El Maltés (Parte I)
Rose se disponía a pasar la primera noche sola en el nuevo apartamento. Por fin se había decidido a abandonar el piso de estudiantes, donde siempre estaba acompañada y el trasiego robaba sus horas de descanso.
Le costó tomar la decisión, pero necesitaba la ansiada paz de no tener que contentar a nadie. Ella, el sofá y un televisor enfrente. Quizás una novela apoyada a su lado, esperando a ser hojeada. Y poco más.
No obstante lo anterior, la incertidumbre y el miedo seguían ahí, acechando. Era obvio, pensaba, que una joven que por fin va a vivir sola se sienta un poco inquieta. Y decidió restar importancia y disfrutar por fin de un momento de relax.
No en vano había pasado todo el día limpiando a fondo el pequeño loft. Sólo contenía una habitación minúscula con un armario empotrado y un comedor con apenas espacio para una persona. Rose se empleó bien a fondo en desinfectar cada rincón.
La noche, por lo exhausta, se presentaba corta. Intentaría al menos ver un capítulo entero de 'Big Little Liars' sin ser vencida por el sueño.
Tras apurar el fondo del helado y levantar la vista de nuevo hacia el televisor, a Rose le pareció ver una sombra blanca fugaz. Había cruzado la puerta del comedor, desde un lado del pasillo hacia el otro. Esta visión le contrarió un poco, pero siguió mirando la serie sin darle más importancia. Tal vez el cansancio estaba causando estragos.
Sin embargo, a los pocos minutos, no pudo más que agarrar rápidamente el mando a distancia para pausar la serie. Lo que estaba viendo ya no parecía más una visión. Ahora era real.
Un pequeño perro blanco había emergido de las sombras del pasillo y entrado en el comedor caminando despacio. Mientras lo hacía, olfateaba el suelo como cualquier otro canino haría.
Rose no podía dar crédito. Puso una mano sobre su boca para ahogar un grito de sorpresa. ¿Por dónde había entrado ese perro?
El can no pareció prestarle demasiada atención. Sólo la miró de soslayo cuando pasaba por delante, con una mirada triste y despreocupada a la vez. Ella no sabía cómo reaccionar ni qué hacer en ese momento.
Pensó en llamar a alguien, pero ya pasaban las tres de la mañana, y francamente la situación no parecía ser demasiado urgente. Un precioso perro blanquito había entrado en su apartamento y ahora mismo acababa de acostarse en el suelo, en el rincón más apartado del comedor.
Rose prefirió no levantarse, ni hacer ruido alguno, pues no quería despertarlo. Estaba demasiado cansada, así que sin más apagó el televisor y se dispuso a dormir en el sofá. Se quedó mirando al perro, observando como su pequeño abdomen subía y bajaba al respirar. Enseguida Morfeo pugnó por arrastrarla al paraíso onírico a ella también.
"Hasta mañana perrito". Y cerró los ojos.
A la mañana siguiente, el chucho ya no estaba allí. Decidió buscarlo con ahínco por todo el loft, sin dejar un solo lugar sin registrar. No había rastro de ese perro blanco.
Tal vez entró por una ventana, se dijo. Pues no, no había ninguna abierta, se replicó a sí misma enseguida.
Pero ahora no tenía tiempo de devanarse los sesos ni de pasar más tiempo allí. De hecho ya llegaba tarde al trabajo. Si seguía siendo tan impuntual acabaría despedida.
Desde su escritorio en la oficina, Rose buscó en Google razas blancas de perro. Dió enseguida con la que más se parecía al misterioso perro de la noche anterior. Era un bichón maltés. La imagen en la pantalla tenía el mismo pelo largo blanco, y las manchas marrones bajo los ojos. Una raza muy apreciada la del maltés, concluyó tras leer algunos artículos.
De camino a casa, pensó en comprar comida para el animal, pero desechó la idea al poco rato. ¿Y si todo había sido producto de su imaginación? Era la primera noche sola, y estaba muy cansada.
Al llegar al loft y cerrar la puerta, una corriente de sutil aire frío recorrió su cuerpo. Y la misma sensación entre aterrada y alegre volvió a invadir su ser.
Intentó seguir el rastro del aire, caminando despacio para poder captarlo. Los pasos le llevaron hasta la habitación, y allí hacia el armario empotrado. Lo abrió y pudo comprobar lo limpio y vacío que lo había dejado el día anterior. Ni siquiera había colgado su ropa aún.
Se agachó para poder observar lo que parecía un rectángulo dibujado en la pared, que terminaba en el suelo por uno de sus lados.
Se disponía a alargar la mano para tocar la línea, cuando su teléfono móvil sonó. Corrió a contestar, era Claudia. La prioridad se impuso de tal manera, que olvidó ese rectángulo pintado en el interior armario por el resto de ese día.
Al caer la noche, Rose recibió la visita de Claudia. Pensó en contarle la anécdota del maltés, pero no encontró la ocasión. Quizás estaba demasiado pendiente de contentar a esa mujer, la cual seguía empeñada en ser solamente su amiga.
Cuando Claudia se hubo marchado tras compartir con ella un poco de cena a domicilio, Rose recogió los platos con cierta pesadumbre. A la próxima ocasión tal vez se lo diría. No lo del perro, sino lo otro.
Cuando volvió de la cocina, lo pudo ver: allí estaba el maltés de nuevo, en el centro del comedor, mirando fijamente hacia donde ella permanecía de pie. Rose soltó sin querer la taza de manzanilla que sostenía en la mano. Al caer, además de romperse en cien pedazos, el líquido que contenía salpicó sus pies. Chilló al sentir el calor, pero el maltés no se inmutó ante nada de esto.
El animal seguía mirándola con indiferencia. En sus negros ojos aparecían por momentos unos destellos verdes, como ocurriría con cualquier perro. Rose corrió a recoger todo el desastre que había provocado. Cuando volvió al comedor, el maltés ya había desaparecido. Otra vez.
El día siguiente Rose decidió no acudir a la oficina, al levantarse comenzó a marearse. Se sentía agotada, sin energía alguna de la que tirar adelante. Permaneció en la cama hasta más allá de las doce del mediodía. Tenía hambre, pues desde la cena temprana con Claudia no había probado bocado.
Se preparó una tostada y mientras lo hacía, recordó el rectángulo pintado en la pared interior del armario. Dejó el desayuno a medias y corrió de nuevo al lugar. Esta vez pasó sus dedos por la marca de la pared, comprobando que no era una linea pintada, sino una grieta, una rendija. Partía del suelo y subía unos treinta centímetros formando lo que parecía una pequeña puerta. Pero no tenía asa ni manija, ni forma de poder abrirla.
Pasó el resto del día pensado en aquella extraña forma en el armario empotrado. No quiso colocar la ropa aún, pues esa sensación extraña le estaba arrebatando de nuevo su interior y no podía hacer otra cosa que darle vueltas a la forma de abrir aquel receptáculo.
Fuera no dejaba de llover, y dentro de Rose no había sino una tormenta en ciernes, algo que ella mismo achacó a que estaría incubando la gripe. O algo parecido.
Se tumbó de nuevo en el sofá, recordó que casi no había comido en todo el día, pero ahora el sueño era mas fuerte que el hambre. Tenía que echar solo una cabezada más antes de seguir. La energía le abandonaba por momentos.
Al despertar, el maltés estaba allí junto a ella. Esta vez tan cerca de su rostro que pensó que si alargaba la mano podría tocarle la cabeza. Pero sus brazos no respondían, no había coordinación entre su mente y su cuerpo. Rose no podía más que mirar al extraño animal, a sus ojos vidriosos, a su expresión triste y cansada. El perro la observaba sin moverse, sólo se relamía de vez en cuando.
Ella sintió por primera vez que el maltés estaba de alguna forma extrayendo su propia energía. Cuanto más cerca estaba el perro, menos podia actuar. Sólo cuando el animal se alejó por fin hasta su rincón y se tumbó para dormir, consiguió levantarse con mucho esfuerzo y dirigirse a la cocina. Tenía que comer algo o moriría de debilitamiento allí mismo.
Su vida no es que fuera un dechado de virtudes, pero no podía acabar así. No de esa forma tan absurda. Con un perro apareciendo y desapareciendo sin más en su nuevo apartamento. Con Claudia sin captar sus indirectas. Y con ella misma arrastrando su cuerpo débil entre las sombras.
***
Continúa en Parte II (Próximamente)
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