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20

En su mansión, Hanson estaba sentado frente a la chimenea encendida, viendo a través del ventanal a su lado como el anochecer cubría todo con una penumbra casi de ensueño. Las luces y sombras de las llamas recortaban en su rostro figuras diversas, a medida que el fuego bailoteaba encima de los troncos secos. Fumaba un habano lentamente, como si no tuviera nada de que preocuparse. Esperaba la visita de su colega para charlar unos cuantos asuntos de máxima consideración. Sabía que tenía todas las cartas a favor, que el plan era perfecto, y que su informante había cantado casi enseguida, o sabría bien cuales eran las consecuencias.

Un par de golpes sonaron en la puerta de la enorme sala living, mientras que Hanson se levantaba de su sillón para caminar rumbo al minibar. Miró la puerta de reojo y dio una pitada a su habano.

—Adelante —dijo. Era su guardia personal, enorme como siempre, con el rifle a la espalda.

—Papá Muerte está aquí, señor —dijo.

—Dile que pase.

El guardia se apartó, y a la sala ingresó Carlos Ortíz, con su chaqueta de cuero con fleco en las mangas, sus clásicos y gastados jeans de siempre, y un sombrero con diseños mexicanos. Hanson lo vio, y pensó por un instante en hacer bromas sobre su aspecto, pero se contuvo. ¿Cuánto hacía que no lo veía de aquella forma? Se preguntó. Mucho tiempo, años quizá, desde que había abandonado su patria. Desde ese momento, Papá Muerte oscilaba entre las pintas del clásico mafioso neoyorkino hasta un cantautor de mariachis, en los momentos en que más se sentía un patriota. Sin embargo, en lugar de burlarse, sonrió.

—Amigo mío, ¿quieres una copa? —le preguntó.

—Bourbon estaría bien.

—Ven, siéntate junto al fuego. Cae la noche y siempre aparece una helada de los mil demonios.

Hanson volvió al sillón con dos vasos, uno con whisky y el otro con bourbon. Le ofreció el bourbon a su colega y ambos se sentaron uno en cada sillón.

—¿Por qué me has mandado llamar? —le preguntó Papá Muerte, luego de dar un sorbo a su bebida.

—Ya he dado con la identidad y la ubicación del policía que mató a mi hijo —dijo Hanson, mientras mecía su whisky con lentitud casi ceremonial. Los dos hielos tintineaban al chocar contra el cristal, y luego bebió.

—¿En verdad? ¿Cómo lo hiciste?

—Digamos que no todos son amigos de Ron Dickens en el FBI.

—Vaya...

—He tenido que hacer cierta presión en algunas personas para llegar hasta alguien en particular, pero ha valido la pena.

—¿Y entonces qué hacemos aquí sentados, Hanson? Vamos a por él de una vez, y asunto arreglado —comentó Papá Muerte.

—No es tan fácil, no ganamos nada con precipitarnos así —respondió—. Ahora mismo nuestro buen agente está siguiendo una pista sobre Kahlil, pero ya sabemos lo que pasó, por lo tanto, va a estar ocupado en una vía muerta durante unas cuantas horas. Será tiempo suficiente para que mi hombre del FBI trabaje, y ponga el cebo. Entonces allí será el momento en que tú y yo atacaremos juntos.

—¿Cómo?

—Tus hombres estarán en la posición que yo les señalaré luego, esperando a que los colegas del agente Dickens lleguen, atraídos por una pista falsa, como charlamos la última vez. Mientras tanto, por otro lado, tú y yo asaltaremos su casa. Según tengo entendido, los únicos que viven con él son dos personas, su padre invalido y su hermana. Entonces nuestro querido agente especial no sabrá adonde ir, y entre el caso mas importante de su vida y su familia, ¿quién crees que pesará mas? —dijo Hanson.

—Su familia, por supuesto.

—Exacto —sonrió—. Y evidentemente, irá allí.

—Nosotros lo estaremos esperando para matarlo, imagino —comentó Papá Muerte.

—No todavía, precisamente. Pero le dejaremos un obsequio que lo hará por nosotros.

—¿Cuándo comenzamos?

Hanson dio una pitada de su habano con lentitud, mientras miraba las llamas danzar de un lado al otro dentro de la estufa, pensativo. Luego sonrió.

—Mañana mismo. 


*****


Era casi las nueve de la noche, y Ron seguía en el bosque recolectando información necesaria. Mientras los hombres hacían el barrido de la zona. Había pasado todo el día registrando la cabaña y el granero, pero en el granero no había demasiado que hallar, tan solo lo utilizaban como hangar para guardar municiones y armamento, algunas pocas granadas y las camionetas. En la casa tampoco había encontrado demasiado, solo documentos de antiguos negocios en el mercado negro, listados de personas que conocía vagamente gracias a viejas investigaciones, pero nada concluyente que le diera un rastro hacia Hanson.

—¡Agente Dickens! —escuchó que llamaban desde afuera. Ron atravesó el pasillo rumbo a la puerta de entrada y salió. El aire era frío, y bajo aquella espesa vegetación aún lo parecía mucho más. Un oficial del ejercito venía con una bolsa de plástico transparente en las manos.

—¿Qué sucede? —preguntó Ron, en cuanto lo vio.

—Encontramos este teléfono, señor —le dijo el militar, mostrando la bolsa y entregándosela—. Estaba tirado entre las hojas, a unos cuantos metros de aquí. Pero ni rastro de nadie.

Ron tomó la bolsa y la examinó. El teléfono estaba apagado, no parecía un smartphone sino más bien un teléfono vetusto, quizá de tercera generación, sin geolocalización ni internet. Asintió con la cabeza, le agradeció, y luego se giró en busca del coronel Winstone. Lo encontró más adelante, cerca de las camionetas estacionadas, hablando por teléfono. Mientras esperaba a que terminara de hablar, encendió un cigarrillo y revisó su propio teléfono. Tenía un mensaje de Annie, preguntándole como había estado la jornada, pero ya le respondería después. También tenía una llamada perdida de su hermana y un mensaje de texto diciendo que le dejaba pollo preparado dentro del horno, por si quería cenar al regresar, y unos cuantos mensajes de sus colegas Blake y Sam, curiosos por saber si había encontrado algo.

Momentos después, guardó su teléfono de nuevo en el bolsillo en cuanto el coronel cortó la llamada, se apartó el cigarrillo de la boca y se acercó a él.

—Encontramos algo que puede ser de utilidad, creo que ya podemos irnos de aquí. Volveré a la oficina para dejar el teléfono en investigaciones, y coordinar las actas para que vengan a retirar los cuerpos —dijo.

—De acuerdo, agente. ¿Viajará de nuevo a la ciudad con nosotros?

—No, no lo creo. Seguramente vuelva con los agentes en alguna patrulla federal. Ya hemos tenido demasiado por hoy, y todos queremos descansar, así que no voy a hacerlo conducir más de la cuenta —dijo Ron.

El coronel asintió y comenzó a reunir a sus hombres para retirarse del lugar. Ron también hizo lo mismo, y procuró viajar en una de las patrullas, como bien había dicho anteriormente, rumbo a la oficina del FBI de Virginia. La jornada había sido extensa y agotadora, y en cuanto tomó asiento en uno de los coches, sintió que los músculos de las piernas le dolían. Apoyó la cabeza contra la ventanilla a su lado y arrullado por el sonido del vehículo y la calefacción, se durmió casi al instante, hasta que poco más de media hora después, sintió que una mano lo sacudía del hombro con suavidad. Abrió los ojos pesadamente, y tardó algunos segundos en reconocer que estaban dentro del estacionamiento del edificio.

—Señor Dickens —dijo el agente que lo despertó—. Hemos llegado.

Ron asintió con la cabeza y bajó del coche. Había dormido relativamente poco para lo que su cuerpo necesitaba y no creía ser capaz de conducir de nuevo hasta su casa. Por lo que decidió, mientras entraba al edificio del FBI, alojarse por esa noche en algún hostal cerca de allí, para emprender el retorno a Carolina del Sur por la mañana a plena luz del día y con al menos seis horas de sueño. En el vestíbulo del edificio no había casi nadie, salvo agentes de guardia y algunos administrativos que hacían tareas puntuales. Avanzó directamente hacia la sección de investigación criminológica, y al llegar a la puerta del laboratorio, llamó con los nudillos. Dentro, había un agente vestido con bata blanca que trabajaba en aquel momento en unas muestras de tejido bajo el microscopio, que apartó sus ojos del instrumental y miró hacia la puerta. Entonces caminó hacia él, y le abrió.

—Buenas noches —saludó—, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Soy el agente Ron Dickens, de la oficina de Columbia, y estoy en una investigación delicada —se presentó—. Vengo de un operativo en busca de un terrorista importante, en un bosque al norte de aquí, y encontramos este teléfono. Seguro debe tener huellas por doquier, ¿creé que podría identificarlas?

—Seguro, en cuanto termine con mi trabajo, lo haré.

—Gracias —dijo Ron, entregándole la bolsa de plástico—. Si es tan amable, cuando termine de analizar las huellas, ¿podría hacerme el favor de llevar el teléfono al departamento de tecnología? Hay que confirmar que llamadas se hicieron desde aquí, y hacia donde fueron.

—De acuerdo, trabajaré en ello —dijo.

—Gracias —Ron sacó su billetera y buscó una tarjeta personal, entregándosela al agente en la mano—. Cualquier información que tenga, llámeme enseguida.

El agente asintió, y cerró la puerta tras de sí. Ron entonces se frotó la nuca, exhausto, y caminó hacia la salida del edificio en completo silencio, bajo el eco de sus zapatos al caminar sobre el suelo lustroso del vestíbulo de recepción. Al salir, volvió de nuevo al estacionamiento para subirse a su coche, arrancar y dirigirse hasta la calle. Una vez en avenida, se dedicó a recorrer calles aleatorias hasta encontrar un hotel o posada decente. No le fue difícil encontrar un sitio donde pasar la noche, un agradable hotel tres estrellas a buen precio.

En cuanto terminó de registrarse en el sitio, y pagar su noche por adelantado, subió a su habitación con la llave en la mano y al llegar a la puerta indicada, abrió. No tenía equipaje, ni ropa para cambiarse, pero igual se dio una ducha rápida con el agua lo más caliente que pudo, para relajar los músculos del cuerpo. Al salir, se secó con una de las suaves toallas con la insignia del hotel bordada en verde, y apagando las luces se zambulló en la cama, durmiéndose al instante.

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