40. El Departamento de Misterios
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capítulo cuarenta
EL DEPARTAMENTO DE MISTERIOS
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MARATÓN 2/2
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HARRY ABRAZÓ CON FUERZA A CASSIOPEIA AL ENCONTRARSE.
—¡Cassie! —musitó—. No debiste de hacer eso... ¿¡Qué te sucedió en la cara!?
Cassiopeia tenía unos largos arañazos en una mejilla, pero parecía muy satisfecha de sí misma.
—Oh, deberías de ver a los otros —musitó.
Entonces vieron aparecer a Ron, y corriendo detrás de él, a Ginny, Neville, Olivia y Luna. Todos ofrecían un aspecto lamentable, pero al igual que Cassiopeia, estaban contentos.
Ron se dispuso a contar la historia de como lograron librarse de los otros por medio de encantamiento de desarme, rayos aturdidos y un bonito embrujo paralizante mientras que les devolvía las varitas mágicas a Harry y Hermione.
—Debemos de buscar una forma de ir a Londres —anunció Hermione.
—Tendremos que ir volando, ¿no? —soltó Cassiopeia.
—Vale —contestó Harry con enojo, y se volvió hacia ella—. En primer lugar, olvídate del «tendremos», porque tú no vas a ninguna parte, y en segundo lugar...
—En segundo lugar, cállate, Harry Potter —la atacó Cassiopeia cruzándose de brazos—. Sirius es mi tío, debo de ir contigo a salvarlo —añadió exasperada—. ¿Quieres que me quede como una tonta esperando a que tú lo salves teniendo en cuenta que puedes salir herido? No gracias, definitivamente voy contigo.
—No voy a dejar que corras peligro de nuevo, y menos por mi culpa, si te sucede algo...
—Será mi responsabilidad —declaró ella con un tono de autoridad—. No soy una niña, sé tomar mis propias decisiones.
—Es peligroso...
—¿Oigan, podrían dejar su pelea matrimonial a un lado? —habló Ginny, metiéndose en el medio de ambos—. Debemos de salvar a Sirius.
—Ninguno de ustedes vendrá —dijo Harry señalando a los gemelos Longbottom, Cassiopeia, Luna y Ginny—. Ron es el único que tiene una escoba que no esté custodiada por un trol de seguridad, de modo que...
—¡Olivia y yo también tenemos nuestras escobas! —saltó Ginny.
—Sí, pero tú no vienes, Ginny —la atajó Ron.
—Eres demasiado... —empezó a decir Harry, pero Ginny lo interrumpió con fiereza.
—Tengo tres años más de los que tenías tú cuando te enfrentaste a Quien-tú-sabes por la piedra filosofal, y gracias a mí Malfoy está atrapado en el despacho de la profesora Umbridge defendiéndose de unos gigantescos mocos voladores.
—Oigan, no tengo ni puta idea porque le vamos a salvar la vida a un asesino —intervino Olivia—, pero ni crean que nos quedaremos aquí.
—Todos pertenecíamos al ED —dijo Neville con serenidad—. ¿No se trataba de prepararnos para pelear contra Quien-tú-sabes? Pues ésta es la primera ocasión que tenemos de actuar. ¿O es que todo aquello no era más que un juego?
—No, claro que no... —contestó Harry impaciente.
—Entonces nosotros también deberíamos ir —razonó Neville—. Podemos ayudar.
—Bueno, no importa —dijo Harry con frustración—, porque de todos modos todavía no sabemos cómo vamos a ir...
—Creía que eso ya lo habíamos decidido —terció Luna consiguiendo que Harry se desesperara aún más—. ¡Volando!
—Mira —dijo Ron, que ya no podía contenerse—, tú quizá puedas volar sin escoba, pero a los demás no nos crecen alas cada vez que...
—Hay otras formas de volar —puntualizó Luna y señaló hacia el bosque.
Harry se dio la vuelta. Entre dos árboles había dos thestrals que observaban a los chicos como si entendieran cada palabra de la conversación que estaban manteniendo. Los blancos ojos de los animales relucían fantasmagóricamente.
—¡Claro! —susurró, y se acercó a ellos. Los thestrals movieron la cabeza con forma de dragón y agitaron las largas y negras crines; Harry estiró un brazo, ilusionado, y acarició el reluciente cuello del que tenía más cerca—. Sólo hay dos.
—Pues necesitamos tres —sentenció Hermione, que todavía estaba un poco agitada pero decidida a pesar de todo.
—Cinco, Hermione —la corrigió Ginny con el entrecejo fruncido, señalándose a ella y a Cassiopeia.
—Creo que en realidad somos ocho —aclaró Luna con calma, y contó a sus compañeros.
—No digan tonterías, no podemos ir todos —gruñó Harry—. Miren...
—Harry, no es momento de discutir —lo interrumpió Cassiopeia—, se nos acaba el tiempo.
—Está bien, de acuerdo —dijo con aspereza—. Pero si no encontramos más thestrals no podremos...
—Por si no te habías dado cuenta, Hermione y tú están cubiertos de sangre —explicó Ginny fríamente—, y Hagrid utiliza carne cruda para atraer a los thestrals. Supongo que por ese motivo han venido esos dos.
Entonces Harry notó que algo tiraba débilmente de su túnica y giró la cabeza: el thestral que tenía más cerca le lamía la manga, que estaba empapada de la sangre de Grawp.
—De acuerdo —dijo; se le acababa de ocurrir una idea genial—. Ron y yo agarraremos estos dos e iremos por delante; Hermione puede quedarse aquí con ustedes y así atraerá más thestrals...
—¡Yo no pienso quedarme atrás! —chilló Hermione, furiosa.
—No hará falta —afirmó Luna, sonriente—. Mira, ya llegan más... Deben de apestar...
—Está bien —aceptó a regañadientes—. Elijan uno cada uno y móntenlo.
Con ayuda de Luna, Cassiopeia montar el Thestral. El viaje fue realmente raro, porque ella se agarraba de un animal que no podía ver. Al principio su thestral no se movió, pero poco después desplegó las alas con un contundente movimiento que casi derribó a la chica; el caballo se agachó un poco e inmediatamente salió disparado hacia arriba.
El fresco viento azotaba el rostro de Cassiopeia que, con los ojos entrecerrados, miró hacia atrás y vio a algunos de sus compañeros volando tras ella. Dejaron atrás los terrenos de Hogwarts y sobrevolaron Hogsmeade.
De repente Cassiopeia tuvo la impresión de que se precipitaban hacia el suelo, se preparó para recibir un fuerte impacto, pero al parecer el caballo se posó en el suelo suavemente, como una sombra. Miró alrededor y vio la calle con el contenedor rebosante y la cabina telefónica destrozada, ambos descoloridos, bajo el resplandor anaranjado de las farolas.
Harry ya había aterrizado, así que se acercó a ella y le ayudó a bajar.
—¿Estás bien?
—Ha sido lo más raro que he hecho en toda mi vida —respondió.
Los demás no demoraron en llegar.
—Por aquí —indicó Harry.
Guio rápidamente a sus compañeros hasta la desvencijada cabina telefónica y abrió la puerta. Todos entraron, obedientes.
—El que esté más cerca del teléfono, que marque seis, dos, cuatro, cuatro, dos —ordenó Harry.
La que estaba más cerca era Olivia, así que le dio un empujón para poder marcar aquellos números. Una voz salió pidiéndoles que se identifiquen y fue Harry quien rápidamente nombró a los ochos personas. Tuvieron que colgarse unas chapas que decían su nombre y el motivo por el cual estaban ahí cuando comenzaron a bajar.
—El Ministerio de Magia les desea buenas noches —dijo la voz de mujer.
La puerta de la cabina telefónica se abrió y todos salieron.
—¡Vamos! —indicó Harry en voz baja, y los ocho echaron a correr por el vestíbulo guiados por él; pasaron junto a la fuente y se dirigieron hacia una mesa vacía.
Harry pulsó el botón y un ascensor apareció tintineando ante ellos casi de inmediato. La reja dorada se abrió produciendo un fuerte ruido metálico, y los chicos entraron precipitadamente en el ascensor. Harry pulsó el botón con el número nueve; la reja volvió a cerrarse con estrépito y el ascensor empezó a descender, traqueteando y tintineando de nuevo. La reja se abrió. Los chicos salieron al pasillo, donde sólo vieron moverse las antorchas más cercanas, cuyas llamas vacilaban agitadas por la corriente de aire provocada por el ascensor.
—¡Vamos! —volvió a susurrar, y guio a sus compañeros por el pasillo—. Bueno, escuchen —dijo Harry, y se detuvo otra vez a dos metros de la puerta—. Quizá... quizá dos de nosotros deberían quedarse aquí para... para vigilar y...
—¿Y cómo vamos a avisarte si viene alguien? —le preguntó Ginny alzando las cejas—. Podrías estar a kilómetros de aquí.
—Nosotros vamos contigo, Harry —declaró Neville.
—Sí, Harry, vamos —dijo Olivia con firmeza.
—No te dejaremos solo, Harry —afirmó Cassiopeia.
Harry no quería llevárselos a todos, pero le pareció que no tenía alternativa. Se volvió hacia la puerta y echó a andar. La puerta se abrió y Harry siguió adelante, y los demás cruzaron el umbral tras él.
Se encontraron en una gran sala circular. Todo era de color negro, incluidos el suelo y el techo; alrededor de la negra y curva pared había una serie de puertas negras idénticas, sin picaporte y sin distintivo alguno, situadas a intervalos regulares, e, intercalados entre ellas, unos candelabros con velas de llama azul.
—Que alguien cierre la puerta —pidió Harry en voz baja.
En cuanto Neville obedeció su orden, Harry lamentó haberla dado. Sin el largo haz de luz que llegaba del pasillo iluminado con antorchas que habían dejado atrás, la sala quedó tan oscura que al principio sólo vieron las temblorosas llamas azules de las velas y sus fantasmagóricos reflejos en el suelo.
Mientras contemplaba las que tenía delante, intentando decidir cuál debía abrir, se oyó un fuerte estruendo y las velas empezaron a desplazarse hacia un lado. La pared circular estaba rotando. Durante unos segundos, mientras la pared giraba, las llamas azules que los rodeaban se desdibujaron y trazaron una única línea luminosa que parecía de neón; entonces, tan repentinamente como había empezado, el estruendo cesó y todo volvió a quedarse quieto. Harry tenía unas franjas de color azul grabadas en la retina; era lo único que veía.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Ron con temor.
—¡Por aquí!
Harry guio a sus compañeros por el reducido espacio que había entre las filas de mesas y se dirigió, como había hecho en su sueño, hacia la fuente de la luz: la campana de cristal, tan alta como él, que estaba sobre una mesa y en cuyo interior se arremolinaba una fulgurante corriente de aire.
—¡Oh, miren! —exclamó Ginny conforme se acercaban a la campana de cristal, y señaló su interior.
Flotando en la luminosa corriente del interior había un diminuto huevo que brillaba como una joya. Al ascender, el huevo se resquebrajó y se abrió, y de dentro salió un colibrí que fue transportado hasta lo alto de la campana, pero al ser atrapado de nuevo por el aire, sus plumas se empaparon y se enmarañaron; luego, cuando descendió hasta la base de la campana, volvió a quedar encerrado en su huevo.
—¡No se detengan! —dijo Harry con aspereza, porque Ginny parecía dispuesta a quedarse allí mirando cómo el colibrí volvía a salir del huevo—. Es ésta —repitió Harry. El corazón le latía con tal violencia que apenas podía hablar—. Es por aquí...
Echó un vistazo a sus compañeros; todos llevaban la varita en la mano y de pronto habían adoptado una expresión muy seria y vigilante. Harry se colocó frente a la puerta, que se abrió en cuanto la empujó. Habían encontrado lo que buscaban: una sala de techo elevadísimo, como el de una iglesia, donde no había más que hileras de altísimas estanterías llenas de pequeñas y polvorientas esferas de cristal. Estas brillaban débilmente, bañadas por la luz de unos candelabros dispuestos a intervalos a lo largo de las estanterías.
Harry avanzó con sigilo y escudriñó uno de los oscuros pasillos que había entre dos hileras de estanterías. No oyó nada ni vio señal alguna de movimiento.
—Dijiste que era el pasillo número noventa y siete —susurró Hermione.
—Sí —confirmó Harry, y miró hacia el extremo de la estantería que tenía más cerca. Debajo del candelabro con velas de llama azulada vio una cifra plateada: cincuenta y tres.
—Creo que tenemos que ir hacia la derecha —apuntó Hermione mientras miraba con los ojos entornados hacia la siguiente hilera—. Sí, ésa es la cincuenta y cuatro...
El grupo avanzó con lentitud girando la cabeza hacia atrás a medida que recorría los largos pasillos de estanterías, cuyos extremos quedaban casi completamente a oscuras. Había unas diminutas y amarillentas etiquetas pegadas bajo cada una de las esferas de cristal que reposaban en los estantes.
Pasaron por la estantería número ochenta y cuatro..., por la ochenta y cinco... Harry aguzaba el oído, atento al más leve sonido que indicara movimiento
—¡Noventa y siete! —susurró entonces Hermione.
Se apiñaron alrededor del final de la estantería y miraron hacia el fondo del pasillo correspondiente. Allí no había nadie.
—Está al final de todo —dijo Harry, y notó que tenía la boca un poco seca—. Desde aquí no se ve bien.
Y los guio entre las dos altísimas estanterías llenas de esferas de cristal, algunas de las cuales relucían débilmente cuando ellos pasaban por delante.
—Tendría que estar por aquí cerca —afirmó Harry en voz baja—. Podríamos tropezar con él en cualquier momento...
—Harry... —insinuó Hermione, vacilante, pero él no se molestó en contestar. Ahora tenía la boca como el cartón.
—Por aquí... Estoy seguro... —repitió. Habían llegado al final de la estantería, donde había otro candelabro. Allí no había nadie. Sólo se percibía un silencio resonante y misterioso, cargado del polvo que había en aquel lugar—. Podría estar... —susurró Harry con voz ronca escudriñando el siguiente pasillo—. O quizá...
—Harry... —exclamó entonces Ron—. ¿Has visto esto? —le preguntó.
Se acercó a donde estaban los demás, pero sólo vio a Ron, que examinaba atentamente las esferas de cristal que había en la estantería.
—¿Qué ocurre? —inquirió Harry con desánimo.
—Lleva..., lleva tu nombre —contestó Ron.
Harry se acercó un poco más. Ron señalaba una de las pequeñas esferas de cristal que relucía con una débil luz interior, aunque estaba cubierta de polvo y parecía que nadie la había tocado durante años.
—¿Mi nombre? —se extrañó Harry.
Se acercó a la estantería. Como no era tan alto como Ron, tuvo que estirar el cuello para leer la etiqueta amarillenta que estaba pegada en el estante, justo debajo de una de las esferas. Había una fecha de unos dieciséis años atrás escrita con trazos finos, y debajo la siguiente inscripción:
S.P.T. a A.P.W.B.D.
Señor Tenebroso
y (?) Harry Potter
Harry se quedó mirando la etiqueta.
—¿Qué es? —preguntó Ron con inquietud—. ¿Por qué está escrito ahí tu nombre? —Echó un vistazo a las otras etiquetas de aquel estante.
—Creo que no deberías tocarla, Harry —opinó Hermione al ver que Harry estiraba un brazo.
—¿Por qué no? —repuso él—. Tiene algo que ver conmigo, ¿no?
—No lo hagas, Harry —dijo de pronto Neville.
Harry lo miró. El redondo rostro de su compañero estaba cubierto de sudor. Daba la impresión de que ya no podía aguantar más misterio.
—Lleva mi nombre —insistió Harry.
Y con la vaga sensación de que estaba cometiendo una imprudencia, puso las manos alrededor de la polvorienta bola de cristal. Harry levantó la bola de cristal y la miró fijamente. Pero no pasó nada. Los demás se colocaron alrededor de Harry y contemplaron la esfera mientras él le quitaba el polvo.
Y entonces, a sus espaldas, una voz que arrastraba las palabras dijo:
—Muy bien, Potter. Ahora date la vuelta, muy despacio, y dame eso.
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