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4

Cuando despertó, eran casi las diez y cuarto de la noche. Ni siquiera había cambiado de posición al dormir con tan profundo sueño, así que se tomó unos segundos para estirarse correctamente antes de levantarse de la cama. Finalmente se puso de pie, se vistió y calzó, y revisando que no se le olvidase nada, tomó la llave de la habitación y salió al pasillo, cerrando tras de sí. Caminó hacia la recepción a paso ligero, sintiéndose mucho mejor con respecto a su jaqueca, como si le hubieran dado una inyección renovadora de energía. Sin embargo, al llegar al mostrador vio en el sillón al anciano marido, viendo en su televisor un partido de NBA.

—Buenas noches —saludó. Este lo miró, y se puso de pie. Ron advirtió que a pesar de tener la misma edad que su mujer, se le veía más ágil en los movimientos. Le ofreció una arrugada sonrisa una vez que llegó al escritorio que oficiaba de mostrador y asintió con la cabeza.

—Buenas. ¿En qué puedo serle útil?

­—Vengo a entregarle la llave, y pagar mi estadía.

—Ah, ¿ha podido descansar bien? —le preguntó, mientras buscaba la anotación de su esposa horas antes.

—He dormido como plomo —Ron le señaló un renglón—. Ahí estoy, Ron Dickens.

—Bien, son veinte dólares.

Ron extrajo un par de billetes de diez, y los dejó a un lado de la llave. Entonces, rápido como una centella, por su mente cruzó la idea de que alguien tan anciano como él podría tener alguna información del bar al cual tendría que ir. Gente de su edad sabía todo de la zona donde vivían, eso era un clásico. Con quien se había casado el hijo de la vecina, las infidelidades del repartidor de periódicos, y el mejor lugar donde poder echarse unas copas con amigos. Quizá tuviera suerte.

—Disculpe que le pregunte —le dijo—, pero estoy buscando un bar que me recomendaron conocer. ¿Le suena de algo Reina de picas?

—¡Ah! Claro que sí —respondió el anciano, mientras tomaba el dinero—. Cuando era joven íbamos todos los viernes con mis compañeros de la fábrica en donde trabajaba por aquel entonces. Nos pasábamos un par de horas tomando alguna copa y jugando al póker, o al pool. Ahora esos tiempos cambiaron, la Reina ya no es como antes.

—¿Por qué lo dice? —preguntó Ron, con suspicacia. Buscar información con él había sido un maravilloso acierto.

—Antes el ambiente era sano, ¿sabes? —le dijo, con los ojos llenos de una nostalgia que solo él conocía. —Había peleas, claro que sí, eso era inevitable. Una jugada de póker, una copa apostada en el pool, la gente que no sabe perder siempre existió y siempre existirá. Pero al día siguiente todos nos volvíamos a encontrar por la calle, o en la oficina, o en la fábrica, y volvíamos a saludarnos como si nada hubiese pasado. Ahora la Reina de picas esta lleno de moteros con el pelo hasta el culo, fumando cigarrillos de marihuana y conduciendo esas estruendosas motocicletas yendo de aquí para allá. Ni siquiera puedes pasar por allí sin correr riesgo de que un botellazo salga volando por la ventana y te golpeé la cabeza, ¿comprendes?

—Lo entiendo. ¿Podría darme la dirección?

El anciano pareció mirarlo con detenimiento, luego negó con la cabeza.

—He visto mucha gente, y tu pareces alguien de buena familia. Si me dejas que te sugiera algo, hay mejores bares donde puedes tomar algo, si lo deseas. Pero no te recomiendo que vayas allí, si no quieres terminar con la cabeza partida en dos —le dijo.

—Lo sé, y créame que le agradezco, pero me urge ir allí. Es una historia bastante larga.

—Como prefieras, pues —respondió el anciano, encogiéndose de hombros—. ¿Sabes donde está la avenida principal?

—Sí, lo sé.

—Bueno, continúa por la principal como si fueras a salir de la ciudad, y en cuanto pases el hospital Abanna, el siguiente cruce a la derecha. Lo verás enseguida.

—Le agradezco muchísimo —respondió Ron, y sin esperar respuesta alguna, se giró hacia la puerta antes de que intentara convencerlo de lo contrario.

Salió a la acera y avanzó hasta el Camaro estacionado. Subió del lado del conductor, encendió las luces delanteras y luego el motor, y girando en U se encaminó rumbo a la avenida principal de Covington. Mientras avanzaba entre el poco tráfico que había a esas horas, su mente comenzó a meditar el siguiente paso en su plan. Le habían nombrado un tal Duque, pero Ron no se confiaba en lo más mínimo, así que lo mejor que podía hacer era investigar por su cuenta, pensó. Y casi enseguida se formuló dentro de su cabeza la siguiente interrogante: ¿Cómo sería aquel hombre? Solo había dos teorías posibles. O bien podía ser el clásico imbécil que caminaba de hombros anchos porque era más conocido que los demás; o, por lo contrario, alguien sumamente reservado que manejaba algún negocio delicado e importante, y no deseaba levantar la perdiz.

Cuando llegó a las inmediaciones del bar Reina de picas, advirtió que efectivamente, el anciano de la posada no le había mentido en absoluto. Sobre el cartel con el nombre del bar había una figura de neón rojo con forma de carta de Póker, y sobre la acera, dispuestas una al lado de la otra, al menos unas diez motocicletas de las cuales siete eran Harley Davidson. Las demás podían ser alguna imitación, pero no dejaban de ser ostentosas y bellas. Había algunos hombres que conversaban fuera, al menos cuatro tipos desde donde veía en su posición, De modo que condujo el coche por la calle hasta estacionarse a una distancia prudente por si había que salir pitando de allí. Apagó el motor, y descendió.

Al caminar hacia la puerta del bar, se percató que uno de los hombres del grupo que conversaba afuera llevaba un logo en la espalda de su chaqueta de cuero. Un cráneo humano con un cuervo posado encima de él. Bajo el cráneo una sola palabra: Rippers. Ron sintió, en ese momento, que el estómago se le convertía en una bola de fuego, presa de los nervios. Sin embargo, continúo caminando como si nada, casi que obligándose a mover una pierna por delante de la otra. Entró al bar sin mirar siquiera al grupo de tipos, y al instante, el bullicio lo ensordeció por un momento. Ya lo escuchaba desde afuera a medida que se acercaba, pero dentro del local era mucho peor. De todas maneras, en cuanto sus oídos se acostumbraron al ruido, se sintió mucho mejor. El bar era muy espacioso, pero en el medio del salón había tres mesas de billar y una enorme rocola donde en aquel momento sonaba Iron Maiden. Todo aquello reducía bastante el espacio, y Ron observó que había dos grupos de moteros jugando en cada una de las mesas. No tardó en suponer, entonces, que la mayoría de los conflictos comenzaban allí, en el momento en que uno chocara su taco con el otro por accidente y le hiciera fallar el tiro.

Se dirigió rápidamente a la barra, se sentó en un taburete alto y apoyó los brazos en la mesa de madera. El cantinero, un hombre que rondaba fácilmente los sesenta años, con los brazos repletos de tatuajes y una camiseta de Black Label Society por debajo del delantal blanco, lo miró de forma escueta.

—¿Qué vas a tomar, amigo? —le preguntó.

—Una cerveza, por favor.

El cantinero se dirigió a un refrigerador, a un lado del mostrador de botellas, y sacó una cerveza negra. Se la destapó con una admirable agilidad y rapidez, y se la dejó frente a él.

Ron tomó la botella y le dio un trago directamente del pico, mientras se giraba en su asiento para mirar la gente a su alrededor, pensando que nunca se había sentido tan incomodo en un sitio, como en aquel momento. Todos vestían con jeans azules o negros, no había un solo hombre que no tuviera una chaqueta de cuero o el cabello corto, algunos incluso con prominentes barbas trenzadas. Todos parecían conocerse entre sí, o al menos la gran mayoría. Había algunos que al pasar lo miraban, más que nada por su ropa casual y común, su cabello corto y sus perfectos rasgos de joven pudiente, y se reían por lo bajo. A Ron le molestaba aquello, pero no podía hacer nada, o se los echaría a todos encima. Así que, ignorando esas cosas, continuó mirando casi de forma despreocupada, buscando indicios de ese tal Duque, o incluso de su propio hermano, ahora que había visto un Ripper allí.

Sin embargo, pasaron los minutos y no veía nadie que encajara con el perfil de perfecto mafioso importante que él se había imaginado, ni mucho menos había rastro alguno de su hermano. Se terminó la cerveza y pidió otra, y cuando llevaba ya media de la segunda, entró por la puerta el hombre más grande que había visto alguna vez. No tanto por el hecho de la altura, que calculaba debía rondar cerca de los dos metros, sino por la complexión física. Era gordo, pero esa clase de gordos que tiene músculos en lugar de grasa. Todo en su cuerpo parecía macizo, la chaqueta le quedaba tirante por todos sitios, el cabello encanecido le alcanzaba el trasero, y al costado del pantalón de cuero llevaba una cadena galvanizada con eslabones como para sujetar un Doberman. Saludó algunos hombres que miraban el juego de pool y caminó hacia la barra, mientras Ron lo observó disimuladamente, a medida que se acercaba. Tenía el ojo izquierdo emblanquecido por completo, sin visión, y el derecho era de un profundo color azul casi pintado a mano.

El tipo se sentó a su lado, en la banqueta que estaba libre, y aunque Ron creyó que lo miraría igual que los demás, lo cierto es que lo ignoró por completo. Con gracia, observó que la banqueta le quedaba estúpidamente pequeña en comparación. Entonces el cantinero se acercó y le saludó, golpeando puño con puño suavemente.

—¿Qué tal vas? —le preguntó. —Llegas tarde esta noche.

—Ya, lo sé. Estuvimos ocupándonos de unos asuntos. Tenemos un chico nuevo en la familia, aunque lo conocemos desde hace tiempo. Le preparamos la motocicleta que era de Danny el Caimán.

Ron se alertó ante aquel comentario, y actuando lo más natural posible, se giró en su asiento hacia la barra. Al hacerlo, miró de reojo el perfil de la chaqueta del gorila a su lado, y efectivamente, tenía el logo de los Rippers. Podía apostar un brazo a que estaba hablando de Jeff, pensó. Bebió un sorbito de su cerveza sin prisa ninguna, quería escuchar la conversación a su lado todo lo más que pudiese.

—¿Le dieron la motocicleta del Caimán? —preguntaba el sorprendido cantinero. —Vaya, debe haberle caído muy en gracia a Jason.

—Va más allá de eso, dice que ve algo especial en el chico. Ya sabes como es Jason en esas cosas —se encogió de hombros—. Ahora, ¿vas a servirme un trago, o te vas a quedar ahí parado toda la puta noche?

—¿Qué quieres hoy?

—Dame whiskey. Solo.

Ron vio como el cantinero se agachaba un segundo para tomar un vaso de cristal desde abajo del mostrador, lo dejó encima de la barra y de un estante a su espalda tomó una botella de Jack Daniel's. La destapó y le sirvió una medida con el Jigger. Al instante, aquel hombre tomó el vaso de cristal y de un solo buche lo bebió, dejándolo de nuevo encima de la mesa. Señaló con un dedo y asintió con la cabeza.

—Pon otro, y que sea doble, por un carajo. ¿Acaso estás ahorrando bebida?

El cantinero volvió a servir, y en el momento en que servía, otro hombre se acercó al gigante por detrás. Tenía otro logo en su chaqueta de cuero, con una representación de un demonio conduciendo una motocicleta, y bajo ella, el nombre Hell's Slayers.

—Eh, Rodie, ¿qué tal? —lo saludó.

—La próxima vez que me digas Rodie, perderás la mitad de tus dientes. Odio ese apodo de mierda.

—Hombre, Rod, lo siento —se excusó el otro.

—¿Qué quieres, Vic?

—Hemos traído mercancía nueva, quizá le interese a Jason. Podríamos hacer una reunión en estos días para mostrarle los nuevos juguetes que he traído este mes.

—Olvídalo, no haremos negocios de nuevo contigo —Ron vio como ese tal Rod negaba con la cabeza al hablar.

—¿Qué? ¿Por qué? —preguntó el otro.

—Porque la última vez que hicimos negocios contigo, la mercancía no estaba completa.

—Eso no es cierto, Rod. Yo mismo me encargué de que...

El gigante hombre no lo dejó terminar de hablar. Se puso de pie y lo tomó por la chaqueta de cuero en un movimiento tan ágil que Ron lo hubiera creído imposible en un tipo con su tamaño. Todos en el bar hicieron silencio, las charlas se interrumpieron y las jugadas en el billar también, mirando expectantes la escena. Ron miró por encima de su hombro y se sintió aún mucho más pequeño que hasta hace una media hora atrás, con todos aquellos sujetos mirando en su dirección.

—¿Me tomas por mentiroso? ¿Eh?

—No, Rod... yo... —balbuceó el otro.

—Escúchame una cosa, pequeña y embustera rata, y más te vale escucharme bien. Me importa una mierda que seas el famoso Duque de los Hell's Slayers. Aquí lo único que importa es que has estafado a los Rippers, y la única razón que me impide matarte ahora mismo, es el hecho de que no quiero empezar una puta guerra de mierda entre tu grupo y el mío —le dijo Rod, hablándole muy cerca del rostro—. Así que busca alguien más a quien venderle tus mierdas, o haz lo que quieras, pero los Rippers no tendrán más trato contigo. ¿Eres capaz de comprenderlo?

En aquel momento, un teléfono sonó muy cerca de ambos. Sin dejar de sujetarlo con una mano, Rod metió la otra en el bolsillo de su pantalón y atendió una llamada. No habló durante unos intensos dos minutos y medio, mientras escuchaba, mirándolo a la cara al Duque —el cual ya no le parecía tan Duque a Ron— con una expresión de psicópata muy naturalmente lograda, y aquel ojo blanco que parecía brillar con las luces del bar. Al final, soltó un "Bien" y colgó. Entonces volvió a acercarse al rostro del Duque.

—Te sugiero que tengas cuidado de aquí en más —le dijo. Y lo soltó bruscamente hacia un lado. Trastabilló un par de pasos, y acomodándose las solapas de la chaqueta, se escabulló entre los moteros que volvían a su juego y a las conversaciones.

—¿Crees que haya sido una buena idea amenazar al Duque? —le preguntó el cantinero, cuando Rod volvió a su copa.

—Bah, ni Duque ni mierdas... —murmuró. —Aquí hay muchos imbéciles con títulos que no merecen, Mike. Sé que hacer con él, ya te llegarán los rumores. Nadie perjudica a los Rippers y se ríe para contarlo.

—Lo sé.

Rod metió una mano a un bolsillo en su chaqueta de cuero y sacó un billete de cincuenta.

—Por lo de hoy, y lo de ayer —le dijo, dejando el dinero encima de la mesa luego de apurar la bebida en dos tragos—. Tengo que volver, Jason me necesita para unos asuntos.

—Que pases bien, colega —lo saludó el cantinero, mientras recogía el vaso y el dinero.

Ron lo observó marcharse y casi enseguida su mente comenzó a trabajar con rapidez. En aquel momento tenía dos opciones muy claras: o trataba de hablar con el Duque para sacarle información, ahora que lo tenía identificado, o podía subirse a su coche y seguir a ese hombre hasta donde fuese que vivían. Con lo primero, no había ninguna seguridad de que el Duque soltara la lengua y le dijese lo que necesitaba, y lo segundo era un completo suicidio en caso de que las cosas salieran mal. De una forma u otra, no podía estar en peor situación, y tampoco podía detenerse a pensarlo mucho tiempo más. Había que actuar, y rápido.

—¿Qué le debo, amigo? —le preguntó al cantinero.

—Son diez.

Ron sacó la billetera del pantalón, rebuscó un billete de diez, y dando las gracias, salió entre la gente hacia afuera, mientras escuchaba el roncar de las motocicletas encendidas. Abandonó el local en el mismo momento en que cuatro vehículos emprendían la marcha, y Ron los vio al irse. Uno era, por la anchura de la espalda, el que había amenazado al Duque, otro era el que había visto al entrar, conversando con dos hombres más a un lado de la puerta. Los otros dos suponía que eran tipos que ya estaban dentro del bar antes de que llegara él. No quería trotar hacia el coche porque no sabía si podían verlo desde los retrovisores, pero a paso rápido avanzó hasta llegar al Camaro. Abrió la puerta del conductor, dio un resoplido al encontrarse nuevamente en la seguridad del interior de su coche, y encendió el motor.

Esperó un tiempo prudencial para permitirles tomar ventaja, solo unos treinta segundos eran más que suficientes para aquellas motocicletas, pensó, así que se puso en marcha. Aceleró por la calle hasta que pudo ver las luces rojas de los focos traseros, a la distancia, y allí levantó un poco el pie del acelerador, permitiéndole al Camaro deslizarse con suavidad, sin ser visto. Su aturdido cerebro casi en estado de paranoia, no dejaba de repetirle una y otra vez en lo peligrosa que era esa gente. Aquel enorme tipo había intimidado a ese famoso Duque como si de un niño se tratase. ¿Quiénes eran esos Rippers, que todo el mundo les parecía temer tanto? Se preguntó. Y lo que era aún peor: ¿Cómo los confrontaría en caso de ser necesario?

Durante todo el camino, no dejó de mirar los espejos retrovisores un solo instante, cada cincuenta metros rigurosamente, por si lo seguían. Para su suerte, ninguno de los moteros que iban al menos unos trescientos metros adelante suyo, se percató de su presencia. El viaje se extendió durante una hora y cuarto que a Ron le pareció una eternidad, llegaron a los accesos de la ciudad de Atlanta, se desviaron hacia las afueras, cruzaron algunas autopistas secundarias y caminos polvorientos de fina tierra rojiza, atravesaron algunos suburbios desolados con fabricas abandonadas, coches quemados en las aceras y grafitis por todas partes. Ron observó que, por las distancias de las luces, los moteros iban aminorando la marcha, así que comenzó a frenar poco a poco apagando los focos delanteros, para no ser visto. Los observó detenerse por completo en un sitio que no lograba distinguir con demasiada claridad, entonces frenó, a un lado del camino, y esperó a ver que ocurría.

Los moteros apagaron las luces de sus vehículos, y un resplandor los iluminó, por lo que deducía que les habían abierto la puerta de algún garaje o algo por el estilo. Pudo ver las siluetas de los cuatro empujando sus motocicletas hacia el interior de algún lugar, y luego el haz de luz fue disminuyendo desde arriba hacia abajo, como si bajaran una persiana, hasta desaparecer por completo. Después, la negrura de la noche en aquel lugar en medio de la nada.

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