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Capítulo 3: Sus ojos

Ninguna de las dos tiene ni la menor idea de qué hacer a continuación; de a dónde deberíamos ir; se nota porque ambas nos quedamos en un silencio largo e incómodo apenas salir del hotel.

Por un momento nos quedamos en medio de la acera, una al lado de la otra, ambas con las manos en los bolsillos; ella es la primera en abandonar dicha posición, tomando su teléfono de su bolso negro y fijando su mirada igualmente oscura en la pantalla. Teclea cosas y sus pupilas se mueven de un lado a otro, haciéndome saber que lee algo. Me debato si debería intentar leer algo desde aquí o debería tenerle un mínimo de respeto a su privacidad.

Su rostro se relaja —aunque, siendo sincera, ella ya se veía bastante serena— y la chica incluso sonríe un poco. Me pregunto por qué. Todas las respuestas que se me ocurren terminan por romperme el corazón apenas llegan a mi cabeza, que se empieza a cansar de pensar. De pensar, específicamente, en lo que creo que podría causar esa tierna sonrisa que la joven lleva.

Tengo miedo a que alguien tenga un lugar en su corazón, y la verdad me gustaría no reconocer ese temor. Claro que me gustaría más incluso carecer de éste.

Tengo que dejar de ser tan dramática. Hay tantas razones para sonreír... no necesariamente es alguien de quien ella esté enamorada.

Tengo que calmarme...

Sus ojos se desvían hacia mí y trago saliva. No dejo de sentirme intranquila, aunque aquel estado ahora es por razones bastante distintas. ¿Qué quiere decirme?

—¿Tienes hambre? —cuestiona antes de mostrarme la pantalla de su teléfono y ampliar la sonrisa. No logro ver bien el aparato antes de que lo vuelva a quitar de mi vista; por suerte, explica en palabras lo que pretendía mostrarme—: Encontré un lugar donde podemos comer. No está muy lejos de aquí.

Me siento bastante más tranquila.

No tengo muchas ganas de hablar —algo raro en mí—, así que me limito a asentir y tratar de darle una sonrisa. Me pregunto si nota que estoy actuando raro. Aunque ella no sé qué actuar es normal en mí. Seguro piensa que es normal que esté en silencio; he permanecido así desde que llegué a Roma.

Qué curioso, yo creí que iba a ser incluso más ruidosa e hiperactiva apenas llegar. Y de pronto quien llega es ella, a inhibirme, a dejarme intranquila de una manera que todavía no tengo idea de si va a doler o podría valer la pena.

Tengo miedo a arrepentirme. Y ni siquiera sé de qué me podría arrepentir.

—¿Siempre eres así? —Me pregunta mientras camina de forma lenta a mi lado, imitando la rapidez de mis propios pasos. Me doy cuenta de que este ritmo no es normal para mí; siento que debería acelerar, aunque tengo miedo a que la pelirroja se moleste por no poder seguirme el paso.

—¿Así cómo? —cuestiono de vuelta, sin un tono muy específico. No sé si debería estar curiosa, molesta o exactamente cómo.
Por alguna razón siento que nunca sabré cómo sentirme junto a ella.

—Callada. Me atrevo a decir que incluso... un poco triste —murmura.

Me muerdo el labio al sentir algo de estrés. ¿Cómo diablos debería contestarle? No hay forma de que le diga que, en parte, la causa es ella. No hay forma de que le diga que probablemente me enamoré a primera vista, porque eso es de personas estúpidas y no quiero que me vea como una estúpida.

Aunque soy una estúpida, así que tarde o temprano me verá así. Esperemos que considere mi estupidez tierna, aunque siento que ella no le tiene paciencia a la gente estúpida. O a la gente, en general.

No creo que yo pueda ser su excepción. Al contrario, seguro seré la persona que más cumpla con la norma.

—Está bien si no quieres contestar —Me habla, con la voz suave. Sus labios se curvan de una forma leve que causa cierto rubor en mis mejillas y cierta calidez dentro de mi pecho.

Vuelvo a asentir. Me maldigo mentalmente por no poder hacer algo tan sencillo como lo es simplemente pronunciar palabras.

—Gracias —hablo de forma rápida. Esa única palabra se enreda en mi boca muchas veces, y no entiendo la razón.

Tampoco entiendo exactamente por qué estoy dando las gracias.

No me comprendo en lo absoluto, y es aún más difícil cuando sus ojos negros me observan y estrellas parecen surgir dentro de ellos.

Su mirada es preciosa; me hace sentir bien. Me hace sonreír de vuelta a la chica, quien desvía sus ojos hacia el camino mientras su sonrisa se vuelve más amplia y más hermosa; le añade cierto brillo al sol, vuelve al día tan luminoso como el interior de una estrella.

—¿Gracias por qué? —Demuestra tener la misma confusión que yo.

—En realidad no lo sé muy bien —confieso, por fin atreviéndome a acelerar un poco el paso. Ella no pone ninguna queja, sino que también acelera.

No sé por qué pensé que no iba a poder seguirme el paso, o que no iba a querer hacerlo; es más alta que yo, debería poder dar pasos más largos. Seguro le molestaba no darlos para caminar junto a mí.

El silencio se forma y no tarda ni cinco segundos en volverse incómodo. Me empieza a surgir cierta comezón en los brazos y el cuello. Me tallo los antebrazos esperando que sea de ayuda, y me decido a acabar con ese silencio a pesar de que no tengo ni la menor idea de cómo hacerlo.

—Eh... —murmullo, y luego escupo las palabras, esperando que de todas formas pueda comprenderlas—: Háblame un poco de tí.

Ella sonríe; no de boca cerrada como suele hacer, sino mostrando sus dientes blanquecinos. Es una sonrisa de pura satisfacción que me hace suponer que le agrada hablar de ella. Muy bien por mí, pues así solamente tendré que escucharla, sin decirle absolutamente nada sobre quién soy yo.

—Bueno, mi nombre es Honey, y... No sé qué puedo decir después de eso —Me parece que trata de reír cuando para de hablar, pero que no puede hacerlo.

Le gusta hablar de ella, pero no tiene idea de cómo hacerlo. Me pasaba siempre a la llegada del primer día de clases; preparaba un discurso para olvidarlo justo en cuanto me pedían que hablara sobre mí, sobre mi vida, sobre mis vacaciones o sobre cualquier cosa que quisieran saber respecto a mi propia persona.

—Me puedes hacer un resumen de tu vida, quizá —propongo, encogiéndome de hombros.

—Bueno, nací en el dos mil dos y a partir de allí todo es demasiado borroso hasta el momento en que la universidad me ofrece venir aquí a estudiar una materia de la que ya ni me acuerdo el nombre. No me gusta la idea de estudiar y hacer trabajos durante el verano, o durante vacaciones en general, pero siempre quise visitar Roma, y por fin estoy aquí, así que supongo que está bien soportar la escuela incluso en mi descanso.

—¡Uh, qué bien! Yo abandoné la universidad, me gusta más escribir libros de lesbianas.

Vaya, qué atractivo, una vaga que abandonó sus estudios para redactar estupideces tan poco realistas como lo es el amor correspondido. Por fin entiendo por qué llevo tanto tiempo sin novia.

—Espera, ¿qué? —Me dirige la palabra con un poco más de fuerza de lo que considero normal para ella—. ¡Déjame leer uno de tus libros, por favor! —ruega, deteniendo un poco su avance para dar brincos a mi alrededor con una emoción que no termino de comprender. Es raro verla así.

Enrojezco; nunca le mostré a nadie lo que escribo, y por alguna razón quiero confiarle a ella esa llave a mi interior, a eso que por ahora solo yo conozco y que quiero mantener en secreto: Mi imaginación.

—No lo sé —escupo. Me siento mal después de ello.

Ella se detiene.

—Está bien —Me dice, y su tono vuelve a ser bajo y a tener esas notas de seriedad que he notado que lleva en cada diálogo.

De cierta forma, me duele haber matado su ilusión, pero tengo miedo a que ella mate las mías, o a que me juzgue. O a que haga las dos cosas.

Eso es lo malo de cuando empiezo a querer a alguien; me abriré a cualquier persona menos a esa en especial. Y esa persona especial nunca logrará conocerme bien porque soy una estúpida.

—Vamos —Dice de forma dulce antes de volver a caminar a un ritmo incluso mayor al de antes. Me es difícil seguirle el paso, pero al menos lo logro.

Vuelve a haber silencio.

—¿Y qué me dices de tí?

—Es todo; escribo libros porque no he descubierto ser buena en algo más. Me llamo Bee.

Ella sonríe de nuevo, y eso viene acompañado de un ligero sonrojo al cual no le encuentro ningún porqué.

—Nuestros nombres combinan —pronuncia con cierta diversión que me agrada—. Ya sabes, tú eres Bee, yo soy Honey...

Entonces mi boca se abre a la vez que algo de calor se acumula en mis mejillas.

Otra razón por la cual puedo confirmar que soy estúpida: No había notado eso todavía.

—Debe ser el destino —Le digo. Mi voz sale de forma rápida y siento que ha vuelto notorio que trato de coquetearle. Ella libera una risa leve.

—Debe ser.

Y de nuevo nos callamos; solamente queda el ruido de fondo evitando ese molesto zumbido que siempre viene con el silencio.

—Llegamos —Me dice, sonriente, y me observa de nuevo con estrellas en los ojos. Recorre una silla y me la señala con la mano—. Siéntate —Un rubor aparece en su rostro a la vez que me observa.

Me siento especial.

Entonces sé que estoy jodida.

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