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14

Antes de volver al Steel Cat, Ron compartió una comida con Jason, en agradecimiento por su ayuda con el coronel, y al llegar se acostó nuevamente a dormir. Estaba agotado, los últimos dos días para él habían significado un esfuerzo mental considerable, y tenía que tener la cabeza fria para llevar a cabo sus planes de la mejor forma posible. Al día siguiente se levantó tarde, pasado el mediodía, y por la tarde viajó hasta el puerto comercial de Georgia para recoger los explosivos, la 9MM con silenciador, y pagarle lo acordado al coronel, una cuantiosa suma de ciento noventa mil en total. Esa noche, sin embargo, durmió poco. La mitad de la madrugada se pasó ensayando su plan hasta el más mínimo movimiento, no quería errores de ningún tipo. No le preocupaba el hecho de que lo pudiesen matar, solo se tomaba tantas molestias porque quería asegurarse de que hasta el último Hell Slayer muriera.

Finalmente, la mañana siguiente llegó, y Ron fue el primero en despertar. Se vistió con el mismo pantalón, la misma camisa y la misma chaqueta con la que había llegado a los Rippers el primer día, en busca de su hermano. Volver a ponerse la misma ropa le trajo muchos recuerdos a su cabeza, algunos dulces, otros amargos. Sin embargo, dobló la chaqueta de cuero con el logo de los Rippers a la espalda, y la dejó pulcramente encima de la cama, a los pies. Comprobó el cargador de su arma, tomó un par más por si acaso, y se la colocó a la cintura. Salió luego al patio trasero, se dirigió hasta su coche y abrió el maletero del Camaro, confirmando que el bolso con las seis cargas de C4 aún continuaba allí. Abrió el portón lateral, y cuando volvió hacia el coche, Jason salía del Steel Cat por la puerta trasera, enfundado en sus siempre desteñidos vaqueros y con las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero.

—¿Pensabas marcharte sin despedirte, puto bastardo? —le sonrió.

—Imaginaba que dormías, pero iba a despertarte en cuanto sacara el coche a la calle —Ron se acercó a él, y le extendió la mano derecha—. Te debo una grandísima ayuda que te pagaré en cuanto pueda, no me olvido de tus ciento noventa.

Jason le tomó la mano, estrechándola, y luego lo atrajo hacia él para darle un medio abrazo, golpeándole la espalda con la mano izquierda.

—No te preocupes por eso, encárgate de matar a esos hijos de puta. Has estado poco tiempo con nosotros, pero siempre tendré buen recuerdo de Jeff, y de ti.

—Gracias, hombre. Al final, los Rippers no son tan malos como creía.

—Sigues pensando en ser policía, ¿verdad?

—Sí, así es —asintió Ron.

—Si algún día necesitas ayuda, háblame. Los Rippers nos movemos en el bajo mundo, ya lo has visto, y quizá necesites alguna información en la que puedas contar con nosotros. Eres libre de volver cuando quieras.

Ron sonrió, mientras se giraba para subir al coche. Cerró la puerta, bajó el cristal y encendió el motor.

—¿Serán mis informantes secretos? —dijo.

—¿Quién sabe? —Jason se encogió de hombros y luego se apoyó del techo del Camaro. —¿Cómo sabremos que has tenido éxito, si no vas a volver aquí?

—Lo sabrás, ustedes siempre se enteran de todo —respondió Ron, y arrancó lento, saliendo hasta la calle.

Ron condujo mientras observaba cada pocos metros por su espejo retrovisor, mientras que la figura de Jason a las puertas del Steel Cat se fue haciendo cada vez más pequeña en la distancia, hasta desaparecer. Atravesó la ciudad sin pensamientos en su cabeza, solamente conducía en completo silencio, hasta que cuando ya había transitado cuarenta minutos de viaje, encendió la radio. James Taylor cantaba Walking Man con su voz country y su guitarra cadenciosa, y Ron no pudo evitar sentirse aún más distópico de lo que se había sentido en las últimas setenta y dos horas, mientras recordaba a su padre gracias a la música y a su hermano gracias al aroma del limpiador, que aún flotaba en el interior del coche. No estaba nervioso, ni siquiera con miedo de que las cosas le salieran mal. Daba por descartado que los Hell's Slayers estuviesen en otro lado distinto a su propio escondite, ya que era muy temprano, ni siquiera eran las siete de la mañana, y él mismo había sido quien mató al dueño de la Reina de Picas. Así que sin tener otro bar adonde ir, al menos por el momento, imaginaba que no tenían otro mejor plan que embriagarse y drogarse en su propio refugio.

Llegó a las inmediaciones del edificio una hora y media después, pasadas las nueve de la mañana. Estacionó con descuido del lado de la calle que estaba más cercano al edificio, y apagó el motor. Abrió la guantera del coche, sacó el arma y le atornilló el silenciador en la boquilla, luego comprobó el cargador, y abrió la puerta de su lado, bajando a la acera. Observó a todos sitios, por allí no había un alma, así que de momento podría trabajar tranquilo, pensó. Rodeó el Camaro hasta el maletero, y lo abrió con la llave. Sacó el bolso con las seis cargas de explosivo C4 empaquetado en grupos de un kilo por paquete, y se lo colgó al hombro, cerrando el maletero tras de sí.

Se dirigió entonces al muro que rodeaba el edificio, y observó que allí seguía la misma roca que había empujado en un principio, y sonrió. Al parecer la suerte estaba de su lado, se dijo mentalmente. Se paró encima de ella, luego de colocarse el arma en la cintura, y se aferró con las dos manos del borde para poder ver al otro lado. Lo primero que hizo fue analizar la estructura del edificio, cada ventana tanto de la planta baja como de las altas, para confirmar que no había vigías cerca. De momento, no podía ver a nadie que estuviese haciendo alguna guardia, pero imaginaba que no dejarían el edificio sin vigilancia, de modo que por las dudas debería actuar rápido. Se quitó el bolso del hombro y lo subió al muro para luego dejarlo caer hacia el otro lado, encima de unos hierbajos altos. No tenía temor de que explotara porque el C4 podía resistir hasta un impacto de bala sin detonar, así que trepó tranquilamente hacia el otro lado, dejándose caer sobre sus pies.

Sacó la pistola de su cintura y la amartilló, luego volvió a recoger el bolso y corrió hacia el edificio, cubriéndose tras una pared al llegar a la planta baja. Allí miró, por el costado de la escalera de cemento, sin barandal, y vio un hombre observando hacia el lado norte del edificio con una escopeta en las manos. Con cuidado, dejó el bolso en el suelo sin hacer ruido, y acuclillado, abandonó su escondite paso a paso. Se acercó al hombre por la espalda, y lo apuntó, a una distancia de diez metros. Entonces disparó, con un clic sordo. La bala entró limpiamente por la nuca y el hombre se desplomó al suelo sin apenas darse cuenta de lo que había sucedido. Ron entonces se acercó con rapidez, y tomándolo de los brazos, arrastró el cuerpo junto con su arma hasta esconderlo bajo la escalera.

Subió la escalera paso a paso, hasta llegar a la primer planta. Dentro, el aspecto de la construcción era tan lamentable como desde afuera se veía, y antes de rodear la escalera apoyó su espalda en la pared, y miró de reojo al otro lado. El rostro le sudaba como si se hubiera echado un vaso de agua encima, y sentía que podía escuchar todos los sonidos a su alrededor a un nivel clarísimo, con los sentidos agudizados a la máxima concentración posible. Había un miembro de la banda en una ventana, vigilando hacia el lado oeste de la estructura. Sabía que había más ventanas, pero no podía ver si había alguien más en esa misma planta. De modo que se acercó a la otra punta de la pared y observó al otro lado. Efectivamente, había otro hombre, mirando en dirección opuesta.

Aquello era un problema, pensó. ¿Cómo haría para matar a uno de ellos, sin alertar al otro? Se preguntó. Debía ser rápido a la hora de actuar. No estaba a suficiente altura como para arrojar a uno de ellos por la ventana, atacando por la espalda, y garantizar que se matara con el golpe tras la caída. Tampoco podía trabarse en lucha con uno de ellos por demasiado tiempo o el otro le dispararía. Sin embargo, una idea le cruzó por la mente, rápida como el rayo. Dio un pequeño silbido y vigiló de reojo tras la pared, con el arma en alto. Los hombres, al escuchar aquello, se miraron entre sí y amartillaron el seguro de las escopetas.

Se giraron sobre sus talones y con las armas apuntando hacia adelante, caminaron hacia el sitio donde provenía el silbido que habían escuchado. Ron esperó a que uno de ellos estuviera lo suficientemente cerca de su escondite, y apoyó la espalda contra la pared. En cuanto el hombre a su izquierda se asomó, Ron lo tomó por la chaqueta, le disparó en el rostro a quemarropa mientras lo sujetaba para cubrirse del otro hombre, que en ese mismo momento asomaba por la punta opuesta de la pared. En cuanto lo vio a Ron ya era demasiado tarde, este le disparó dos veces. Una de las balas impactó de lleno en el estómago y otra en el corazón, la que le dio la muerte casi al instante.

Ron soltó al hombre con el que se estaba cubriendo, y resopló mientras el cadáver cayó al suelo como si fuera una bolsa de harina. No estaba seguro si había más vigías en los pisos superiores, pero no tenía ninguna gana de averiguarlo, demasiado había hecho ya, y no quería tentar a la suerte para que lo mataran. Volvió sobre sus pasos casi corriendo, hasta los pies de la escalera, y allí abrió el bolso. Comenzó a sacar el C4 uno a uno, pegándolo a las columnas de los cimientos con el adherente plástico que traía cada carga. Una vez las seis cargas explosivas estaban colocadas, le programó el temporizador detonante a todas, calibrándolas al unísono en treinta segundos, y cuando terminó de activar la última de ellas, el reloj comenzó a descender segundo a segundo.

Salió corriendo a todo lo más que sus piernas le permitían, atravesando el patio con la adrenalina devorándole las venas a flor de piel. Se trepó al muro dando un salto, y lo hizo con tanto ímpetu que literalmente, no pudo estabilizar el cuerpo para caer de pie al otro lado. Rodó por el suelo con un quejido, al caer de espalda, y con un resuello adolorido se puso de pie. Corrió hasta el coche mirando por encima del hombro como un desquiciado, para asegurarse que nadie le seguía, abrió la puerta del conductor y se metió dentro casi en una zambullida. Introdujo la llave en el contacto, le dio medio giro y el motor del Camaro se puso en marcha, dócilmente. Lo arrancó en segunda dando un manotazo a la palanca de cambios, el coche dio un ronquido debido al acelerón con las revoluciones sobrepasadas, y los neumáticos chirriaron.

Apenas había avanzado unos cincuenta metros por la calle, cuando el tronido de la explosión le aturdió, haciéndolo sobresaltar. Se encogió en su asiento, cubriéndose por si acaso, mientras miraba el retrovisor. La vibración de la detonación fue claramente perceptible aún hasta dentro del coche, la bola de fuego y las llamaradas de la detonación iluminaron la mañana de forma resplandeciente, y a medida que conducía, Ron pudo observar como toda la estructura del edificio colapsaba viniéndose abajo pesadamente, con lentitud mortal, en una nube de fuego, polvo y escombros.

Se rio, apartó las manos del volante y aplaudió, luego levantó su dedo medio hacia el espejo, sin dejar de mirar la escena, gritando maldiciones e insultos. Todo el estrés que sentía hasta ese momento se disipó entre risas y festejos de triunfo, y como se dio cuenta que no podía continuar conduciendo de aquella forma, se orilló a un lado de la calle sin apagar el motor, viendo como el edificio se consumía entre fuego y escombros, mientras algunos indigentes de la zona se acercaban asombrados a mirar la escena, pasando por al lado de su coche sin prestarle la mínima atención.

Ron se reclinó en su asiento, cerró los ojos con una sonrisa y lloró en silencio. Le encantaría que Jeffrey estuviese allí para verlo, pensó. Pero sin duda donde quiera que estuviese, lo estaba apreciando. Se secó las lágrimas del rostro y miró al asiento vacío del acompañante. En el suelo del coche, sobre la alfombrilla de goma, estaba el paquete de cigarrillos a medio fumar que su hermano llevaba en el momento de su muerte, lo podía saber porque había partes del envoltorio que estaban manchadas con sangre reseca. Se estiró en su asiento, lo tomó en sus manos, y sacó un Marlboro. Se lo colocó entre los labios, lo encendió con el mechero del coche, y dio una pitada. Tosió con fuerza unas cuatro o cinco veces, y se volvió a reclinar en su asiento. 

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