Nazareth (31)
Mis manos no están limpias.
Arrodillada junto a la enorme cama de su madre, Nazareth Kramer recostó la mejilla sobre su mano; estaba llena de manchas y la piel era ya bastante pálida y quebradiza. Hacía muchos días que murmuraba en sueños, delirando; los doctores no podían hacer nada salvo asegurarse de que el final fuera lo menos doloroso posible. El cáncer se había esparcido por todo su cuerpo, así que no había droga alguna que pudiera calmarla. Y mucho peor: ella no quería morfina. No quería medicamentos. No quería nada.
Nazareth había roto en llanto tras mirar una última vez su sonrisa. En silencio, se fijó lo que la enfermera le acababa de suministrar.
—¿En verdad la calmará? —preguntó, aturdida.
Ya que su madre no era consciente de lo que ocurría a su alrededor, su padre había autorizado, finalmente, la droga. La enfermera dio un largo suspiró, se acercó a Naza, le puso la mano en el hombro y dijo—: Lo suficiente para que duerma tranquila.
Víctima de la pena, Naza se puso de pie sin considerar la grosería a la mujer que solo intentaba consolarla. Pero no había consuelo alguno que buscar en esa habitación. Se inclinó para besar la frente de su madre y se quedó mirándola; llevaba una cadena de oro blanco colgada del cuello, tan antigua como la casa en la que vivían, que les había pertenecido a cinco generaciones de Kramers.
Abandonó la habitación con esa imagen en su cabeza; la de una cruz de oro junto al corazón de una creyente moribunda. Ninguna plegaria le había sido respondida. Su madre llevaba semanas enteras padeciendo dolores. Mientras estaba despierta y tenía noción de lo que ocurría, no había permitido que le inyectasen ningún analgésico, con el pretexto de que la morfina era una droga y ella se reusaba a usar ninguna de ese tipo.
Por eso Nazareth, al llegar al despacho de su padre, donde se encontraba Alex detrás del escritorio, rebuscó el tramadol, no la morfina. La morfina la tenía la enfermera. El tramadol, su padre en una especie de cajón que se encontraba bajo llave.
—Está cerrado —le dijo Alex, sin dejar de escribir en un cuaderno—. Y si buscas la droga, será mejor que lo hagas inyectado.
Se irguió y puso las manos contra el escritorio.
Alex siempre podía predecir lo que haría cuando sabía que era algo malo, del tipo de cosas que los creyentes calificaban como un pecado.
—Necesito hacerlo. No puedo mirarla así un minuto más. —Se atragantó con el nudo de dolor en la garganta—. Ella ya no está.
—La eutanasia es ilegal.
—Alex, si no vas a ayudar, cállate.
—Intento ayudar —Echó la espalda en la enorme silla y la miró a los ojos—. Te hago consciente del delito y del pecado que vas a cometer.
Con un gruñido, Nazareth respiró hondo. Había cerrado los ojos para huir de la mirada de Alex, que se convirtió en poco más que una condena. Sus oraciones no habían tenido respuesta. De modo que le importaban bien poco sus pecados. Seguro que también se quedarían así, sin pago.
Estuvo seis años segura de ello.
Hasta que leyó la carta de Alex y entendió que ni ella, ni él, ni Poppy podían dar su sangre para librar Dunross, y que en realidad había una sola persona que podía decirse con las manos limpias. Aún a su edad, no tenía idea de cómo se sabía si un sentimiento era pasajero o eterno, de la índole de los poetas; pero al mirar el cuchillo y su hoja, e imaginarse su destino, supo que lo que fuera que había nacido entre Charlie y ella... no era pasajero.
Carice la miraba con recelo, pensando si acaso se atrevería.
Había solo un par de cosas que la animaron.
Su corazón ya no servía. Frente a Jane, Charlie no tenía oportunidad. Podía ser que las arterias ya no fueran a recobrarse, y que muriera en soledad en un futuro muy cercano. Si lo hacía, pese a la reticencia, tendría la oportunidad de irse o quedarse. Un lugar de descanso, o la Tierra, el lugar a donde las batallas son todos los días. A pesar de saberlo, Nazareth pensó en sí misma y en lo que le producía empuñar el cuchillo.
La hoja se hundió en el tórax, atravesándole músculos, terminaciones nerviosas, rompiendo las arterias y, finalmente, partiendo el corazón en mitades. Sus manos temblaban al soltar el mango. Había sangre —más— en sus dedos y, cuando se retiró, vio a Eco abalanzarse sobre él; la mirada de Charlie era de confusión. No tuvo tiempo de mirarla a ella, sino que se le doblaron las rodillas; Eco los sostuvo y él se llevó las manos al pecho, quizás porque el impulso del ser humano era siempre el mismo ante una situación de peligro: abrazar la vida.
Pero todos esos años, ni ella ni Charlie lo habían hecho. Lejana al mundo espiritual al que pertenecía, Nazareth se había ido envenenando por pura convicción. Charlie, en su pureza, se había enraizado en el mismo veneno; ambos odiando en secreto la existencia de Alex, sin saber que esa emoción era el reflejo de sí mismos. Solo había una diferencia; que Nazareth le había quitado el aliento a su propia madre, con el pretexto de salvarla del dolor, pero el dolor que había aplacado había sido el suyo. Charlie, no. Él se había latigado año tras año con la tortura. Había abrazado, en lugar de su vida, la pérdida. Y Jane aprovechó ese resquicio de debilidad en él, la soberbia, el rencor en contra de su propio padre, todo aquello que lo hacía ser buena persona.
Estaban rodeados de mentiras... Todas ellas intangibles y, posiblemente, absurdas para el resto del mundo.
Gateando, se acercó a Carice y vio por primera vez su cuerpo sin apartar la mirada. Al rodearlo, se fijó en la marca que se le había formado en el pecho, allí donde Carice le había quitado la camisa para mirar la herida tan profunda.
—Solo puedo elegir a uno —dijo el ángel.
Nazareth se levantó, temblando. Le dolían las piernas.
Y le dolía el alma.
Charlie era su nieto, el último de la familia, al que Carice defendería hasta el final; por muy oscuro que pareciera, le dio la impresión de que todos lo sabían. Todos, menos Eco.
Cuando se levantó y fue hasta la puerta, la pesadez de Dunross había desaparecido. Alex no estaba. Charlie no estaba. Y ella tenía que afrontar la culpa; le iba a durar toda una existencia. Le pidió en silencio a Dios que no la torturara con ello más de lo necesario; lo acepto; es mi culpa, por favor, no me castigues.
Había odio en esas palabras.
Porque, ¿a qué tipo de ritual se había prestado para resanar el daño hecho? Antes de dormirse para siempre, después de haberle inyectado el tramadol, su madre había despertado. Ella aguardaba. La mirada vidriosa y soñolienta se posó en sus ojos y la recorrió un horrible pesar.
—Recuerda que te amo.
Logró asentir, pero no le dijo nada; porque si lo hacía, iba a llorar. Y Nazareth no lloraba.
Nunca.
Hasta llegar a Dunross y ver a Charlie y a Alex juntos.
—Se trata del amor —le susurró Poppy. Bajaban las escaleras—. Siempre es acerca del amor. Las desgracias, las traiciones, todo lo malo y lo bueno. A veces no es hacia una persona. A veces es a un legado, a una pintura, a un recuerdo; pero crímenes atroces se cometen en nombre del amor.
Puso una mano en la piedra fría. Tenía náuseas y al mirarse las uñas llenas de la sangre de Charlie, no lo resistió más. Poppy se le colocó en frente, con las cejas pelirrojas alzadas.
—Hiciste lo que tenías que hacer. Volverá. Y estará limpio.
—No se trata de si vuelve o no —espetó, trémula—; se trata de lo que acabo de hacerle. Había algo entre nosotros y lo he matado. No a él, el amor. Lo que sea que pudo haber sido.
—Charlie entenderá. Necesitaba una vida nueva... Sin veneno ni maldición. Es la filosofía del Espíritu.
Anegada, Nazareth bajó los últimos peldaños. Rodeó a Poppy para salir al pasillo y salió del castillo todavía con ese pensamiento rumiándole la conciencia. La parte Norte de Dunross se encontraba sumergida en tonos grisáceos, tristes, el viento parecía llorar, hasta las plantas se habían entristecido; a donde quiera que pusiera la vista, veía el lamento de las almas que gobernaban Dunross. Estaba ciega del manto, no podía verlos, así que se giró a Poppy, que le dio alcance en la salida.
La mayoría de los cristales en las ventanas estaban rotos.
Mirando hacia la Torre alta, Naza ignoró a su padre, en la escalinata; ignoró a Dune, que le revisaba el pulso a Alex. Ignoró todo para concentrarse en un único deseo.
Por favor, haz que funcione.
—Se marchan —susurró Poppy; estaba abrazada de sí misma y miraba a todos lados—. Son libres.
—¿Cuántas había? —preguntó.
—Cientos. Pienso que mil. Eso explicaría el poder persuasivo de Jane y la manera en la que podía moverse con los Mornay.
Nazareth la miró. El cielo iba a llorar en cualquier instante.
—Carice...
—Los ángeles siempre son enviados con un motivo.
La amargura se incrustó en su paladar.
—¿Y por qué motivo no envía ángeles a cambiar el corazón de todos los que son víctimas de injusticias?
—La gran mayoría de la población creyente, cree mal. Y la gran mayoría de la población no creyente, tiene médicos, no dioses. Así es esto. Aunque, si lo dices por tu madre, el cáncer fue culpa de tu padre, no tuya. Y lo que tú hayas hecho en adelante, es tu pecado, no de tu padre.
—Gran gurú espiritual que eres.
—Soy bruja, no gurú —refunfuñó Poppy. Nazareth intentó girarse para ir a Alex, pero Poppy le sujetó el brazo—. Él no te odiará por esto, Naza. Y va a necesitarte al despertar.
—Ya me odio yo a mí misma. Y en eso Charlie no va a ayudarme.
Bajó los tres escalones y se quedó mirando cómo Elmar Kramer se había sentado, rendido, a los pies de Alex. Su pupilo. Nazareth sintió de pronto todo el repudio y la saña que no había logrado concebir todos aquellos años. Admiraba tanto a su padre que mirarlo así, después de haber ocultado la índole del cáncer de su madre, la naturaleza de Alex, y haberle usado como un títere... Casi le hizo vomitar.
Observó, intranquila, el aspecto de su rostro; la sangre rodeaba su cabeza. Algunos huesos se habían roto, pero en su mayoría, las heridas parecían internas. Ya tenía los ojos cerrados por completo. Dune se sentó sobre sus talones y alzó la vista.
—No sé cómo vamos a explicar esto...
—Será muy sencillo —aludió Nazareth, con voz fría. Miró a su padre—; ¿verdad, papá?
—Jamás lo entenderías. Aún ahora, has visto, y no entiendes.
—Si hubieras dicho algo, habrías podido ayudar a Alex.
Elmar sacudió la cabeza; tenía el pelo enmarañado cuando se levantó de la piedra. Dio un par de zancadas hacia ella y la estudió.
—No soy Dios. No disuelvo pactos con el diablo. Alex hizo uno; inútil porque Jane ya había vendido su alma. Y pagó con su propia vida. El demonio que lo habitaba tenía la potestad de sus actos. Lo que ves ahora, es el intento de Alex por redimirse. Su alma ya no pertenecía aquí. El plano terrenal lo superó hace mucho. Pero tú, Naza, te niegas a ver; lejos de este mundo —alzó las manos como si pudiera señalar la Tierra en todos sus confines— eres incapaz de entender cómo se actúa.
—Alex leyó el diccionario —intervino Poppy—. Lo que sea que haya dicho... desató a Jane del castillo. Pero él...
—Saltó con ella. Como ha hecho siempre.
Elmar Kramer miró una última vez a Alex y se dispuso a bajar las escaleras para marcharse por el otro lado del jardín, hacia el solar. Nazareth vio su figura avanzar entre las zarzas. Vio que se tambaleaba a veces para caminar, vio que se llevaba la mano al pelo entrecano y que negaba con la cabeza antes de perderse entre el jardín.
Después de perderlo de vista, se centró en las nubes álgidas del cielo. Comenzaba a tener frío.
—Iré a buscar a Eco —dijo Dune, irguiéndose. Poppy y ella no se movieron. Él, sin embargo, regresó sobre sus pasos y le preguntó a la pelirroja—: ¿A ti no te ha pasado nada, cierto?
—Estoy bien —dijo Poppy, encogiéndose de hombros.
Naza se arrodilló para mirar más de cerca a Alex. Le acomodó un mechón de pelo y se inclinó para, al igual que a su madre, dejarle un beso en la frente. Le acarició la piel fría allí, con el pulgar, mientras suspiraba. No le dolía nada. Por algún motivo, en su mente, había una explicación para los actos tan confusos de Alex. La noche que entró en su alcoba, tras le muerte de su madre; la desaparición de su vida, el cómo la evitaba desde entonces; había explicación para que le hubiera escrito esa carta y para la tarea tan horripilante que le había mandado.
La crucifixión es el símbolo del renacer.
No lo olvidaría nunca.
Elige tú. Es tu vida.
—Eres un monstruo, Alex —dijo, como si él pudiera escucharla—. Me has dado a elegir sabiendo que yo elegiría esto; no sé si darte las gracias o apuñalarte a ti también. Aunque, por lo visto, has conseguido lo que querías. Que Charlie empiece de nuevo, y tú irte sin darme una razón. No me basta con la carta. —Contuvo el aire—. Quiero saber por qué a mí.
Se sacó el diccionario de la pretina del pantalón.
Lo miró. Estaba lleno de sangre. En la primera hoja en blanco que encontró, desatada ya, había una dedicatoria.
Para Naza.
—Es una responsabilidad sangrienta —consideró Poppy, que se acuclilló a su lado—. Alex sabe.
—Pero yo no.
—Eres capaz, Nazareth. Cuidar de un objeto así...
—Alex dijo que se renuncia a todo por el conocimiento. Pero, ¿por qué tuve que elegir yo?
—Es algo que solo le podrías preguntar a él —ella también lo miraba—. Las acciones de Alex siempre sobrepasan mi entendimiento. De hecho, nunca entendí por qué razón no le contó la verdad a Charlie, pero cuando vi a Jane prendada de él como un parásito... Es difícil no saber que la vida no es vida de ese modo. Antes, cuando nos veíamos, siempre parecía estar pensando en cosas terribles; yo no veía a Jane a su lado, pero veía la negatividad en él. Alex me dijo que Jane era la causa del cáncer de George, así que me fue sencillo imaginar qué le ocurriría a Charlie entonces. Y no faltaba mucho para ello.
Indecisa, Nazareth se percató de la presencia de Eco. Dune parecía absorto. No la miró. Y pensó en Charlie... tendido arriba. Instintivamente, alzó la vista a la monstruosa Torre del Reloj; Carice estaba en la ventana. Se dio la vuelta y pronto se perdió en el interior. Clavó la vista unos segundos más y luego la puso en el sitio donde antes había estado Alex.
—Quiero que me hagas un favor, Poppy —dijo.
Ambas se pusieron de pie.
Pasaban muchas cosas alrededor; su padre aguardaba en el solar. Las autoridades vendrían. Dune le haría preguntas, y Eco seguiría furioso con ella. Nazareth sentía que no tenía valor para enfrentarse a ellos. Así que se envaró frente a la bruja y cerró los ojos.
—Estaré en el solar hasta que Charlie despierte. —Parpadeó—. ¿Podrías traer mi equipaje, y el resto de mis cosas?
—Nazareth... —intentó negar la otra.
—Llevará esa cicatriz toda la vida; el recuerdo es etéreo, pero la cicatriz, no. No voy a olvidarlo. No sé qué va a pasar, pero si me quedo un minuto más en este sitio, perderé lo poco que me queda.
—Entonces has elegido el diccionario.
—Charlie estará bien.
—Preguntará por ti.
—Dile que me fui —espetó.
Poppy sacudió la cabeza.
—Al menos explícale qué ocurre. Dile lo que Alex te escribió en esa carta. Entenderá.
—No quiero que entienda, ni mucho menos que me perdone o que diga "era necesario". Quiero que se olvide de mí, de lo que le hicieron. No puedo hacerlo.
Poppy se adelantó un paso y murmuró, con una dureza que Naza no le había oído antes—: El destino cambió. Pero no tus sentimientos. Ese es un artilugio del infierno... Lo estás escogiendo por encima de ti misma. Espero que no te arrepientas.
Se dio la vuelta y pronto había entrado en Dunross otra vez. La sangre del suelo mostró vibraciones cuando las gotas de lluvia empezaron a caer. Nazareth no se movió un centímetro, mientras paladeaba el sabor amargo de la decepción. Tenía un manuscrito en las manos, y le temblaban los dedos a medida que se hacía más consciente de lo que significaba quedárselo.
Hay quienes encuentran equilibrio entre el poder y el amor. Pero los grandes científicos no han podido. Yo no pude. Te lego la decisión porque sé que eres la única capaz de encontrar la respuesta.
¿Qué es más importante? ¿El amor o la sabiduría?
—Maldito seas.
Abandonó a escalinata y bordeó el jardín. Bajo la lluvia, después de caminar hasta el solar, encontró a su padre frente a la chimenea. Miraba las llamas con aspecto demacrado. Nazareth se sentó junto a él. Su padre, en cambio, miró el diccionario.
—¿Qué iban a hacer con él? —inquirió.
Elmar se recostó en la silla y la madera crujió con su peso.
—Ocultarlo —dijo—. Es lo que hacemos. Buscamos los libros y objetos prohibidos, y los alejamos del mundo. —Hizo una mueca de hastío—. No podemos lidiar con ello. Siempre queremos más. —Sonrió, pero su mirada era vacía—. Imagínate si alguien supiera que, con él, se pueden invocar potestades y atarlas a tu voluntad.
—Voy a ducharme —dejó la silla—. Deberías hacer lo mismo. Quiero irme nada más recibir un mensaje importante.
Su padre se irguió.
—No puedes quedártelo.
—Voy a estudiarlo —replicó, y siguió caminando; en el pasillo, a oscuras, le dijo al silencio—: Perdóname, Charlie.
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