Capítulo 8: Sus ideas
No creí que alguna vez esto pudiera pasar, aunque al transcurrir los días, terminó por manifestarse en la existencia, haciéndome sentir de una forma u otra culpable. Y es que de repente sentía que ya había visto todo lo que Roma tenía para ofrecerme, aunque todavía quedase mucho para explorar.
Pero ya nada de eso se sentía como algo que realmente quería ver.
A Honey también de vez en cuando se le ve aburrida; siempre pide el mismo platillo para desayunar en el hotel, y siempre lo picotea con el tenedor a un ritmo similar al del día anterior y el siguiente. Siempre me pregunta si quiero hacer algo y, como nunca sé de qué manera debería responderle, le regreso la pregunta para que ella dé la respuesta por ambas: «Es que no sé qué hacer». Ninguna de las dos sabe.
—¿Quieres hacer algo hoy? —cuestiona de nuevo, por fin llevándose un trozo de comida a la boca, terminando con mi desesperación, aunque dando inicio al extraño deseo de convertirme en el alimento que actualmente está siendo destrozado por sus dientes.
No es que quiera que me muerda, aunque tener contacto con sus labios sí suena a buena idea. A la mejor de éstas, de hecho.
—¿Tú quieres hacer algo? —Regreso la pregunta en un tono similar al de todas las veces anteriores. Pienso en la posibilidad de que tengamos esta misma conversación durante la semana y media que falta para que tomemos un avión de vuelta a nuestros hogares.
Extraño estar aburrida en mi hogar. Me causa menos culpa que estar aburrida aquí.
Ella niega con la cabeza, dando así una respuesta corta y que probablemente funcionaría mejor. Aunque a ella, tal como a mí, le gusta usar demasiadas palabras para expresar las cosas más simples, y por ello continúa y repite lo de todas las mañanas, como si decir algún otro diálogo que pudiera hacernos escapar de este bucle temporal fuera un pecado.
No, no un pecado, porque a veces a la gente no le importa cometer pecados. Digamos que es como si decir cualquier otra cosa pudiera destrozar el mundo, o joder la línea temporal. Todos sabemos lo mal que termina joder la línea temporal, así que confío en nadie quiere hacerlo, mucho menos Honey.
Después de un rato de silencio, abre la boca y continúa con una frase que parece estar bien ensayada para repetirla siempre en un mismo escenario:
—Es que no sé qué hacer.
Respiro hondo y suspiro ante lo mucho que odio la idea de que vamos a quedarnos en silencio; una falta de sonido culpable e incómoda, como aquella que se mantiene diario después de que esa respuesta me sea otorgada con esa voz tan temblorosa que no se siente normal cuando sale de la boca de Honey.
Aunque parece que, por primera vez en esos cuatro días de repetir una escena, algo va a cambiar en ésta. No sé si me alegra porque termina con mi aburrimiento o si me desagrada porque podría terminar con mi tiempo para escribir —¿por qué siempre me inspiro cuando no puedo llevar ninguna idea a cabo?—.
Observo con atención la forma en que las estrellas brillan en sus ojos, encendiéndose y apagándose conforme su rostro duda y deja de hacerlo, cambiando de expresión cada medio segundo, como si no confiara en lo bueno de sus ideas.
Yo sólo espero que me las diga, porque tengo la idea de que ella posee una mente brillante, aunque usualmente le haga falta inspiración para comprobar aquel hecho.
—¿En qué piensas? —cuestiono por fin.
—Tengo una idea —resume, una sonrisa de labios cerrados surcando su rostro, haciéndola enrojecer, para que en cuestión de milisegundos esos gestos simplemente se desvanezcan—. Aunque no sé cuánto nos cueste. Haré algo más de investigación cuando lleguemos al cuarto, supongo.
—Por favor —hablo con entusiasmo, y parece que la animo a seguir con su idea, aunque yo no tenga ni la menor idea de qué planea hacer.
Ella vuelve a sonreír, y esta vez el gesto se niega a dudar en mostrarse.
Estoy tratando de describir un beso accidental, aunque nada me convence; nada le hace justicia a ese precioso sentimiento que surge en el momento en que tus labios tropiezan con los del amor de tu vida y en el instante te das cuenta de que quizá no fue un tropiezo, sino algo hecho con toda la intención.
Vuelvo a borrar el párrafo y mi corazón se encoge un poco más. Me siento culpable cada vez que elimino mis palabras de la hoja; es como fallarme a mí misma, a despreciar mi propio trabajo por esa idea de que no logro expresarme bien.
Suspiro. Presiono la flecha que deshace el cambio más reciente cuando me doy cuenta de que ya no sé cómo más reintentar.
Volveré a reescribirlo más tarde —no es cierto, no pasará; no lo recordaré—.
Escucho a Honey hacer cierto esfuerzo y me volteo a verla; se está levantando de la cama, lentamente, como si de verdad le supusiera un esfuerzo grande hacerlo. Camina lento y luego se posa a mi lado; puedo ver el reflejo de la pantalla en sus ojos, y asumo que lee lo que se encuentra en ésta.
—Eres muy buena —dice, sonriendo de oreja a oreja a la vez que apoya una mano en su cintura por razones que no termino de comprender.
—Gracias —respondo, asintiendo con la cabeza sin razón alguna.
Ella asiente también.
—Me voy; vuelvo en un rato, juro que no tardo.
De forma algo difícil, me retiro la laptop del regazo y la dejo en otro lugar del sofá, pudiendo así incorporarme y tomarle la mano un mano.
—Voy contigo.
Ella niega con la cabeza y sonríe de forma divertida, comenzando a alejarse, aproximándose hacia la puerta a pasos que llevan la velocidad justa.
—No —ordena—. Es una sorpresa —declara, sonriente, y luego me deposita un breve beso en los labios, como para reducir la amargura; ese sabor tan parecido al limón que me surge en la boca cuando alguien desea sorprenderme—. Ya vuelvo.
Yo simplemente lo acepto, y vuelvo a mi escritura. Para cuando ella regresa, sigo corrigiendo el mismo párrafo, porque no logro dejarlo ir.
Algo suave me cae en la cabeza, y al tomarlo entre las manos noto que la joven me lanzó un ramo de flores anaranjadas.
La boca me sabe a miel y mi corazón se encuentra inquieto.
—Baja —Me pide con entusiasmo antes de echarse a correr por el pasillo, dirigiéndose hacia el elevador, donde yo la alcanzo.
Durante todo el tiempo que tardamos en bajar, ella no deja de sonreír. Sus labios pintados de negro demuestran alegría y parecen pedir que los bese, o que pregunte por ese secreto que los curva hacia arriba de una forma tan natural. Tan genuina. De una forma que le queda bien especialmente a ella.
Entonces llegamos al vestíbulo y ella empieza a avanzar tan rápido que me veo en la necesidad de echarme a correr para poderla alcanzar cuando se detiene en medio de una calle y se voltea hacia mí. Su sonrisa se vuelve más leve, aunque no se desvanece ni parece querer hacerlo.
Señala lo que se encuentra detrás de ella: Una furgoneta celeste.
Estoy… genuinamente sorprendida. Aunque no entiendo muy bien el propósito detrás de todo.
—Podemos salir de aquí un momento, si quieres —Me invita.
—¡Por favor!
Ambas consideramos eso suficiente aprobación.
—¿A dónde te gustaría ir primero? —cuestiona, recargándose en el vehículo mientras una de sus manos juega con las llaves de éste.
—¿Venecia? —hablo como si dudara de mis ganas de visitar dicha ciudad.
Ella sonríe más.
—Vámonos.
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