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HOMCOS

HOMCOS

Cuando la única estrella que iluminaba el mundo decidió, por voluntad o por designio divino, separarse de sí misma en siete astros menores, la tierra, sumiéndose en oscuridad durante cuarenta días con sus cuarenta noches, creó, por necesidad, para evitar su destrucción total, a los hombres del inframundo. Y pidió la ayuda de un Dios al que no se debe pedir nada, pues Él es la mismísima Nada, el Bartûzham, el Señor de los Infiernos, que habita en el Centro de la Tierra.

Los hombres, sin entender en verdad lo que ocurría, pues sus visiones eran ciegas y sus preocupaciones mundanas les impedían comprender los grandes cambios, pasaron por alto cada una de las señales que aquellas hercúleas batallas y la oscuridad del cielo estrellado sin sol les estaban profetizando. Y cuando ya todo parecía que, irremediablemente, conducía a la destrucción total y absoluta del mundo conocido por los humanos, Bartûzham, bañado por el líquido y ardiente centro del devastado planeta, creó, respondiendo a la llamada de la Tierra, y de la misma materia férrea de la que él se compone, unos seres oscuros y pesados como montañas, pero de proporciones similares a las de los hombres. Fueron nombrados "Homcos" por los humanos. "Bestias Negras" por los animales que cobraron el don de la palabra, en un acto de cruel gratitud, con la única y pérfida intención de servirles como espías a su servicio. Comenzaban los Cien Años Oscuros.

Y en aquel mismo instante, en el que las siete estrellas reinaban en los cielos, los hombres oscuros u Homcos, con sus ropajes oscuros, sin rostros, enfundados en máscaras que asemejan una segunda piel de alquitrán, fuertes como el hierro y armados con espadas de un material desconocido y completamente indestructible, emergieron desde el interior de la tierra para someter a los hombres a un nuevo orden mundial de esclavitud.

Aconteció, milenios antes de los Cien Años de oscuridad, que los dioses de los seres vivientes libraron una gran batalla contra Arioc: el buen Dios del Reino Vegetal que sucumbió a los encantos de la envidia, pecado tomado de los humanos e inexistente en su mundo. Y así fue que destruyó las obras animales de sus tres hermanos; Atul, el rudo pero buen Dios de la Tierra; Mastoc, el fluido y ondulante Dios de las Aguas, y Ekwa, el hermoso y ligero Dios de los Cielos

Bartûzham castigó y maldijo al Dios Arioc, cuando éste, huyendo de la ira de sus tres hermanos furiosos por su crueldad y llenos de odio, cayó por una gruta en la montaña hasta el centro del planeta molestando su eterno y cálido descanso. Le convirtió en un engendro monstruoso y mentiroso para toda su eternidad. Lo apresó en el Bosque Andante acompañado por sus tres menguados hermanos, convertidos en furiosas comadrejas carnívoras...

De esta forma y manera, nació la leyenda del Manantial Sagrado, aquella en la que se dice que solo los hombres que beban de las áureas aguas del Manantial, situado en el centro del Bosque de los Grandes Árboles, pueden salvarse de la esclavitud de este mundo, custodiado por los Homcos y gobernado desde el submundo por el cuarto Dios, el más poderoso de entre todos los dioses del planeta Gaia: Bartûzham.

Cuentan los mayores, los ancianos y los juglares, que una joven mujer con el extraño don de escuchar y comprender a los demonios de este mundo, pudo redimir los pecados de los hombres y de los dioses. Pero nada de lo escrito hubiera sido más que palabrería hueca, mecida por las hojas de los fríos vientos del norte, si Arioc el maldito no la hubiera encontrado.

Dicen, las buenas lenguas, que tampoco se hubiera llegado al final de la maldición, si ella no le hubiera escuchado y comprendido. Y aconteció que de entre todas las mentiras que por la boca del engendro salieron, creyó la verdadera historia que el Dios maldito le contó. Arioc amó a la mujer, y ésta le salvó de su mentirosa existencia.

Y fue un hecho que todos los seres vivientes congregados alrededor de Arioc, preso en el Bosque Andante, pudieron contemplar a la mujer, cuyo nombre es Amanda, buscar el Manantial Sagrado en la Tierra de los Grandes Árboles, y ofrecer a Arioc y sus hermanos, no sin sentir antes grandes contradicciones en su interior, el agua sagrada, quebrando la maldición que, por sortilegio de Bartûzham junto con la Madre Tierra, castigaba a los dioses del mundo desde milenios y, desde los Cien Años Oscuros, a los hombres .

FIN.

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