alguna, quizás hallaría el tribunal una pisca de simpatía por mí.

Todo comenzó en la primavera del prometedor año de 1978. Lo he dicho toda mi vida: no hay nada mejor que estar en tu casa bajo el cuidado de tu esposo y con entera dedicación a un hijo pequeño. Saúl era mi consentido; jamás se me quitaba de encima, y mi marido era carpintero y le iba muy bien. Tenía muchos pedidos al mes y era muy talentoso, pero su dulzura y entrega destacaban más que sus habilidades con el cincel.

Sin embargo, de un momento a otro perdió la cabeza. Se abstraía demasiado en sus tareas, y si lo interrumpías aunque sea para anunciarle la cena, el miserable destrozaba sus tablones y cortaba otros. A menudo se enojaba por nada. Yo pedía que su equipo favorito no conociera la derrota, porque pobre de mis platos si así era. Lo más imperdonable de sus arrebatos era cuando deliraba con que yo le era infiel o que nuestro Saúl no fuera fruto de su sangre.

Una tarde, así de la nada, me sujetó del cuello y me susurró injurias al oído. «Ya te vi, zorra», me decía, «ya vi cómo le hablas al cartero. De seguro ese canijo es el padre de Saúl», y volvía a sus fantasías en las que yo me enredaba hasta con el que trae las cuentas del banco. Por esto entré en una tremenda nostalgia que me trajo a la memoria cierta persona.

Como no quise aguantarlo más, le hablé a Laura, le pedí ayuda, agarré a mi nene y me lo llevé una noche. Me acuerdo que hacía un montón de frío a causa de una tormenta que arreciaba. Yo nomás le cubrí su carita para que no se mojara y me llevé lo que pude. Al pasar por el taller, antes de salir a la calle, tomé las llaves del sedán y, tras pensarlo un poquito, me robé también un martillo y lo escondí en un lazo de mi falda.

Saúl se despertó a medio camino y se asomó por la obertura del cobertor. El agua apenas me dejaba ver la carretera. Pronto encontré, no obstante, el punto donde Laura me esperaría. Se trataba de una avenida frecuentada por prostitutas y borrachos. Las luces de neón de los locales hizo que pensara lo peor de mi amiga.

Pero cuando apareció, ignoré cualquier prejuicio. Solo quería llorar en sus brazos.

—¿Y este niño, Fernanda? —me preguntó en vez de saludar—. Pensé que venías sola.

—Es mi hijo Saúl.

Resopló como mi marido cuando tenía mal humor.

—Rápido, vénganse —nos dijo, mientras nos proveía de un paraguas—. Es por aquí.

Resultaba que Laurita no se dedicaba a lo que había creído, sino que era una mucama en un hotel llamado Paradise. También tocaba como guitarrista en una banda de rock. Yo le había criticado, sin querer, semejante estilo de vida, pero ella respondía con educación en tanto nos conducía a una de las habitaciones.

No había cambiado nada. Seguía rebelde, de cabello corto y con ropa oscura. De lejos todavía parecía un jovencito. Ni a regañadientes quiso nunca ser femenina.

Ya adentro, en la comodidad de un apartamento y con el niño acostado en una de las camas, yo continué con mis peroratas sobre qué tipo de vida era mejor, y ella me atacó con preguntas.

—¿Por qué me hablaste a mí? ¿Qué sucedió? Si te soy sincera, Fer, mi patrón me tiene en alta estima. No quisiera abusar de su confianza. De manera que solo podré ayudarte al menos durante una semana.

Yo quise contestar, pero pronto me abandoné hacia la tristeza. Derramé lágrimas como nunca. Incluso tuvo que abrazarme para que dejase de sollozar. Le conté todo sobre Rigoberto y sus manías aterradoras.

—¿Pero por qué yo? Pudiste haberlo denunciado.

Entonces le confesé que durante todo el tiempo que Rigo había perdido la cordura, no hacía yo más que pensar en ella. De nuevo me puse nostálgica. Le hablé de nuestros días en la secundaria. ¡Y oh, qué preciosos días aquellos! Nada en esa época me aterrorizaba. Se podía decir que yo vivía en una burbuja. Al principio nos detestábamos, debo admitirlo, porque yo criticaba que no fuese capaz de dejarse el cabello largo, mientras que ella se burlaba de mis diademas de colores y mis peinados a la moda.

Hace diez años que había sucedido todo.

Yo quería ponerle colorete en las mejillas y Laura quería darme a probar la marihuana. Eran batallas infantiles. Al final surgió entre nosotras un amor-odio de los que solo se encuentran en las películas. Hubo una amistad que nos llevó a aprender la una de la otra, y luego ocurrió algo entre nosotras que sobrepasó esa amistad. Nunca pensé que dos chicas pudiesen atraerse como una pareja. Bueno, pues aunque no lo crea, señor fiscal, sucedió.

Pero tuve miedo. Me horroricé. ¿Y si mis padres se enteraban? ¿Qué iba a pensar la gente? La dejé de amar, por así decirlo. Ninguna señorita como yo iba a verse bien besuqueándose con otra muchacha, ¿o sí?

—Con el tiempo comprendí por qué lo hiciste —me dijo Laura—. No te sientas culpable por eso. Yo tenía más problemas en los que pensar, más que en una chica rica que se asustó y se volvió a encerrar en el closet. Por aquella época me escapé de casa, ¿sabes? Dejé solo a mi padre, probé muchas drogas (demasiadas) y hasta hui de la policía. Hace años que me enteré de que él murió. Me hubiera gustado ser una mejor hija, ¿sí? Yo también cometí demasiados errores. Aunque, gracias a ellos soy lo que soy hoy. Tengo mi banda y un techo, y el arquitecto es como un padre para mí. El licenciado Huerta confía mucho en mí, por eso no puedo defraudarlo.

Después de unas horas compartiendo recuerdos, Laura y yo nos relajamos, y de pronto nos sentimos como cuando éramos unas colegialas. Ella se acercó a mí y comenzamos a besarnos. La cosa se puso un tanto impulsiva, pues nos subimos a la mesa, empujamos una silla y...

—Mami —dijo Saúl detrás de mí. Rápidamente fingimos que nos caíamos—. Mami, quiero ir al baño.

—Sí, cariño. —Lo tomé de la mano y le dije que ya era tiempo de que aprendiera a hacerlo por sí mismo. Volteé y Laura solo se sonreía.

En la semana Laura se abrió a que yo la acompañara y se portó más gentil. Ya no quería echarme de allí ni nada. Y para no ser una carga, le pedí trabajo al dichoso arquitecto. Enrique Huerta era un buen hombre de mediana edad. Me puso de camarera porque le faltaba gente allí. Según él, la mayoría de sus muchachas habían migrado a las discotecas.

A pesar de que me dio mucha pena el licenciado, yo prefería que sus condiciones fueran así, para tener un sitio en el hotel. Y así, por fortuna, continuó durante meses. Mientras yo cuidaba de mi pequeño Saúl y lo protegía de que supiera lo que de verdad sucedía, Laura se dedicaba a su banda de rock pesado. Tocaba covers de una mentada banda llamada Black Sabbath. A menudo ella y yo teníamos momentos interesantes después del trabajo, en lo que Saúl ya descansaba. Pero la felicidad fue relativa; surgió la preocupación por el mañana.

—¿Qué va a ser de ese niño? —me preguntaba—. Debería tener un futuro. Creo que ya ahorraste lo suficiente. Que vaya a la escuela. Solo está aquí como si nada. Debería ir al kínder o algo así. Además, creo que tu esposo te está buscando, ¿no?

Laura tenía razón: me costaba dejarlo, y es que él lloraba si apenas me iba tantito. Para colmo no paraba de pensar en que Rigoberto me seguía. Sentía su presencia cada vez que debía volver con las bandejas de platos vacíos. Era lógico que sucediera. ¡Se suponía que estaba desaparecida!

En fin. Saúl entró a un kínder y me desocupé un poco. Ya tenía más tiempo libre. Parecía que Laura y yo reviviríamos lo mejor de nuestra adolescencia. ¡Qué equivocada estaba! Ahora el mismo demonio que se había apoderado de Rigo tenía poseída a Laura. Y aquí es donde comienza lo increíble, señor magistrado, pues Laura comenzó a comportarse de la misma manera que él. Hasta hablaba igual. En ocasiones me miraba con recelo, como si le estuviese escondiendo algún truco, y en otras me contradecía en señalamientos poco relevantes. Si yo decía que el día estaba nublado, ella decía que en realidad era medio nublado. Parece poco, pero juro que lo hacía con saña.

Allí estaba ese diablo miserable. ¡Yo sabía que Rigo era inocente! «Me siguió», me decía, «vino a buscarme y no se cansará de poseer a cada persona que conozca». Y aun así ella no solo era insoportable conmigo nada más, sino también con su banda. Supe de parte del propio arquitecto que ella le había gritado a su baterista por la única razón de «no estar en tiempo». Ni sé qué diablos signifique semejante expresión, pero supongo que era algo así como no llevarle el ritmo.

Se peleaba con ellos, les lanzaba la guitarra en pleno concierto y gritoneaba a cualquiera que la viera feo. Hubo ratos en los que parecía arreglarse todo, hasta cierto día de octubre en el que charlé con ella directamente.

—Tienes que tranquilizarte, Laura —le decía con miedo. En parte sentía que le hablaba al demonio que había poseído a Rigoberto—. No puedes seguir así.

Olvidé mencionar que Saúl estaba a mi lado, en la mesa, jugando con su coche patrulla. Encendía su sirena por momentos, ignorante de nuestra conversación.

—No me digas que me tranquilice, Fernanda. ¡¿Qué dirías tú si trabajaras con un montón de mediocres?! Antes Jorgito se esforzaba, y ahora toca como novato. ¡Ay! ¡Quiero apretarle el cuello!

Saúl encendió su sirena.

—Saúl, apágalo. Es que, Laurita, no es para tanto. Huerta solo quiere un espectáculo decente que esté a la par de una discoteca.

—Él no sabe cómo debe sonar la música.

¡Policía!

—¡Saúl! Mira, Laura, en serio no te lo tomes tan apecho.

—No me digas que hacer.

De nuevo, ¡policía!

Entonces Laura perdió los estribos, tomó el cochecito de mi niño y lo tiró por la ventana. Saúl chilló cómo era de esperarse y se largó.

Una semana después, antes de los arreglos de Noche de Brujas, Laura, como si nada, se arrojó de la azotea. Yo venía del mercado, y una vez hube llegado la encontré tendida debajo de una sábana. Había un griterío, confusión y múltiples luces de los servicios de emergencia. Unos señalaban arriba y narraban varias veces cómo la vieron subir a la reja para dejarse caer. Recuerdo que grité porque me dejaran verla, a pesar de que su sangre corría aún por debajo de la cobija.

El suceso manchó la celebración. No había razón para que lo hiciera; no tenía sentido. El concierto se canceló, y aquella misma noche de Noche de Brujas de 1978 en la que acostaba a Saúl, que permanecía ajeno al horror, me preguntó:

—Mami, ¿ya se mató?

Lo miré, inquisitiva.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Ya no estarás con nadie más? —evadió mi pregunta.

No supe qué responderle.

—Yo sé que te gustaba esa mujer como si fuera papá, así que dime si estarás con otra persona o no.

—No... no lo sé. Nadie puede saberlo.

—Qué bueno, porque ya me aburrí de los demás. Solo deberíamos ser tú y yo.

Lo arropé como siempre. Ahí lo entendí todo. ¡Demonio maldito! En las siguientes noches me obsesioné con la misma idea. Solo agarré el martillo, entré a su cuarto y...

Bueno, usted sabe lo que pasó, señor fiscal.

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Palabras: 1996 (Word) / 1961 (Wattpad)

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