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Georgy Girl (60's)

A inicios de los años cincuentas el matrimonio Durham lo tenía todo: una excelente casa al norte de Nueva York, una prestigiosa firma de abogados a su nombre, tres hijos varones con la mente bien aterrizada y una elevada reputación en la sociedad neoyorquina. Además, la señora Durham estaba esperando. Venía el cuarto heredero.

Cuando George nació, la familia no podía estar más orgullosa. Otro varón, «y seguro todos serán abogados», alardeaba el señor Durham. Aquí cabe mencionar que Frank, el primogénito, de entonces quince años, ya se sentía atraído por la abogacía, pues le encantaba argumentar en cualquier discusión y contradecir a cualquiera solo porque sí. David, el segundo, de un carácter muy complaciente, tenía el ideal de ayudar en todo a su familia, de modo que si ellos esperaban de él ser abogado, así sería. Y Tate, el más pequeño, a pesar de que le gustaba el fútbol y correr, padecía de asma. Por ello, su padre no le vaticinaba un futuro muy brillante como mariscal; tarde o temprano seguiría la tradición familiar, según él.

A medida que George crecía, surgieron las discrepancias. A su padre le costaba decir que el niño fuese tan bien parecido como sus hermanos. Sí tenía rasgos delicados y bellos, pero no propios de un hombrecito, se decía; y a la señora Durham, aunque lo amaba ciegamente como cualquier madre lo hace con su bebé, le parecía, después de todo, que había ciertos detalles que no le agradaban de él, como que renegara la ropa formal o la compañía de los demás niños. Y tampoco se interesaba por los deportes ni por los cochecitos, sino por los libros de cuentos clásicos. A veces se le ocurría la disparatada idea de decir de sí mismo que era una niña y no al revés.

—Mamá, ¿qué le ocurre a Georgy? —preguntaba Frank—. ¿Por qué se comporta así?

—No lo sabemos, Frankie, pero es tu hermano y debes respetarlo.

A Frank le hubiera gustado obedecer a su madre, pero la verdad es que no podía hacerlo, al menos en la intimidad junto a sus hermanos. Para Georgy se volvió un infierno su propio hogar. Frank rebatía todo el tiempo sus aseveraciones. «Las niñas no tienen pene, Georgy, tú no puedes ser una», le decía cuando podía. David, el único condescendiente hacia él, solía darle palmaditas en el hombro las veces que se lo encontraba solo; pero al verlo junto a los otros dos, participaba sin miramientos en las burlas. Tate, por su parte, hallaba en Georgy un consuelo para no sentirse mal con sus propios pulmones, a los cuales detestaba por no ser lo suficientemente fuertes.

No obstante, George no solo debía soportar las burlas de sus hermanos, sino que en la escuela también se encontraba con muchachos que lo hacían menos. Como sentía más afinidad con las mujeres, se juntaba con el mismo grupo de chicas, pero estas no tardaban en hablarle con incomodidad debido a que se volvían el foco de atención. «¿Creen que él es una de ustedes? ¡Qué ridículo!», les decían, y luego rompían en sonoras carcajadas. Así, pues, aunque no lo querían del todo, las jóvenes invitaron a George a una pijamada y le gastaron una broma cruel.

Sinceramente no sabía qué ocurría con la gente. ¡Todos estaban equivocados con respecto a su identidad! Estaba convencida de que era una niña, y no entendía por qué sus hermanos, la escuela, la sociedad —e incluso sus padres— la marginaban como a alguna clase de monstruo. Al mirarse en los espejos sentía una inusual distorsión muy difícil de explicar. Igual a si alguien contemplara su reflejo y encontrara en él el rostro de un gato peludo y no una cabeza humana, así de contrariado se sentía Georgy.

Antes de que llegase a la adolescencia, George decidió que era su mente la que no funcionaba bien, por lo que acudió a los psicólogos de su escuela. Ellos le explicaron de todo, como que su cuerpo producía muchos estrógenos o que tenía deseos interiores que había reprimido en su infancia. No sabía a qué se referían. Tuvo que seguir con su vida, introduciendo una serie de consejos para evitar la marginación. No le gustaba nada cambiar para no ser señalada, pero no tenía opción.

De esta manera vivió tranquila, y hasta hubo algunas ventajas. Georgy era bella de verdad. Algunas compañeras de su clase la encontraban fascinante, como algún ser élfico proveniente de la literatura de Tolkien. Pero sucedía que a Georgy no le interesaban ellas, sino los muchachos fuertes y deportistas, gente que, casualmente, eran las primeras personas en atacarlo si acaso se atrevía a hablarles. Pronto se convenció de que las relaciones no eran lo suyo, y se enfocó en hacer lo que más le gustaba: cantar y bailar.

Así es, George Durham, la cereza en el pastel, el hijo prometedor, tenía por talento mover su cuerpo con una gracia eficaz e imitar la voz de quien sea, en especial de cantantes famosas. Por si fuese poco, tenía el deseo de triunfar en las selecciones de talento. Quería brillar en un escenario, ser amada, recibir aplausos. Pero, claro, la gente la odiaba sin razón. No podía pasar. La abuchearían, se reirían o le lanzarían tomates.

Otra psicóloga, que parecía entenderlo esta vez, la alentó a mostrarle aquel talento a sus compañeros. Si bien no la respetarían por quien es, se convencía, lo harían por lo que sabe hacer. Allí en Greenwood High School no había nada especial tampoco, pues lo más impresionante había sido un chico de sexto que sabía bailar limbo con una pila de platos en su ombligo.

Georgy se atrevió a realizar esta hazaña. Se le daba imitar a Skeeter Davis, así que durante el evento se disfrazó de ella, realizó su número como todos los demás estudiantes y cantó No me puedo enojar contigo. En un principio solo escuchó risitas y chiflidos, así como a uno que otro que demandaba que se bajara del escenario. Georgy continuó, sin embargo, y después todos callaron. Cuando acabó la canción el silencio persistió. No hubo aplausos ni nada, porque tal vez se negaban a demostrar que les había gustado la imitación de la cantante, pero muy por dentro Georgy se sintió realizada.

Ya casi llegaba la hora de elegir una carrera universitaria, cuando aquel conflicto en Vietnam se recrudeció y los stands se llenaron más de imágenes del Tío Sam que de ofertas de licenciaturas. La mayoría de sus compañeros mostraron interés en servir a su nación. Él, por supuesto, era la menos atraída por la guerra; las había visto en la televisión, eran muy crudas y había muchas probabilidades de morir.

Pero aquella misma tarde, una vez que las convocatorias al ejército se hicieron populares, el señor Durham no reparó en confrontar a Georgy.

—Tendrás que ir al ejército.

—No, no iré —respondió, convencida.

—¿Acaso no has leído los diarios? —le preguntó muy ofendido—. Todos los hombres jóvenes tendrán que ir a servir a su país. Es un honor para cualquier muchacho. Y ya es hora de que tú te hagas uno. Estoy harto de que uses colorete y andes de un lado a otro caminando como zorra.

George intentaba reprimir las lágrimas y la ira lo más que podía.

—¡¿Y por qué no van Frank o David?! ¡¿O por qué no va Tate?!

—Tú sabes que el asma descartaría a tu hermano, de poder ser convocado. Además, Frank y David tienen un futuro asegurado como abogados. Hay un amparo por ellos. Y tú... ¡tú necesitas reformarte! —Le había sacudido al Tío Sam en la cara.

—¡No quiero ir a Vietnam, papá! No es mi guerra; yo nunca pedí que se metieran con nadie.

La única respuesta de su padre fue una bofetada.

—Si quieres gozar de mi herencia y apellido, tendrás que servir a América.

—Perfecto, entonces me iré.

—¿Adónde?

—A México.

—Suena a como que ya lo tenías planeado.

—Ahorré durante años.

—¡México! —bufó con sorna el señor Durham—. ¿Qué harás allí? ¿Acaso vas a esconderte en la jungla?

—Ya sabré.

—Darle la espalda a tu país es ilegal, George, cuida tus decisiones.

Y él solo encogió los hombros.

A decir verdad, Georgy no tenía ningún plan. De lo que sí estaba segura era de que se iría muy lejos. De modo que, sin rencor alguno, Georgy abandonó su casa, aunque sintiéndose tal vez un poco culpable por David, quien a veces demostraba su arrepentimiento por gastarle bromas junto a sus hermanos. A pesar de todo, aquel sí la quería de forma auténtica.

Y a donde fuera, George recibía críticas, burlas y desprecio. A pesar de su orgullo, no se escapaba de su complejo como el hijo más feo de la camada. Vagó durante meses por las calles, hasta que una que otra familia le daba techo y comida por días. Incluso llegó a trabajar para unos granjeros que se encariñaron con él. Pero durante sus aventuras por el sureste de Estados Unidos, Georgy nunca dejó de informarse sobre México. Resultaba que allí no había jungla en su totalidad como decía su padre, sino que más bien esta solo componía un porcentaje del territorio, además de que su ciudad capital se encontraba en medio de un valle. Asimismo, se hablaba de un famoso hotel llamado Paradise repleto de historias insólitas y crímenes raros.

«El millonario Montalbán Garrido es asesinado en extrañas condiciones», leyó en un diario de archivo registrado en 1955, una vez hubo llegado al año siguiente a Monterrey. «Hotel Paradise en Ciudad de México se ha vuelto un sitio de culto a la indecencia», continuaba, «aunque la homosexualidad ha dejado de ser ilegal hace muchos años, las autoridades pretenden cerrar el hotel en la prontitud».

Un buen día de primavera de 1968, ya habiendo aprendido español en gran parte, George llegó al dichoso hotel Paradise. Una vez dentro, creyó que sería rechazada por las personas que se hospedaban y que incluso vivían ahí.

No fue así.

Puedo afirmarles con toda certeza que los «paradisianos» la recibimos y la adoptamos como una de los nuestros. Formó parte del Drag Paradise Show. De esta manera, George Durham, quien se cambiaría más tarde el nombre a Georgy Girl, como la canción de los Seekers, tenía el talento más codiciado en el sitio. Resultó que su voz era envidiable. Se disfrazaba de artistas populares y las replicaba muy bien. Todos la aplaudíamos siempre. Mi número favorito era el que hacía vestida de cisne. Era hermosa, con su vestido de plumas blancas y sus medias naranjas, como si fuesen las patas del ave. Incluso salía al proscenio con un par de alas muy vistosas.

¡Vaya que nos encantaba!

Ya regresó a casa, por cierto. Le tocó el corazón lo que sucedió en Stonewall Inn. Pero sin duda aquí siempre será bienvenida Georgy Girl.

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Palabras: 1818 (Word) / 1785 (Wattpad)

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