2
Por inercia, volvió a tomar el teléfono celular para marcar el numero de Jeffrey, inútilmente. Lanzó una maldición al tiempo que arrojaba el aparato al asiento del acompañante, y resignado, se dedicó a transitar durante las siguientes dos horas hasta ubicar alguna posada donde detenerse un instante a tomar un desayuno. Al llegar al cruce de la interestatal 20 con la carretera 78, divisó un local de comida rápida y decidió hacer una parada allí, aunque sea por media hora. Estacionó el Camaro en la zona de parkings, al costado de la ruta, apagó el motor y descendió, recogiendo antes el teléfono celular que reposaba encima del asiento a su lado.
Miró a su alrededor, alimentando la esperanza de ver algún detalle que le indicara si por allí había pasado su hermano, o no. Aunque aún se hallaba en plena carretera interestatal, no era un lugar despoblado ni mucho menos, la urbanización era relativamente densa y pensó que le sería muy difícil realizar algún peinado de la zona aleñada con su coche. Además, el menor tiempo que pudiera perder, tanto mejor. Caminó con rapidez hacia el local de comida, empujó la puerta con la mano derecha, haciendo que unas campanillas de cristal tintineasen ante el movimiento, y avanzó hacia una mesa cerca de los ventanales, para poder ver hacia afuera mientras desayunaba. Arrastró la silla de madera un poco hacia atrás, y tomó asiento, mientras que una chica se acercaba a él con una pequeña libretilla y un bolígrafo en las manos.
—Buenos días. ¿Qué puedo ofrecerte? —le preguntó.
—Quisiera un café, por favor —en otras circunstancias hubiera pedido también unos huevos con bacon y manteca, pero con los nervios que tenía encima no creía ser capaz de comer nada sólido hasta dentro de unas cuantas horas más. La chica garabateó en su libreta con rapidez, y luego lo miró. Los ojos de ella se posaron en sus hombros anchos y sus ojos aceitunados.
—¿Negro o con crema?
—Negro, por favor. Sin azúcar.
La chica volvió a garabatear, y luego asintió con la cabeza.
—Enseguida te lo traigo —sonrió, y se fue.
Ron no respondió nada, simplemente entrelazó los dedos apoyando los codos en la mesa, y se tomó la frente con las manos. Aún le parecía estar rodeado por una burbuja de irrealidad, buscando un domingo a la mañana a su hermano fugitivo. Como policía a punto de asumir el cargo, tenía una buena formación tanto física como técnicamente hablando, y sabía que por el momento, estaba atado de pies y manos. Jeffrey no era menor de edad, de modo que no podía reportarlo como desaparecido de buenas a primera, y para reportar lo que había pasado tendría que esperar al menos veinticuatro horas de su desaparición. De modo que con la única herramienta que podía contar, al menos de momento, era con su propia búsqueda personal.
Su mente comenzó a navegar por los motivos que habían impulsado a su hermano a abandonarlos. Sabía que, desde el fallecimiento de su madre, la situación con su padre era cada vez peor. No justificaba en absoluto las acusaciones de James hacia su hermano, claro que no. Pero tampoco podía hacer nada al respecto, sabía bien que una persona mayor y enferma como él, no cambiaria de opinión ni en cien años. De modo que lo único que podía hacer, lo único que estaba al alcance de sus manos, era intentar ser el mejor policía que la familia había tenido. Claro, como si eso fuera una especie de parche familiar, pensó, sin poder evitar sonreír irónicamente hacia la silla vacía que tenía frente a sí mismo. Recordaba que al principio la carrera no le gustaba en absoluto, él solamente quería tener un trabajo normal, como cualquier otra persona. Le gustaba muchísimo la fotografía, el arte y el diseño de interiores, pero temía la reacción de su padre ante aquellos gustos, y acabó por ceder a la tradición familiar. Su abuelo había sido comisario, su padre policía de alto rango, y ahora él pronto lo sería también. Sin embargo, no servía de nada. No podía aplacar de ninguna forma las eternas disputas y reproches entre su padre y Jeffrey.
Un movimiento adelante le llamó la atención, cuando la mesera le traía una pequeña tacita blanca sobre un platillo. Apartó los codos de encima de la mesa, reclinándose hacia atrás y la miró.
—Gracias.
—Que disfrutes —le respondió ella.
—Oye, disculpa —se apresuró a decirle, antes de que se marchara—. ¿Por casualidad anoche por la madrugada no ha pasado por aquí un muchacho de aproximadamente mi altura, con cabello rizado largo, remera de rock and roll, posiblemente acompañado por alguien?
La chica hizo memoria, y luego de un momento negó con la cabeza.
—No sabría decirte, lo siento. Quizá no lo recuerde, mi turno empezó a las seis de la mañana. O tal vez pasó antes de esa hora por aquí.
Ron miró hacia los rincones del techo, buscando cámaras de seguridad, y efectivamente vio un par en los rincones. Una apuntando hacia las mesas, otra hacia la caja registradora en el mostrador.
—¿No podría mirar las cámaras? Siento incomodar, pero mi hermano se ha ido de la casa y estoy buscándolo.
—Lo siento —dijo la chica, negando con la cabeza—. El dueño no lo permitiría, a menos que vengas con una orden policial de registro. Lamento no poder ayudarte.
—Descuida, gracias —respondió él, casi hasta sin ganas de continuar preguntando más nada. La mesera, al percibir la frustración que había dejado entrever en el tono de voz, asintió con la cabeza y optó por volver al mostrador.
Ron tomó la taza de café por el asa y le dio un sorbo lento, mientras volvía a mirar hacia afuera, pensando en las posibilidades. Su mente razonó que quizá no estaba utilizando de forma correcta las opciones para comenzar con la búsqueda. Si Jeffrey se había unido a un grupo de moteros, ¿qué sentido tenía preguntarle a la gente común y corriente si lo habían visto? Quizá el objetivo de búsqueda no sería él, sino los propios Rippers, pensó. Encontrando el paradero exacto de los Rippers, encontraría eventualmente, a su hermano.
Motivado por un nuevo objetivo, apuró un nuevo sorbo de café. Estaba delicioso, pero quería terminarlo cuanto antes, así continuaba el camino buscando nuevas ubicaciones donde poder averiguar algún dato, por mínimo que fuese. Sorbió el último resto que le quedaba, aunque se quemase un poco la garganta, y dejando la taza encima del platillo, se puso de pie, dirigiéndose a la caja. Una chica distinta, y, por cierto, más guapa que la propia camarera, lo miró.
—¿Cuánto es el café? —preguntó.
—Negro sin azúcar —repitió la chica, mientras miraba la pantalla de su computadora—. Son tres dólares.
Ron sacó tres billetes de un dólar y los dejó encima del mostrador, luego preguntó:
—¿Tienes alguna idea donde puedo encontrar un taller de motocicletas por la zona?
La chica se encogió de hombros y asintió con la cabeza.
—Sí, claro, tanto aquí como en Augusta hay muchos, no sé que tipo de mecánica buscas precisamente...
—En realidad busco un grupo de moteros, pero imagino que algún taller debería conocer más información.
—¿Este grupo de moteros que buscas, es ilegal? —preguntó ella. Ron pensó que de la forma en que lo observaba, adivinaba que era alguna especie de policía que buscaba la pista de unos maleantes. Su mente fantaseó entonces un momento con el hecho de mostrarle su placa, si es que la tuviera, aunque ella lo miraba como si quisiera que le mostrase mucho más que la placa.
—Es posible, no lo sé —se limitó a responder.
La chica entonces tomó una servilleta que había en un soporte a su lado, y con un bolígrafo, le trazó un improvisado mapa. Bajo el mapa, Ron advirtió que también le anotaba su teléfono y por último "Sheila".
—Si continuas por la interestatal al menos unos treinta kilómetros más, encontrarás un taller sobre la carretera en el cruce con la carretera diez, en los accesos al condado de Mc'Duffie. No puedo asegurártelo, pero se rumorea que en realidad ese taller es una tapadera para traficar con drogas. Quizá tengas suerte, y puedan darte alguna clase de información más especifica sobre lo que estás buscando —le dijo.
Ron tomó la servilleta del mostrador y doblándola en dos, se la metió al bolsillo.
—Muchas gracias, Sheila —asintió con la cabeza.
—Suerte, guapo —le guiñó un ojo, y luego le hizo un gesto simulando un teléfono con los dedos —. Y llámame.
No respondió nada más, simplemente salió del local con cierta expresión de gracia en el rostro. Desde que había comenzado el entrenamiento policial el efecto del gimnasio se notaba a buen ver, lo cual combinado con su metro ochenta y sus ojos de un cristalino color verdoso, hacia que no le faltaran oportunidades para salir con alguna chica. Sin embargo, no era su intención coquetear en aquella situación, así que subió al coche y encendiendo el motor, continuó con su camino rápidamente por la carretera.
Revisó de nuevo el precario mapa que la chica le había dibujado en la servilleta, y apuró el paso acelerando a ciento diez. Treinta kilómetros era bastante cerca de allí, y quería llegar cuanto antes, sin perder el menor tiempo posible. También debería llamar a su hermana en algún momento, pensó. Pero quería esperar a tener alguna novedad, por mínima que fuera, antes de hablarle por teléfono. Sabía que Suzanne era una mujer muy sensible, con las emociones a flor de piel, y no quería preocuparla más de lo que ya estaba, ni infundirle falsas expectativas.
Unos pocos minutos después, vio un cartel de transito al costado de la interestatal, que anunciaba los accesos al condado de Mc'Duffie, de modo que tomó la vía a la derecha, y un momento más tarde ya estaba en el cruce indicado. Detuvo el Camaro a un costado, levantando una pequeña nube de polvo, y miró a su alrededor por el parabrisas, inclinándose sobre el volante sin apagar el motor, que roncaba al moderar. En efecto, a unos doscientos metros de su posición podía ver claramente un taller de motocicletas, con un herrumbroso y desgastado cartel promocionando cubiertas, mecánica ligera y auxilio en carretera las veinticuatro horas. Había unas cuantas motocicletas estacionadas afuera del establecimiento, algunas eran solo la carrocería, otras estaban completas, pero eran la minoría. Ron contaba al menos cinco hombres sentados en el suelo, sobre taburetes, trabajando en otras motocicletas diferentes a las que veía en un principio, y desconocía si había más adentro, pero suponía que sí.
Respiró hondo mientras ponía primera, y deslizaba el coche por el camino de tierra que conducía al taller. A una distancia prudente se detuvo y sin apagar el motor, bajó del mismo. El sol estaba alto en el cielo a pesar de que aún no era mediodía, y el calor se hacía sentir, sumado a sus propios nervios que le hacían sudar. Caminó a paso decidido hacia los hombres que trabajaban, y de forma gradual, el aroma a aceite, combustible y grasa de motor, le invadió las fosas nasales. Había una radio encendida, en algún sitio, pero tenía tanta distorsión en su parlante que le resultaba imposible adivinar lo que estaban escuchando. Las manchas de aceite rancio se adherían a la tierra del suelo formando oscuros parches.
—Buenos días —dijo. Los cinco hombres levantaron la cabeza de sus motocicletas para mirarlo, fue uno solo quien se puso de pie, tomando un ennegrecido paño lleno de grasa para limpiarse el aceite de las manos. Ron lo observó, aquello no limpiaba un carajo, pensó. Aquel hombre rozaba los cincuenta años, y tenía el aspecto de que toda aquella grasa mecánica se había impregnado en él desde al menos, treinta años atrás.
—Buenas —respondió el hombre, con la boca llena de tabaco para mascar. Soltó una gruesa escupida marrón a la tierra y luego preguntó: —. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Necesito hablar con el dueño del taller, si es posible.
—¿Quién lo busca? —le preguntó, mirándolo con cierto recelo. Ron automáticamente memorizó las palabras de la chica en el café, sobre los rumores de aquel sitio. Sin duda andaban en algún asunto, se dijo, y pensó que en aquel momento tener una placa en su bolsillo podría haber sido de gran utilidad. Sin embargo, prefería ser más inteligente.
—Necesito hacer negocios —dijo.
—Espere aquí.
Giró sobre sus talones y caminó hasta el interior del local. Ron esperó unos minutos que le parecieron eternos, hasta que al fin vio salir a un hombre completamente limpio, casi se diría hasta hecho un jaspe a comparación con los demás, y de al menos más de ciento treinta kilos de peso. Caminaba con gran esfuerzo, meneando los brazos flojamente a los lados como si se empeñara en mantener la espalda recta, para hacerle algún tipo de contrapeso a su mórbido vientre. La calva le brillaba al sol, y la barba estilo candado disimulaba lo mejor posible su papada. Ron tuvo que hacer un esfuerzo para no esbozar una sonrisa, mientras se acercaba a él.
—¿Qué busca? —le preguntó.
—Bueno, necesito hacer negocios y...
Pero Ron fue interrumpido por un movimiento de la regordeta mano de aquel hombre, como si se apartara una mosca invisible de la cara.
—Escuche, nosotros no hacemos ningún tipo de negocios y tampoco confiamos en extraños.
—Vaya, eso no fue lo que me dijeron —respondió.
—¿Le dijeron? ¿Qué le dijeron?
—Sé lo que hacen —dijo Ron, repentinamente—, algo que nada tiene que ver con las motocicletas —luego abrió los brazos—. Vengo sin armas, ni tampoco soy policía, ni nada parecido. Solo estoy buscando alguien que pueda ayudarme.
El obeso hombre lo miró fijamente un instante, y luego se giró sobre sus talones, dándole la espalda para retirarse.
—Estás equivocado, chico. Hazte un favor a ti mismo y vete por donde viniste —dijo, al tiempo que caminaba hacia el local de nuevo. Ron dio un paso para adelante.
—¡Oiga, solo quiero información, nada más!
Sin girarse, levantó un brazo y lo señaló con el pulgar.
—Kenny, saca a este imbécil de mi propiedad —dijo.
Uno de los hombres junto a las motocicletas de la entrada se puso de pie, y Ron pudo advertir que era aún mas alto que él. Tenía una camisa azul de trabajo remangada hasta la mitad de los bíceps tatuados, y lo miraba como si le fuera a romper todos los huesos con un golpe. En el instante en que comenzaba a caminar hacia Ron, volvió a exclamar:
—¡Solo busco a los Rippers! ¡Si me dice donde puedo encontrarlos, me iré cuanto antes!
El dueño del taller se detuvo en seco, y se giró de nuevo hacia Ron, haciéndole un gesto a su matón de que esperase un momento. Entonces se volvió a acercar a él.
—¿Por qué los buscas? —le preguntó.
—Ya lo dije, negocios —insistió Ron—. Mis negocios no son de su incumbencia. Si tiene información que me pueda dar acerca de cómo y en donde encontrarlos, se lo agradeceré, me marcharé y lo dejaré en paz.
—Mira, sus negocios y los míos son muy distintos, ellos no se meten en nuestro territorio y nosotros no nos metemos en el de ellos. Y así mismo, tampoco hay tratos de ningún tipo. La última vez que escuché de ellos, estaban en conflicto con los Satan's por el territorio de tráfico de armas. Y eso fue hace más de un año. A partir de ese entonces nadie ha sabido más nada de ellos, ya sea por disputas con otras bandas o con la propia policía —respondió.
—Lo único que sé, es que están en algún sitio de Atlanta.
—Entonces lo tienes aún más jodido. Atlanta es un hervidero de bandas ahora mismo, todos luchando por la dominancia de la ciudad —dijo aquel hombre, rascándose la barba—. Te harán pedazos antes de que puedas encontrar información sobre ellos, Los Rippers son demasiado herméticos, no es tan fácil ubicarlos. Aunque de todas maneras debes estar loco de remate para querer hacer negocios con ellos. Tienes pinta de no saber en que mundo te estás metiendo, muchacho.
—Es una historia complicada.
—Ve a Covington, busca la Reina de Picas y tómate unas copas allí. Tal vez si tienes suerte, puedes encontrar gente que conozca mas detalles que te acerquen a ellos, gente como el Duque... Pero te sugiero que andes con cuidado, si alguien descubre que los estás buscando, te puede ir mal. Y más vale que no le digas a nadie que te he guiado yo, o te haré pedazos. Mis muchachos han anotado tu matrícula, así que te conviene no pasarte de la lengua —le dijo, señalándole a su coche estacionado.
—Gracias, señor. No diré nada, se lo aseguro —asintió Ron.
—Ya, buena suerte.
Dicho aquello, el obeso hombre se alejó de nuevo hacia el local, y Ron a su vez caminó a paso ligero hacia su Camaro. Abrió la puerta del conductor, se sentó frente al volante y cerró tras de sí, girando en U por el camino de tierra. Retomó la interestatal veinte y condujo durante casi media hora para alejarse lo más posible de aquel lugar. Una vez que se sintió más seguro, se estacionó a un lado y tomó su teléfono celular del bolsillo. Marcó el número de su hermana y cuando dio tono de llamada, se acercó el teléfono a su oído derecho. La respuesta fue casi inmediata al segundo tono.
—¡Ronnie, dime que lo has encontrado! —exclamó ella, del otro lado.
—Aún no, Suzie. Pero tengo una pista que quizá me acerque a él un poco más.
—¿Dónde estás ahora?
—Cerca de Augusta, ahora continuaré camino hacia Covington. Seguramente pasaré esta noche allí.
—¿Covington? Eso está bastante lejos —comentó Suzanne, con cierta congoja en el tono de su voz.
—Lo sé, pero no me queda de otra.
—¿La pista es segura, Ronnie?
—No lo sé, Suzie. Supongo que sí —asintió Ron—. Aunque a medida que avanzo, peor me siento con todo esto. Tengo la impresión de que Jeff se ha metido en un marrón muy gordo.
—Oh, Dios mío...
—No te preocupes, te prometo que lo encontraré.
—Si no tengo noticias tuyas o de él para mañana, daré informe a la policía, para que te ayuden a buscarlo.
—No, no lo hagas.
—¿Por qué? —preguntó ella, sin comprender.
—Por lo poco que he averiguado, estos moteros son gente peligrosa, Suzie. Si pones a la policía tras Jeff, irán tras ellos también, y si relacionan que están buscando a Jeff pueden hacer cualquier cosa. Deja que yo me encargue de esto, será mejor.
—Cielo santo...
—Es difícil, lo sé. Pero confía en mi.
—De acuerdo, como prefieras.
—Esta noche me dedicaré a buscar información en Covington, y ni bien tenga alguna novedad te llamaré de nuevo, ¿está bien?
—Gracias, estaré pendiente al teléfono —Suzanne hizo ruido con la nariz, y Ron adivinó que estaba sollozando—. Cuídate mucho, por favor.
—Lo haré —dijo—. Te quiero, Suzie.
—Y yo a ti.
Ron colgó y volvió a meterse el teléfono en el bolsillo de su chaqueta. Reclinó la cabeza hacia atrás mientras cerraba los ojos, apoyándose en el asiento tapizado de cuero, y se presionó con el índice y el pulgar el tabique de la nariz, haciendo pinza con los dedos, buscando mitigar el dolor de cabeza que comenzaba a pulsarle paulatinamente. Resignado, empujó la palanca de cambios hacia adelante, y retomó la marcha por la carretera, mientras su mente rogaba que aún no fuera demasiado tarde para poder encontrar a su hermano.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro