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Nazareth (11)




A su lado, Carice parloteaba animadamente sobre todo lo que tenía que hacer en Inverness una vez que hubieran llegado. Eco, el chofer de Aberdeen, conducía en silencio, pero Naza notó que le dirigía miradas muy extrañas cada tanto tiempo; el abrigo que llevaba puesto no la protegía del viento que entraba por la ventanilla del conductor. Sin embargo, como buena estadounidense, se tragó el orgullo y se limitó a mirar los alrededores.

Conforme pasaban las horas, los resultados secos acerca de su padre la ponían en un duro juicio hacia sí misma, siempre más complejo; no quería molestar más a Charlie, y Alex se había perdido de su vista, cosa que la había puesto de mal humor porque sabía que la estaba evitando; lo único que quería era dar con el paradero de Elmar Kramer, y volver a casa, a sus libros, y probablemente a esa novela que había empezado mucho tiempo atrás y que, por el poco tiempo del que gozaba libre, había abandonado luego de escribir un par de páginas.

Respiró muy hondo antes de dirigirle una sonrisa a Carice, quien, a ciencia cierta, había sido su única compañía aquellos días en Dunross. Nazareth, el día anterior, había dado un breve paseo por el ala norte del castillo, lejos de la Torre del Reloj; en uno de los trípticos que se ofrecían en la galería mayor del lugar, se contaba la historia de una mujer que había fallecido allí. Las circunstancias eran extrañas y el comportamiento de la servidumbre, cuando preguntó, lo fue en mayor medida.

—Ya vas a ver cómo vamos a dar con tu padre —intentó tranquilizarla la otra mujer.

Nazareth no hizo más que asentir. Casi había perdido el habla común tras el incidente de Charlie.

Al conocerlo, había comprendido que, sí o sí, el hijo del conde y Alex tenían asuntos pendientes. Lo primero que hizo él fue ofrecerle la mano, pero la caricia que siguió —en América eso era una caricia— la obligó a envararse, recordando que estaba lejos de su cultura fría y austera y que, del otro lado del charco, la gente todavía hablaba sobre leyendas. Por doquier se respiraba un aroma cuidado, a flores repartidas por todos los pasillos, y la gente tomaba té a todas horas. Había cuadros con representaciones celtas, pergaminos, paredes llenas de dibujos históricos sobre los clanes antiguos. Y luego estaban los modales de Charlie, que eran los de un príncipe bien parecido, aunque su mirada reflejaba una profunda tristeza, como si no quisiera estar, verdaderamente, en ningún lado.

Naza no lo entendió al inicio. Pero, por la tarde, cuando Charlie había sufrido el infarto, Nazareth entendió parte del mal que lo aquejaba. Había estado presente, mientras él le pedía que se sentara en un canapé bastante cómodo y lujoso; aun así, ni el brocado ni el hecho de que Charlie tenía los ojos tan azules que parecían trasparentes —una exageración por su parte—, le sirvieron para desviar la mente de lo que le había preocupado durante el viaje. Supuso que todos los nobles eran así de perspicaces, y se preguntó si en realidad el periodista había visto el peor lado de Charles Mornay. Porque lo que ella veía en él era a una persona culta, sofisticada y, lo que importaba de veras, rota.

Todo lo que le pasó por la mente cuando él hizo, primeramente, ese gesto de dolor al tiempo que se llevaba la mano el pecho, fue una súplica. Él había tratado de explicarle que sabía qué cosa significaba el recado de Elmar.

—No es un criptograma —le dijo, antes de inmediato cerrar los ojos y ponerse de pie, como si intentara alcanzar más aire.

En seguida, se desplomó en el suelo, inconsciente.

Y Nazareth se lo quedó mirando, mientras el chofer corpulento se dejaba caer a su lado y le buscaba el pulso, con un frenesí que la hizo creer que hasta el servicio tenía en alta estima a aquel hombre. Por su parte, tras oír que Eco decía que no había pulso, se arrodilló junto al cuerpo inerte de Charlie y buscó algún signo vital, esperanzada.

Entonces Eco dijo que el corazón no le latía. Nazareth le dirigió una mirada fortuita a Carice. De horror.

Por favor, no te mueras.

Apretó los ojos al evocar sus propios pensamientos. Tenía prácticamente ningún recuerdo sobre él, pero de pronto la misión de cruzar más que una palabra la sosegó. Quería que le contase qué era lo que su padre había escrito en aquella hoja, sino un criptograma, quería preguntarle por qué Alex y él habían dejado de frecuentarse, como había dicho Duncan. Y quería que tuviera la oportunidad de mirar diferente.

Que sepa lo que es la paz.

Nazareth, a pesar de no saber qué tipo de hombre era, de pronto albergó el más insignificante de los deseos. No le había visto sonreír, ni en la biblioteca ni en su despacho, cuando se reunieron allí en compañía de Eco, al que Carice había enviado para que no estuvieran solos por completo. Lo que le indicó a Nazareth que el decoro, en esa parte del mundo, seguía siendo el quid de toda relación.

La idea la hizo sonreír.

Que la trataran como a una virgen era una ironía bastante cruel si se la planteaba un aristócrata, o la asistente de un aristócrata, pero tuvo que reparar en una cuestión importante: Charlie se portaba como le exigía su posición. Pero en más de una ocasión lo había visto dirigirse a ella con mayor libertad, como si de verdad se conocieran de tiempo atrás y no de curiosos y pequeños encuentros.

—Sigo sin entender cómo un hombre que no fuma, no bebe y no posee, por lo que sé, ninguna práctica perversa, pudo sufrir un infarto —se atrevió a decir.

Esa fue una de las ocasiones en las que Eco la miró a través del espejo retrovisor. A un lado de ella, Carice releía una lista de los encargos del médico, de George y probablemente de Charlie. Naza se acarició la chalina que llevaba al cuello.

La asistente la miró a los ojos.

—Hace años que Charlie padece... ciertos cuadros de angustia. El médico dice que el estrés puede producir...

—Dijo que le harían un cardiograma.

—Pero él está empecinado en encontrar primero a tu padre, por eso no ha venido a Inverness; necesito un libro que se ha dejado en el departamento que tiene allí. —Carice resopló, con fingido fastidio—. Pedazo de inconsciente.

—No parece, desde mi punto de vista, claro, que sea un inconsciente.

—Creo que no se siente cómodo en el castillo —añadió la asistente.

Nazareth clavó los ojos en el espejo del retrovisor. Eco la miraba, pendiente, y ella le sonrió.

—Tendríamos que ser tontos para no notar que la presencia de Alex no le agrada en lo absoluto. Los colores abandonaron su cara cuando le vio, en la biblioteca. —Se preparó mentalmente para hacer la pregunta a la que llevaba dándole vueltas casi setenta y dos horas—. ¿Por qué, Carice?

La susodicha agachó la mirada, cerrando la libreta de apuntes.

—No llevo tanto tiempo trabajando ahí como para conocer los detalles, y no soy la más indiscreta, pero oí que Alex salía con Jane.

Naza frunció las cejas. El auto dio un ligero salto al cruzarse con un bache. Eco maniobró el volante hasta que el siseo de los neumáticos se normalizó. Luego, ella volvió a mirar a Carice.

—Jane Mornay. —Había visto varios cuadros de ella, repartidos por alas distintas del castillo—. Con salir, te refieres a...

—Romance, sí —Carice le ofreció un tono de duda—. No sé nada más; para Charlie no soy más que la asistente de su padre, y él para mí no es más que el hijo de mi jefe. Sus problemas familiares son notorios para todos los que trabajamos a la orden del conde, querida, pero con esta gente no puedes ir más allá. Siempre guardan secretos. —Negó con la cabeza—. Me temo que en el caso de Charlie, esos secretos le están costando la salud, la juventud...

—Y la vida —añadió Nazareth.

Cuando la costa apareció frente a sus ojos, volvió a desviar la mirada; caviló el resto del camino. Lo que Charlie y Alex tenían entre ellos debía de ser muy gordo para que, al primero, se le turbara el corazón de esa manera. Y para que Alex prefiriera no deambular por el castillo. Era posible, pensó, que estuviesen buscando a Elmar, cada uno por su lado, con sus propios métodos. Guardaba algún sentido que así fuera, ya que Alex le había pedido que se quedara en Pensilvania hasta que él supiera algo. Quizás quería ahorrarle el bochorno. Aunque, la verdad, Nazareth estaba lejos de sentirse abochornada. Lo que sentía era una pesada responsabilidad para con los Mornay, como si ella supiera que los males de ese tipo se van cuando se aceptan.

Al enfermar su madre, Nazareth había renunciado a toda creencia religiosa. Ni Dios ni infierno ni paraíso. Era ella con sus decisiones. En Aberdeen, se profesaba la fe calvinista; la suntuosidad de la religión, no obstante, no empapaba el trato ni de Charlie ni de George hacia ella, a pesar de que eso podría ser debido a que no les había contado que era atea. En el lecho de muerte de Divi Kramer, oloroso a vainilla y a cera de vela, había orado por última vez a un Dios que no respondió. Sus pensamientos se volvieron tan oscuros respecto a ese evento, a lo injusto que le parecía, que al año siguiente perdió la virginidad y la fe también, sin importarle el prospecto de amor, ya que no se había sentido amada.

Entraron en Inverness cobijados por un manto suave y fresco de viento primaveral; Nazareth pensó que era el último, así que, cuando Eco le abrió la puerta para que saliera a la calle, aspiró profundo y cerró los ojos.

—Voy a darle este mensaje a la propietaria de aquel local —Carice señaló una casa de ladrillo, cuyo escaparate tenía impresa una enorme letra pe en caligrafía.

Debajo ponía lectura del alma.

A Nazareth le interesó aquella simplicidad en el eslogan, así que rechazó la invitación de Carice de esperarla, y se fue con ella. Las calles estaban repletas de macetas son enredaderas, que trepaban hasta las verjas y a veces a las paredes. Había en el ambiente el insonoro correr de las personas; se le ocurrió, una vez que encontrara a su padre, deambular por esas calles cubiertas por aceras de concreto y empedrado, donde no había un tráfico aterrador —culpable de que no le gustase conducir—. Distinguía, a grandes rasgos, edificios viejos que presumían de su estilo neogótico. Una campanilla resonó cuando Carice abrió la puerta del local.

En el interior, olía a talco para bebé; el lugar estaba lleno de estantes de libros, cuyas pastas rondaban gamas de colores siempre tristes; vinos, cafés, entre otros. Había una salita de lectura, un mostrador y una caja registradora. El techo tenía un gran símbolo que Nazareth tuvo que mirar por varios segundos, hasta recordar que era celta. De fondo, se oía el sonido de una radio, que cambiaba de estación sin cesar. En una de ellas, alcanzó a escuchar el murmullo de unas gaitas.

—El demonio me ampare —chilló una voz a lo lejos.

Carice taconeó hasta el mostrador, seguida por Naza. Detrás de una enorme mesa de cedro, había una mujer más alta que ella, pero menos que Carice, que prácticamente estaba a la altura de Alex y de Charlie y de cualquier varón en el que ella pensase ahora. La muchacha tenía el pelo rojo, como el fuego, pecas incipientes en las mejillas, una piel blanquecina, pero no pálida, casi rosada, y las ondulaciones del cabello les caían a los lados del rostro, de donde se asomaban mejillas rechonchas, ojos soñadores y unos labios casi tan rojos como la sangre.

Levantó la puertecilla del mostrador y salió al encuentro de Carice, abrazándola.

—Pensé que no te vería este año. He oído —la soltó, suspirando—: Oí que el conde abrirá una nueva galería, que ha recuperado el cuadro perdido de su madre.

—Sí. A todo. —Se quitó la chalina y se giró hacia Nazareth—. Poppy, te presento a Nazareth Kramer, hija del señor Kramer, al que estoy segura George te presentó el año pasado.

Poppy la miró con anhelo, sonriente. Se la aproximó y, de la misma manera que había hecho Charlie, le tomó las dos manos, solo que no le dio ningún beso ahí.

Nazareth se sonrojó al pensar en ello.

—Flor que vigila —dijo Poppy, como recitando algo que se sabía de memoria—. Te estuve esperando tanto tiempo, casi me olvido de que existías.

Los ojos de Carice se abrieron como platos.

Nazareth entrecerró los ojos. Intentó sacudir la cabeza...

—Poppy es especial, Naz —dijo Carice, adelantándosele—. Su familia y los Mornay llevan años siendo demasiado cercanos. George le tiene absoluta confianza.

—Perdona, estoy segura de que no te conozco —respondió, ignorando a Carice por completo.

Poppy no se inmutó ni le soltó las manos. Al contrario. Hizo que las volviese, sobre la suya, y le acaricio el dorso de la izquierda, remarcado la línea corazón. Nazareth arqueó las cejas, incómoda ante aquel escrutinio, y ante el toque de una mujer que no aparentaba más de veinte años, pero fácilmente podría ser mayor.

Carraspeó.

—Ya lo entenderás —susurró, guiñándole un ojo—. Me llamo Poppy Adie. Y estoy para servirte, y a Charlie... Ya sabes. A todo el clan Mornay.

—Vamos, Poppy, vas a asustarla.

—Nazareth no le tiene miedo a nada —se rio Poppy. La miraba con tal intensidad, que Nazareth prefirió quedarse callada; no quería llamarla loca, pero lo que decía era un disparate...

En cambio a lo que quería decir, pasados unos minutos, le contó—: No soy pariente de los Mornay, Poppy.

—Todavía —fue toda su respuesta.

Carice se aclaró la garganta y se apresuró a intervenir—: Cariño, George quiere verte y Charlie necesita que le ayudes con algo...

Naza, mientras las mujeres platicaban algo sobre un libro de ocultismo del que Poppy era dueña, se dio una vuelta por los estantes; el olor a libro viejo era delicioso. Antes de internarse en un pasillo con menos luz, les dirigió una mirada a sus anfitrionas. Poppy estaba quitándose un collar de encima, que llevaba unas llaves, y escuchaba atentamente a Carice.

Vaciló un instante y, al siguiente, se adentró en lo que parecía ser un cuarto de oración; había una mesa redonda, negra, sin mantel. Las paredes eran de un color carmesí. En la de enfrente, un cuadro inmenso, pintado al óleo, ofrecía una vasta mirada del lago Ness. Era de noche en la escena y una mujer miraba a la lejanía. Naza lo contempló, ensimismada, y se asustó al notar la silueta de la chica en la pintura. Tenía el pelo rubio, le llegaba hasta la mitad de la espalda; vestía una bata de seda y sus manos se veían laxas a los costados de su cuerpo, parecía querer saltar al lago.

En la mano derecha, sin embargo, sostenía un pañuelo. Nazareth se aproximó rápidamente a la pintura. El cuadro emitía una nostalgia tan terrible que le escoció en los ojos; aun así, le costó apartar la mirada. Y, cuando lo hizo, fue para hacer un rápido repaso al inmobiliario, a los adornos y los símbolos celtas repartidos por toda la habitación. Luego miró a la entrada. Poppy la miraba desde ahí.

—Eres algo así como una médium ¿no?

Poppy sonrió.

—Algunos me llamarían bruja, pero algo así soy. En el ocultismo, se me conoce como una simple hermana más.

—Una occultus. —Nazareth había leído sobre ellos; su dogma le rechinó en los dientes y rápido cerró los ojos, volviéndose por completo a ellas—. Espero que, de verdad, el conde y su hijo no estén involucrados en esas ridiculeces esotéricas.

En lugar de ofenderse, Poppy dio un paso hacia ella y dijo—: En mis sueños, eres idéntica.

Nazareth siempre había alardeado consigo misma de su infinita paciencia. Del camino a Escocia, había guardado mucho silencio para compensar lo mal que la hacía sentir Alex. Casi todo el tiempo. Había intentado canalizar todas sus recriminaciones a cosas más tiernas, preguntándose qué pensaría su madre. Pero Naza entendió ahí, en esa habitación de los horrores, que ella no era su madre.

Hacía tiempo que todo lo referente a ninguna doctrina espiritual le causaba repelús.

—No te he visto nunca —repitió, azorada.

Carice se adelantó otra vez.

—Será mejor que nos vayamos, aún debo recoger el libro que me pidió Charlie.

De pronto, pensar que Charlie había mandado llamar a Poppy, la hizo sentirse furiosa con él.

¿Cómo era posible que un hombre tan culto, tan preparado, y de apariencia tan caballaresca, se codeara con una practicante del ocultismo?

A menos que...

—Charlie no pensará que mi padre está envuelto en algo así, ¿verdad?

—Oh, cielo santo —se alarmó Poppy—. No tienes que dudar de Charlie para confiar en mí, Flor que vigila.

Pero qué demonios...

Naza apretó los labios, intentando contener la ira.

—¡Me llamo Nazareth!

No pudo hacerlo.

Poppy, para su total sorpresa, se le acercó, le acomodó un mechón de pelo a un lado de la oreja, y se giró en los talones.

—Es la definición de tu nombre que más le gusta a Charlie, aunque existan tantas. —Se detuvo en el umbral, mirando a Carice—. Esperé mucho tiempo...

—Trae el libro, Poppy, o haré que tu abuela vuelva de la tumba a quemarte en una hoguera ella misma.

La amenaza no tranquilizó a Nazareth. Todos esos días había mantenido la compostura y de pronto... se veía rodeada de gente extraña, con una rara mujer que la llamaba raro, que mencionaba a Charlie como si... Se volvió a mirar el cuadro y pestañeó tantas veces que el ritmo de sus lágrimas, mientras caían, la hizo sentir avergonzada.

Una mano de dedos delgados y gráciles le acarició el hombro. Carice le entregó un pañuelo.

—Cuando lo encuentre voy a matarlo —lloriqueó.

—Lo harás. Ya verás que sí.

No podía parar de llorar. Estaba fatigada por todo; no quería sonreír, ni soportar a diplomáticos; ni siquiera quería ver a Charlie, si su intención era llevar a cabo algún ritual oscurantista...

—No sé en qué estaba pensando al venir aquí —se quejó, gimiendo—. No puedo hacer nada para encontrarlo. Alex está encerrado en su habitación, buscando, y Charlie está encerrado en su habitación, buscando, pero yo no tengo los medios y no...

—Ah, sobre Charlie; me pidió que lo vieras a tu regreso; quiere hablar contigo antes de la cena y de que les explique qué encontró.

Nazareth se sintió una tonta quejumbrosa. Rodó los ojos y se abrazó a sí misma.

—Ocultismo... —murmuró.

Se le estaba pasando la rabieta.

—Sí. Poppy... —sonrió Carice—. Además de ser una occultus, pues también es la mejor semiótica que Charlie conoce.

—Alex... —intentó musitar Nazareth (él también sabía de símbolos).

Carice hizo un aspaviento para interrumpirla y al cabo dijo—: Hay algunas cosas que debes saber respecto a Charlie, Naza. —Trató de sonreír, pero el gesto fue muy pobre—. Y es que, si no confía en Alex, es por un buen motivo.

Ella sintió la desazón en el paladar. Escuchó el tenue murmullo de las persianas del local cuando Poppy las bajó.

—Tampoco sé si debo confiar en los Mornay.

—Pues ya lo decidirás. Pero algo me dice que sabes perfectamente que no puedes confiar en Alex. —Ahora sí, esbozó una sonrisa cómplice—. No es necesario conocer los detalles. Pero los vestigios de un corazón roto, casi siempre se ven en la mirada.

—Pensé que sabías muy poco sobre los Mornay...

—No —dijo Carice—. Sé muy poco sobre el conflicto que nació entre Charlie y Alex. Pero en general, sé quiénes son los Mornay. —Miró al cuadro que estaba detrás de Nazareth—. A veces siento que también son mi familia.

Nazareth no tenía intención de abrumarla con preguntas. La miró en silencio un segundo y luego la voz de Poppy las interrumpió.

—No hagamos esperar a Charlie.

Sonreía, como si le fuera la vida en ello.

Ya dentro del coche, Naza se sorprendió de ver que Poppy iba a la cabeza, en el lado del copiloto del coche. Eco condujo hasta un área rodeada por edificios que bien podrían haber sido restaurados. El de Charlie estaba encima de un café, que llevaba por nombre El aburrido. Hasta entonces fue capaz de sonreír un poco. Pero ese sentimiento se intensificó al subir las escaleras hasta el loft de soltero que ocupaba Charlie cuando estaba en Inverness.

Nazareth se paseó por la salita, vio un poco los libros y tocó una mesa alta, donde había un montón de hojas desperdigadas. Luego salió a toda prisa del departamento. Y la invadió la furia. Podía ser que Charlie confiase en Poppy, y que quisiera su opinión; pero Nazareth no se sentía cómoda recurriendo a una persona... así.

Y pensó que, en cuanto lo viera, iba a dejárselo claro.

Sin alterarse, porsupuesto, para que él no sufriera una recaída. 

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