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Gracias, Sr. Montalbán (50's)

19 de septiembre de 1955.

Hace un año, en este mismo bar, aquí precisamente donde estoy sentado, el Sr. Montalbán dio su último respiro. Una bala entró por su espalda y su cuerpo cayó hacia el frente, como alguien que intenta descansar tantito. Su cabeza había atropellado su copa, y el líquido se mezcló con el de la sangre que emanó de su boca.

Nadie sabe quién pudo haber asesinado al Sr. Montalbán aquella noche, porque el homicida escapó igual que una cucaracha. ¿Habría sido una vendetta o cuentas pendientes? Quién sabe. Pero de buena fe puedo decirles, como el honorable caballero que soy, que Diego Alberto no fue ningún criminal, tal y como a la prensa le encantaba retratarlo. Él era un filántropo, uno de esos pocos millonarios que tanta falta le hacen a la sociedad moderna. Dieguito era díscolo como un colegial, pero era no malo. Si alguien lo mató, lo hizo porque su alma habría nacido podrida, digo yo.

Y aun así no paro de preguntarme quién lo pudo haber hecho.

Que yo recuerde, el Sr. Montalbán nunca fue un hombre que le contara a todo el mundo sus secretos. Al contrario. Frecuentaba a la sociedad, hablaba con miles de gentes, no tenía nada de tímido, y de igual manera era casi tan reservado como un pintor. Es decir, no lo conocías del todo a pesar de que te sumergiera en una serie de interesantes disertaciones. Aunque te supieras de memoria sus críticas al gobierno de Miguel Alemán, seguías sin saber quién era en realidad.

A veces, jugando a las cartas, si alguien le hacía una pregunta personal, Diego respondía con alguna ocurrencia.

—¿Que a quién escondo en este hotel? —decía entre risas, como un bribón—. Pues verá, amiguito, a todos, sin excepción. —Y como veía que su colega denotaba una mirada de buey espantado, Diego caía en cuenta de a qué se refería aquel—. Una vez traje a un jovenzuelo de Alemania. Me dijo que huía de los gringos y que necesitaba un refugio. Yo se lo di porque aquí damos refugio a los que desean una segunda oportunidad.

El anciano colega se levantó rebién ofendido, y tropezándose con la silla, dejó su juego de cartas a medio terminar. El Sr. Montalbán no se molestó; en cambio, se echó a reír. Esta y otras ocurrencias suyas siempre acaban siendo malinterpretadas por los citadinos, de modo que de Diego se decía de todo: que era fascista, pervertido (porque lo habían visto besándose tanto con mujeres como hombres), lunático y libertino.

Yo lo conocí en mayo de 1949. Acababa de graduarme del Colegio de Arquitectos. Por aquel entonces era un muchacho que solo se interesaba en dibujar y en encontrar trabajo para emanciparse, como todos los jóvenes soñadores. Nunca me habían interesado ni las fiestas ni las mujeres, pero cuando supe, por medio de mis compañeros, que algún rico desquiciado haría una fiesta en la que se reunirían puros egresados en busca de empleo, no reparé en asistir.

Poco me interesó hacerme de nuevas amistades. Había música moderna, de mambo y sones cubanos, muy ruidosa para mi gusto. Las jovencitas bailaban y reían como hienas, típico de ellas. El escenario era muy aburrido. Pero pronto acudió a mí un apuesto joven de bigotillo y cabello engominado.

—Soy Diego —me dijo, a la vez que adornaba sus palabras con acento y jergas arrabaleras—. Egresé de Diseño, ¿y tú? —Le respondí, y como vimos que había química, entablamos una charla duradera sobre las ideas que teníamos para el futuro.

Al final, tras unos cuantos cigarrillos y un par de tragos, me preguntó:

—Respóndeme bien, jovenzuelo, si tuvieras un millón de dólares en este momento, ¿qué harías?

Tal cuestión hizo que me quedara quizás unos minutos abstraído, pensando en múltiples posibilidades. Vinieron a mi memoria mis dibujos y solo respondí:

—Haría edificios, muchos edificios. Los construiría de estilo art decó, mi favorito entre todos. Y los haría tan altos e imponentes como los de Nueva York.

Diego dio una calada a su cigarro y exhaló el humo, mirándome con cierto regodeo.

—Muy bien, jovenzuelo. ¿Sabes? Creo que en este mundo hay dos tipos de personas: quienes gastan y quienes invierten, y tú, amigo mío, perteneces al segundo grupo.

No supe si era un halago o no, aunque de todos modos agradecí con mi típica timidez de estudiante. Creía que por fin estaba ante un empleador que casualmente buscaba arquitectos, pero qué equivocación me di cuando dijo quién era de verdad.

—Mi nombre completo es Diego Alberto Montalbán Garrido —dijo con presunción—, y financiaré cualquiera de tus edificios, ¿cómo ves? Podrá ser lo que quieras, ya sea un cine, una galería, cualquier cosa.

Yo le pregunté por qué haría tal cosa.

—Nomás. —Torció la boca con desinterés—. Porque me nace.

Ahora que me distrae la rumbera, que canta con cáscaras de cocos en los brazos, me acuerdo de los buenos momentos que pasamos en este hotel cuando apenas lo abrimos en enero del '51. No sé si sea el alcohol, pero siento que me pongo un poco emocional.

Aún me cuesta entender por qué un millonario haría una fiesta para atraer jóvenes y cumplirles sus sueños con su dinero solo porque sí, porque estaba aburrido y no sabía en qué gastarlo. Nunca creí que yo tuviera algo especial para él de entre todos esos egresados. Fui un dado que le dio el número que más le gustó. Sin embargo, agradezco haber sido el elegido.

Aquel mismo año pusimos en marcha uno de mis diseños. Este hotel era un dibujo entre tantos. Se construyó muy rápido, pues en unos meses ya se estaba acabando. Primero, cuando faltaban solo los últimos pisos, el Sr. Montalbán, como todavía me agrada referirme a él a veces, dedicó más empeño en el cabaré. Su premisa para el Hotel Paradise —nombre elegido por ambos— era que cualquiera podía ser parte «de la aventura». Hubo bailarinas de mambo, que llevarían poca ropa y atraerían a los caballeros, y bares y juegos de azar para que los ricos despilfarraran, según él.

Hasta cierto punto se le subió a la cabeza la premisa del hotel; en tanto yo pensaba que lo suyo era una ocurrencia más, como cuando decía que quería ayudar a los rusos solo para hacer enfurecer a los gringos, se tomó en serio lo de darle trabajo a los vagabundos de afuera. Invirtió casi la entereza de los ingresos del casino en escuelas, orfanatos, hospitales y demás instituciones públicas. La Iglesia se hubiera beneficiado también, pero los tontos rechazaron su dinero por ciertos escándalos en los que él, sin estar casado, tenía sexo con muchachas cualesquiera. Pasamos unos años entre dimes y diretes de esta clase. Y cabe destacar que lo de su promiscuidad era verdad, pues yo llegué a ver incluso cómo besaba a un empleado tan solo por que le pareció lindo. En estas ocasiones, debo admitirlo, pude sentirme un poco celoso, y no me explicaba por qué. Me daba la impresión de que el Sr. Montalbán no valoraba a nadie por su individualidad.

Pero cierto evento allá por el '52 contradijo por completo mi aseveración. Mientras yo era como su mano derecha, su asistente, por así decirlo, una bailarina rubia llegó a las audiciones. Esto llamó nuestra atención. La muchacha no solo era rubia, a diferencia de las demás, que casi todas venían de Cuba, sino que esta provenía del este de Europa, más en concreto de Ucrania. Se llamaba Svetlana Pasternak. Su nombre era fácil de recordar gracias al escritor ruso. Y como era de esperarse, el que huyera de un lugar tan lejano lo arrobó por completo.

Había, sin embargo, un pequeño detalle con Svetlana: era muy tímida y asustadiza. Le aterraba salir al escenario. Encima odiaba ponerse esos trajecitos con palmas y cocos que tanto gustaban a los hombres. A pesar de que tenía un vientre muy bonito y unas piernas alargadas, ella creía que no era lo suficientemente bella para bailar ahí frente a todos. Parecía que pedía ayuda a gritos, y esto era algo que tocaba las fibras sensibles del Sr. Montalbán.

—No podemos abandonarla —decía abrumado—. Debo ayudarla. Es mi obligación.

Comenzó en el magnate una obsesión por la bailarina. Las demás salían a hacer sus números y se burlaban de ella por ser tan inútil. Diego no paraba de reñirlas a todas.

Y le trajo de todo: especialistas, le pagó terapias, gastó en cursos para lidiar con el miedo escénico y la mimó como a una hija. Conforme transcurrían las semanas yo veía que ningún fruto daba su empresa, por lo que fui honesto y le dije que la ucraniana solo pretendía engañarlo para que la mantuviera, porque no sabía a dónde ir ni qué hacer. Sí, la había oído cantar, lo hacía como una sirena, pero para mí que era una holgazana, le dije.

Un día quiso Dios que una de sus hijas cumpliese su propósito. La solución resultó ser muy sencilla. Al ya aburrirse de tenerla como camarera, el Sr. Montalbán presionó de nuevo. ¿Que qué hizo? Se le ocurrió disfrazarse él mismo de bailarina. Svetlana se avergonzó al verlo salir al proscenio, bien rasurado, travestido y maquillado. A decir verdad, Diego lucía bastante atractivo caracterizado así. El público se divirtió y Svetlana también, pues aquella no paró de reír. Tenía su preciosa cara pálida toda enrojecida. Y allá arriba Diego cantaba y bailaba. Por un momento se tomó tan en serio su papel, que se acercó a los muchachos para hacerles unas cuantas caricias y jugueteos. Movía las nalgas de un lado a otro, avergonzando a quienes estaban a un lado. Yo solo me preguntaba quién estaría tan loco como para hacer algo así.

El mambo terminó y él agradeció haciendo la voz más afeminada.

—¿A poco no soy divina? —Y mandó besos, para luego irse a los bastidores.

En cuanto se encontró con Svetlana en un pasillo, levantó la voz.

—¡Svetlana! —le gritó—. Ven acá, querida. Escúchame bien: ahora ya nadie hará el ridículo más que yo. He desfilado entre los hombres haciendo pantomimas que nadie borrará de su mente. Tú oíste cómo se carcajearon de mí. Hasta pusieron billetes en mis medias. Nadie se reirá de nadie más, mucho menos de una mujer hermosa y talentosa como lo eres tú.

Ya solo le limpió sus lágrimas y la besó frente a mí.

Se casaron meses después, cosa que para mí fue muy extraña. El Sr. Montalbán solía confundirme. Le gustaban ambos géneros, y yo no estaba seguro de si él me atraía de esa manera. Solo cupo esperar que nuestra relación no se desgastara, y no lo hizo. Seguimos trabajando juntos. El Paradise se volvió, como su nombre lo decía, en el paraíso de los refugiados.

Mientras tanto, por afuera no éramos más que el tugurio del que la prensa hablaba pestes. El tema favorito de la gente era el del origen de la fortuna de Diego; las especulaciones atraían muchos lectores, así como la película que él luego financió con Svetlana de protagonista. La europea triunfó como rumbera en el cine, y hasta compartió reparto con Arturo de Córdova en una comedia romántica llamada Perfume de Mujer.

No obstante, los periódicos tuvieron tema nuevo años más tarde: el supuesto suicidio de Svetlana. Ella nunca dejó de luchar contra una mente que la atormentaba con ideas incorrectas. Y una vez que el Sr. Montalbán regresó a mí, al Paradise, lo recibí para que descargara sus penas en mi hombro. Me tragué el orgullo y un amor secreto que, hasta entonces, no había admitido desgarraba mis entrañas.

—Ya estamos otra vez tú, yo y el Paradise, jovenzuelo —dijo Diego. Sonreí, complacido. Ahora le diría cuánto lo he extrañado todos estos años.

—Voy al baño. Ahorita regreso.

Cuando regresé, el tumulto se había desatado tras un estallido, y con ello mi eterna tristeza.

Solo me queda decir: gracias, Sr. Montalbán. Gracias por todo.

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Palabras: 1997 (Word) / 1969 (Wattpad)

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