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Prólogo


Manjirō lanzaba al aire y recogía las llaves de su apartamento con agilidad una y otra vez, la facilidad con la que hacía semejante acción consecutivamente solo provocaba que tuviera una mirada desinteresada. Recién regresaba de una larga y exaustiva jornada de trabajo. Estando dentro del edificio de la comunidad optó por tomar las escaleras, su hogar quedaba en el segundo piso, tomar el elevador sería una tontería.

En la puerta de la primera casa pudo ver a Chifuyu sostenido un gato en una de sus manos, mientras que con la otra buscaba en el interior de los bolsillos de su pantalón torpemente para encontrar sus llaves. El chico era un amante de los felinos y casi todas las semanas llegaba con uno nuevo, a veces se podían escuchar los maullidos desde el exterior. Se rumorea entre los vecinos —y lo que se rumorea entre los vecinos tiende a ser cierto— que el rubio tiene en su apartarmento más de veinte gatos, y se había mudado hacía menos de seis meses. Nadie sabía mucho de él, ni donde trabajaba, ni a qué se dedicaba.

Un poco más al lado se encontraban Hinata y Alice manteniendo una amena conversación. Ellas eran dos amigas universitarias que alquilaban un piso juntas, la anterior dueña de la casa había conseguido un mejor hogar y en vez de vender su propiedad decidió alquilarla a dos conocidas. Estas chicas solían andar juntas siempre y se llevaban de maravilla con todos los vecinos, cosa que era una gran ventaja en un edificio tan caótico como lo era el suyo.

Independientemente de ellos, en el primer piso solo se encontraba Mirai, una joven que se esmeraba en limpiar con el trapeador el suelo sucio. A alguien se le había roto una maceta en el recibidor y ella seguramente había cargado con el muerto. Mirai era el alma inocente del edificio y todos se aprovechaban de eso, siendo una pediatra total y absolutamente calificada no pintaba nada recogiendo la mierda de otros, pero allí estaba.

—Buenas tardes, Sano-san —saludó la castaña, dedicándole una tímida sonrisa al aludido. Detuvo todos sus movimientos esperando una respuesta por parte del aludido que nunca llegó.

Manjirō la miró por el rabillo del ojo mientras pasaba de largo, aún jugando con sus llaves. No le interesaba mucho involcrarse con ella, le provocaba jaquecas lo buena que era.

—¡Mikey! —exclamó un azabache desde lo alto de las escaleras.

El mencionado alzó la vista para observar a uno de sus mejores amigos, quien hacía una poce triunfante. Seguramente saldría con otra de sus locuras, lo conocía a la perfección. Manjirō llevaba varios años viviendo allí, podrían ser siete u ocho, y aunque Keitsuke y él fueran vecinos casi continuos, no podía decir que su relación se remontara a ese entonces, pues desde que el protagonista tenía uso de razón el Baji había estado en su vida.

—Ahora no, Keitsuke —dijo simple Mikey, comenzando a subir con pasos cansados los peldaños de las escaleras.

Hoy había tenido trabajo extra y se encontraba agotado. En parte era culpa de la gran resaca con la que fue a trabajar. El día anterior había estado toda la noche de fiesta, se emborrachó y se enrolló con alguien cuyo nombre no recordaba, llegó a su casa a las cinco de la mañana, lo que lo había dejado con solo una hora de sueño y un resacón inmenso. Ya era la tercera noche consecutiva que realizaba aquella rutina.

Lo mejor es que no había nadie para regañarlo o reprenderlo, por esa razón se había ido de casa con tan solo diecisiete años. Él quería vivir a su forma, a su loca forma sin arrepentimientos, y esto en más de una ocasión había desencadenado problemas, así que decidió hacerse dueño de sus propias acciones y vaya que había valido la pena.

A la edad de veinticinco años, Sano Manjirō podía asegurar que tenía todo lo que necesitaba y era más feliz que nadie.

Al menos hasta que llegaba a su departamento, porque cuando Mikey abrió su puerta y se coló en el interior aún a pesar de los reproches de Baji, todo seguía igual de desierto y desordenado, justo como lo había dejado hace tres días, hacía una semana, hacía un mes. Oscuro, solitario, desastroso. Odiaba en parte esas cuatro paredes por esa razón.

Manjirō lanzó las llaves con mucha agilidad hacia la mesa de la sala —en donde habían varias prendas de vestir, botellas vacías y el mando del televisor— y se quitó los zapatos antes de adentrarse por completo. Su camino fue directo al refrigerador, un hambre voraz lo atacaba, hacía una hora que no probaba ningún bocadillo.

Vacío, el frigorífico estaba casi vacío, algunas cervezas, dos o tres huevos y una pizza de hacía cuatro días. Era casi como no tener nada, pero algo —por muy pequeño que sea— siempre es mejor que nada. Tomó su pizza y la llevó hacía el microondas, sacó de arriba del aparato la media que se encontraba regada por allí —cuyo par debía estar por alguna parte— y metió de mala gana el alimento para darle dos minutos.

Aprovechó el tiempo que debía esperar para buscar alguna cerveza en el refrigerador, la abrió con mucha facilidad y comenzó a beberla. Justo cuando el sonido del microondas indicaba que la pizza estaba lista, el timbre del departamento sonó incansablemente.

Manjirō lo iba a ignorar para lanzarse a su sofá y ver un poco la tele, pero la insistencia de la persona que solicitaba tan impacientemente su prescencia se lo impidió. Así que, completamente irritado dió zancadas hasta llegar a la puerta y abrirla de golpe.

—¿¡Qué carajos quieres, Baji!? —inquirió con tono molesto y el ceño fruncido. Pero todo su enfado se transformó en confusión al ver delante de él a una mujer que se le hacía conocida de alguna parte.

La tipa tenía una mirada vacía y se encontraba de brazos cruzados mientras se mostraba indiferente. Esos largos cabellos rubios, esos orbes color zafiro, ese rostro ridículamente bello y esas curvas tan refinidas y jodidamente sexys. Manjirō no solía recordar a las mujeres con las que se había acostado alguna vez en su vida, pero sin duda Honoka era la excepción, hasta que la conoció había sido un completo enclenque en la cama. Tuvieron una relación cuando ambos tenían diecisiete años, y si bien el protagonista no había sido virgen cuando comenzaron sus aventuras, fue Honoka quien le mostró a detalle el cuerpo de una mujer, con ella aprendió a tocar, a besar, a tener sexo de verdad.

Sus negros orbes viajeron a sus caderas por puro instinto, y de casualidad la vio. Escondida entre los pies de aquella rubia se encontraba una pequeña niña de aparentemente siete u ocho años. Lo curioso es que parecía una copia de él pero en pequeña. Una niña tímida y callada que se esforzaba por no llorar.

—Mikey, tenemos que hablar —sentenció la mayor, ganándose la mirada del Sano.

El día todavía no había terminado, y las sorpresas recién empezaban.
















Palabras del autor:

Primero que nada, lo sé. Soy estúpida.

"Sora, no has terminado Wabi Sabi" Sisi. Pero Wabi Sabi es un Fanfic largo, este es mucho más cortito y sencillo, le pronostico unos 24 capítulos.

Esto tendrá una onda que nunca antes he visto y no sé cómo madres se me ocurrió, pero perdonen a mi cerebro. Será un fanfic más tranquilito (obvio con su ración de drama normal en mi)

El Mikey del futuro que utilicé para este Fanfic es el pelinegro, porque ya tengo cosas planeadas para los demás :)

Espero que disfruten esta cosita tanto como yo.

Debo nombrar a mi cómplice, la que dibujó e hizo esta bella portada: 000sky-blue000

Gracias por darme tanto, te amo.

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Lean comiendo palomitas ( ̄ω ̄)🍿

~Sora.

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