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Capítulo 17

A Manjirō lo despertó de su sueño el constante sonido de algo golpeando su puerta bruscamente. Abrió los ojos de par en par y dejó pasar el susto. Sin tan siquiera moverse de su posición miró al techo de su habitación y pestañeó procesando la situación.

Los insistentes golpes lo obligaron a ponerse en pie. Se colocó sus pantuflas de conejitos, se revolvió el cabello y dejó escapar un bostezo. Iba a comenzar a caminar rumbo a la entrada principal para cagarse en la existencia de quien fuera el causante de tal escándalo, pero todo el mal carácter se le bajó al observar la espalda desnuda de Mirai.

Ella se encontraba acostada de lado en la cama, mirando al extremo opuesto de la habitación. Las sábanas cubrían hasta su cintura. Su cabello despeinado estaba exparcido por toda la almohada, bajo la cual tenía amabas manos.

Manjirō se quedó como un tonto vislumbrándola, ensimismado con cada respiración que daba la joven.

Entonces el quejimbroso sonido de alguien tocando volvió a sacarlo de sus cabales, parecía que querían tumbar la madera. Caminó dando zancadas y abrió la dichosa puertecita.

Tenía planeado gritarle mil maldiciones y romperle alguna que otra costilla al valiente —o suicida— que se había atrevido a irrumpir su sueño. Fue detenido en seco por la imagen de Midori frente a Chifuyu.

—Sé que me pediste que me quedara con ella anoche y no es mi intención molestarte cuando debes estar en tu nidito de amor, pero imagino que tiene escuela —dijo el Matsuno, cruzándose de brazos—. Estuviste muy ocupado, ¿eh?

Ante aquella cuestión y notando hacia donde miraba su amigo, Manjirō se echó una ojeada rápidamente. Apenas y tenía puestos unos boxers, no podía ni creer que hubiera abierto la puerta así. Soltó un suspiro y le extendió la mano a la niña para que ella entrara. No iba a hablar sobre la clara insinuación de Chifuyu.

—¿Qué hora es? —inquirió, recibiendo a Midori entre sus brazos. La abrazó y luego la levantó en peso, cargándola.

—Son las siete y media —contestó como si nada Chifuyu.

—¿¡Qué!? —exclamó Mikey, abriendo los ojos como platos. Se puso blanco y por un segundo perdió el aliento.

—No me digas que no oíste la alarma —añadió el de ojos azules, con tono jocoso.

En respuesta, Manjirō solo le cerró la puerta en la cara al chico. Miró el reloj de pared; no había sido una broma, llegaría tardísimo al trabajo y Midori a la escuela. Rápidamente colocó a su hija en el suelo y se acucliyó para estar a su altura.

—Rápido, ve a cambiarte de ropa. Hoy desayunaremos algo en el camino.

La pequeña asintió consecutivas veces con una gran sonrisa. Dando pasos torpes comenzó a correr rumbo a su habitación. Debía estar lista a tiempo por el bien de su papá.

Manjirō, en cambio, fue justo en la dirección opuesta. Quería despertar a Mirai cariñosamente ese día, pero no tenía tiempo y sabía que ella tampoco. Se sentó a su lado en la cama y comenzó a moverla.

—MiMi... MiMi —llamaba, entre dientes.

Ella se revolvió cuando las agitaciones lograron despertarla. Sin variar de posición se talló con el dorso de su mano los ojos, necesitaba acostumbrarse a la luz del sol que se colaba por las cortinas.

—Jiro-kun, ¿por qué me despiertas tan temprano? —preguntó. Se pegó la sábana al cuerpo con una mano y con lentitud se incorporó en la cama, sentada sobre el colchón.

—Son más de las siete y media, MiMi —contestó el Sano, poniéndose en pie.

Aquello desconcertó por completo a Mirai. Ella también palideció por un momento. Se puso tan nerviosa que empezó a balbucear cosas sin sentido. Luego tembló ligeramente sin saber qué hacer. Su ataque de ansiedad pasó por muchas etapas, pero terminó llorando a moco tendido.

—¡Es mi primer día con este horario y voy tarde! —gritó, poniéndose en pie. Se limpiaba sin delicadeza alguna las lágrimas que descendían por sus mejillas. Se colocó el vestido que se había quitado el día anterior por arriba y corrió al baño—. ¡Soy un desastre de persona! ¡Que alguien me mate!

Manjirō observó la escena con una sonrisita. Abrió las puertas de su armario y escogió lo primero que encontró para ponérselo.

Pintaba bien la mañana, sí.

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Al final todos habían llegado tarde. Manjirō al trabajo. Mirai al hospital. Midori a la escuela. Los tres fueron reprendidos de distintas formas, pero reprendidos al fin y al cabo.

El que más mal lo pasó fue sin duda él, que tuvo que dejar a las dos chicas en sus respectivas lugares y llegó casi a las ocho y media a la tienda de motocicletas. Afortunadamente hacía muy bien su trabajo y el dueño le había dejado pasar el asunto sin muchos problemas. Precisamente por eso, Manjirō le había metido más caña a su día, se había esforzado de más.

Estaba un poco molido, pero no se lo sintió cuando, tras la última hora de su jornada lavoral, salió y el aire fresco le impactó en el rostro. Ese día le tocaba recoger a Midori del colegio, así que no podía quedarse más tiempo del que ponía en su contrato para buscar más ganancias.

El protagonista era consciente de que Midori ya tenía siete años, y que a esa edad era bastante normal ir y regresar sin la necesidad de que alguien los recogiera, pero ella no llevaba mucho tiempo asistiendo a la escuela y tampoco estaba seguro de que se relacionara con chicos de su edad. Bueno, eso y que era un padre sobreprotector.

¿Algún problema con ello?

Como de costumbre, la nena lo esperaba en la puerta aferrada a su mochila. Su expresión mientras aguardaba era solitaria, miraba al piso perdida, pero cuando veía a su papá acercarse todo rastro de tristeza o amargura desaparecía, dejando paso únicamente a una gran sonrisa.

Midori no era el tipo de niña que solía caminar dando brinquitos rebozante de energía. No hablaba hasta por los codos contando cómo había sido su día. Mucho menos pedía caprichos, ni helados, ni crepas, ni chuches.

Ella, en cambio, caminaba en silencio, con una pequeña sonrisa tímida adornando su rostro. Se aferraba a la mano de Mikey y de vez en cuando lo miraba, como feliz de verlo y temerosa de no hacerlo. Silencio sepulcrural reinaba entre ambos.

A menudo era el mismo Manjirō el que solía comentar cosas tontas para hacerla reír. También era él quien, sin que ella lo dijera, le compraba cositas para comer.

Ese día habían pasado por una dulcería. Él había preguntado a la pequeña si quería algo y ella se había negado. Pero como ya se mencionó, Manjirō era un papá sobreprotector y muy amoroso, le gustaba consentirla.

Al final le había comprado una gran piruleta rosa y blanca.

—Ten —dijo con una gran sonrisa. Se inclinó hacia adelante, se apoyó con una mano en su rodilla y le extendió el dulce con la restante.

Midori vaciló un poco en si tomarlo. Pero sus ojitos brillaron de una forma hermosa y emocionada cuando lo tuvo entre sus manos.

—Desde que conozco a Mikey-kun, todos los días pruebo cosas nuevas —comentó la niña, ligeramente sonrojada. Alzó el rostro con una gran sonrisa—. Gracias.

El joven quiso abrazarla ahí mismo. La quería apretar contra su pecho y darle muchos besitos en la cabeza, pero se contuvo por el bien de la piruleta. Esa niña no era más linda porque no podía.

Ambos volvieron a tomar rumbo al edificio, que no quedaba tan lejos.

Al llegar a casa Midori pidió ayuda a Manjirō con sus tareas. En la escuela le habían dicho que cuando no supiera hacer algo pidiera sin problema alguno la ayuda de sus padres. A la nena no se le daban bien las mates, puede que por el contenido atrasado o simplemente porque era un asco de asignatura.

Bien, a Manjirō tampoco.

Las matemáticas de primaria eran fáciles, pero explicarlas no tanto. Eso lo sacaba de quicio. Tampoco podía mostrarle eso a Midori porque, ¿dónde quedaría la opinión de su hija de él? Así que hizo acopio de paciencia, voluntad y buenas vibras para continuar las lesiones.

No estaba saliendo bien —al final siempre era él quien tenía que resolver los ejercicios—, pero al menos se estaba intentando. Dicen que lo que importa es la intención.

El varón tan solo le rogaba a dios que, cuando creciera, Midori fuera inteligente y hubiera captado lo básico, porque no quería tener que decirle que a partir de cierta edad, él ya estaba más perdido que un caballo en un zoológico.

Habían pasado unas horas y las matemáticas habían muerto. Seguían sentados en la mesa, porque Midori estaba haciendo su tarea de una clase práctica, resúmen: dibujando. Mikey seguía a su lado, mirando a detalle lo que hacía la jovencita.

Sabía de buena mano que esa, definitivamente, tenía que ser una de las primeras veces de ella haciéndolo. Eso lo hizo apretar los puños. ¿Qué tan grande podía haber sido el infierno por el que su hija había tenido que pasar? Un niño que no hubiera dibujado nunca era algo inconseguible, inapropiado, sinónimo de poco tiempo e ilusión.

La pequeña no se dio cuenta del semblante de ira que proyectaba su padre. Estaba muy concentrada probando sus plumones sobre aquella hoja blanca. Se estaba divirtiendo, curiosamente.

El teléfono de Manjirō comenzó a sonar. Él miró la pantalla, y al ver de quién se trataba se levantó de la mesa. Caminó hasta su puerta y la abrió.

—Hola —saludó Mirai desde el otro lado, mientras se recogía el cabello en un moño alto.

—Pasa, MiMi —pidió Mikey, haciéndose a un lado.

La fémina obedeció y se adentró en el departamento. Cerró la puerta a sus espaldas y saludó a su novio con un corto beso en los labios antes de comenzar a caminar hacia la mesa.

Se había hecho costumbre aquello. Cuando Mirai salía del trabajo iba a su casa, se aseaba, organizaba alguna que otra cosa y luego iba de intrusa al departamento de los Sano, lugar donde pasaba casi todo el tiempo.

Solían compartir muchas horas con Midori para compensar los malos ratos que debió haber pasado. Algunas veces veían películas, otras jugaban, otras salían a dar paseos. Otras simplemente preferían quedarse sentados en el sofá sin hacer nada, abrazados mientras veían a la pequeña divertirse con las muñecas que le habían comprado.

Ese también era un día pacífico sin mucho que contar. Manjirō había logrado raptar a Midori de los brazos del robahijas —Haruto—. Mirai había regresado del trabajo y tenía mucho tiempo para su nueva familia. Midori disfrutava la jirafa que la Hoshisora le enseñaba hacer; cabía aclarar que ella era mucho mejor maestra que su padre.

Pero entonces, ocurrió... Porque cuando menos lo esperamos, en los días más triviales, suceden las mayores tragedias.

La puerta del departamento sonó nuevamente, desconcertando a Manjirō. No porque le molestara abrir, más bien porque eran más de las nueve de la noche y no tenía ni idea de quién podía ser.

Grande la sorpresa al descubrir, del otro lado del umbral, a Honoka con una gigantesca sonrisa falsa. La chica vestía sus mejores ajuares, tenía su largo cabello suelto, peinado.

—Buenas noches, Mikey-kun —saludó, rocinante, desbordante de alegría.

Aún así, el mencionado distinguió el tono de hipocresía en su voz. No le gustaba, y como tal, cerró la puerta sin decir nada, con una expresión seria y muerta. Hizo el ademán de caminar hacia la mesa, pero el sonido de su ex amante tocando lo detuvo.

Chorreó los dientes e hizo sus manos puños nuevamente. Jamás perdonaría a esa mujer por dejar pasar a Midori un infierno, verla solo lo enfurecía más. Se dió media vuelta y abrió bruscamente la puerta.

—¿Qué quieres, Honoka?

—¿Ya no me llamas Honky? —cuestionó la rubia, con un deje de desilución. Todo fingido, por supuesto.

—No tengo tiempo para tí. Ve al grano —tajó, asqueado. Quería mandarla a la mierda.

—He venido a recuperar a mi hija, y a tí, por supuesto —confesó la mujer, haciendo ojitos de cordero indefenso. Se acercó a Manjirō y colocó una mano en su pecho desvergonzada. Intentó ponerse de puntillas y darle un beso.

El hombre la detuvo, tomó la mano de Honoka con la suya y la empujó ligeramente para que no lo tocara. Le daba hasta risa.

Ella siempre tan veloz. Parecía la escena de hacía unos meses, pero a la inversa. Él no era tonto, ya sabía por qué había venido hasta allí, después de todo, Honoka siempre había sido una perra interesada.

—¿A qué viene toda esa mierda? —inquirió, frunciendo el ceño. La separó y volvió a colocarla del otro lado de la puerta. No la quería ni dentro de su apartamento.

—Quiero que seamos una familia. Por favor no seas cruel —lloriqueó. Sacó de su bolso un pequeño pañuelo, con el cual se limpió sus lágrimas falsas—. Me he equivocado y soy consciente, pero quiero enmendarlo. Quiero que sepas que te amo, a tí y a Midori.

Manjirō dibujó una sonrisa de medio—. Vete a la mierda.

Tras aquella declaración que había querido hacer desde que la vio, cerró nuevamente la puerta y esta vez no le importaron los llamados desesperados de la mujer. Siguió caminando hasta la mesa.

Por supuesto que Honoka no estaba allí por amor. Seguramente había leído en las noticias lo de su posible regreso a la casa Sano. Ella sabía de buena mano lo bien colocados económicamente que estaban y seguramente por eso se había enredado con Mikey en el pasado.

El protagonista no esperó encontrar semejante escena al regresar, pero ahí estaba.

Midori sostenía el plumón en la misma posición, apretándolo con fuerza contra la hoja. A la vez, sus pequeñas manos, es más, todo su cuerpo temblaba. Tenía los ojos abiertos con las pupilas sin dilatación alguna, miraba a la mesa. Balbuceaba cosas sin sentido. Parecía perdida.

—Ri-chan, ¿qué te sucede? —preguntó Mirai preocupada. Le quitó el plumón y colocó su mano en la mejilla de la nena para obligarla a mirarla—. ¿Estás bien?

Manjirō se posicionó en silencio junto a Mirai, de pie. Esperaba impaciente una respuesta por parte de su hija. Lo estaba poniendo bastante tenso verla así.

—Ri-chan —volvió a decir dulcemente Mirai, acariciando la tersa piel de la menor.

Fue suficiente para Mikey, quien se agachó junto a su hija para poder mirarla. Le hizo un gesto a Mirai de que estaba bien y ella entendió, liberando de su agarre a la nena. Utilizando sus manos tomó las de Midori y las acarició con su dedo pulgar.

—¿Qué pasa, Mi-chin? Cuéntamelo —suplicó el rubio. Jamás se mostraba débil ante nadie, pero lo estaba matando esa escena. Ahora él también era un niño indefenso—. Sabes que puedes contar conmigo.

—Yo... Yo... Ho-Honoka-san... Ella... Ella —repitió. Sintió las lágrimas descender por sus mejillas. Sollozó y se lanzó hacia su padre. Lo abrazó del cuello y dejó que él envolviera su cintura. Trató de no llorar en el hombro de la persona que la había salvado de la oscuridad, pero le fue imposible.

La voz de Honoka seguía haciendo eco en su cabeza. Tantos días felices la habían llevado a olvidar la maldición que su madre había impuesto sobre ella.

—¿Qué sucede con ella? —cuestionó nuevamente Manjirō, acariciando el cabello de Midori con una de sus manos, con la otra se encargaba de mantenerla aferrada a él.

—Honoka-kan... No me dejes volver con ella. No-no quiero volver —rogó, con voz entrecortada—. Por favor.

Se formó un pequeño silencio.

Mirai sabía cuál era la pregunta que su pareja quería formular, como también sabía que el no tenía el valor para hacerlo. Ella hizo amago de fuerzas y reunió todo su coraje para formularla, para formular aquello que durante tanto tiempo habían querido saber, aquello que los atormentaba.

—¿Qué te hizo?

—Cuando me portaba mal me castigaba —resumió Midori.

—¿Cómo eran esos castigos? —prosiguió Mikey, sin saber que ahora era él quien se aferraba a su hija, indefenso, molesto y temeroso por lo que estaba a punto de escuchar.


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Palabras del autor:

¿Y si MIKEY se equivocó y la maltratadores si es Honoka? ¿Quién sabe?

Bueno, yo sé... Y creo que ustedes también :)

Muerte a Honoka.

Pa quienes leen Wabi Sabi. Gocemos el doble lo que le hicieron.

Ayuda, quien mantiene la estabilidad emocional de MIKEY después de esto????

Si te está gustando la historia vota y comenta para que llegue a más personas ~(˘▽˘~)(~˘▽˘)~

Lean comiendo palomitas ( ̄ω ̄)🍿

~Sora.

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