Jane-la-oculta (14)
Estaba en la Torre del Reloj de nuevo. Iba vestida con una prenda ligera, inapropiada para una nevada cruda. Aberdeen se encontraba cubierta de nieve por aquellos días. A través de la enorme ventana, Jane alcanzaba a distinguir perfectamente las sombras movedizas del cielo. Eran almas que, de algún modo, habían alcanzado ese estado etéreo de eternidad.
Un estado que Jane rechazó.
Tenía los pies desnudos y el pelo largo. Después de los diecisiete nunca se lo había dejado largo otra vez. Se lo cortó porque le estorbada. Pero sobre todo, porque con él se parecía muchísimo a su abuela. Jane la soñaba a menudo, mientras los rituales que compartía con Alex se hacían más intensos. En ellos había sexo, había sudor, invocaciones, palabrería cristiana —que Jane consideraba inútil, pero que Alex siempre insistía en susurrar—. Luego se hacían algún corte en un dedo. Hacían que la sangre goteara dentro de una copa cualquiera, donde habían vertido brezo, agua santificada, una fotografía, incienso. Todo lo que decía El Ojo, un libro que había escrito un alquimista y que ahora George Mornay poseía, al igual que muchos otros prohibidos.
Jane siempre se había preguntado por qué si tenía aquellas posesiones no las daba a conocer al mundo. Era más que necesario. Sus sueños siempre la sorprendían. Y acababa llegando al mismo sitio; la Torre, que estaba sombría y de la cual se desprendían unos lamentos aterradores. Los sonidos incrementaban a medida que subía las escaleras hasta la bóveda de los engranajes.
Y entonces la veía: inmaterial, pero presente. Era una visión y no un fantasma. Jane era consciente de ello.
—La he visto —le juró a Alex aquel día de octubre.
Él la miró fijamente, con los ojos entrecerrados, analíticos, y una sombra de duda en la cara. Discutieron. Ella le pidió que le hiciera el amor allí, que iniciaran el ritual de nuevo. Pero él se negó de manera rotunda.
—Esto tiene que terminar —dijo.
—Hemos trabajado mucho para saberlo. Para mirarlos.
—No lo entiendes —insistió Alex; su rostro había cambiado de semblante; de preocupado a furibundo—. Ves visiones porque has cruzado la línea de lo intangible. Has roto el velo, Jany. No puedes. Tienes que quedarte de este lado.
—¿Entonces para qué hacemos todo esto?
Enfurecida, le había gritado. Se arrepintió, pero no lo suficiente como para retractarse. Jane sabía perfectamente por qué Alex estaba en todo aquello. Él era especial. Tenía poderes mágicos. Era una de esas almas de las que hablaba su padre en las notas; un médium, pero el más poderoso nunca antes visto. No desde el tiempo de Salomón y su Clavícula.
Alex era la prueba.
Ellos existen.
Ángeles.
Demonios.
Estaban todos en nuestras narices.
—Jane... —Alex trató de disuadirla de nuevo.
Se negó.
—Eres un cobarde —le dijo.
En seguida se marchó sin decirle nada.
De camino a la Torre, Jane buscó decididamente en su bolsa, su copia de El Ojo. Repetiría el ritual ella misma y descubriría por qué el hálito de vida que había provocado el suicidio de su abuela continuaba allí. Llegaría hasta las últimas consecuencias, aunque Alex la dejase sola.
Subió las escaleras mientras recitaba de memoria el conjuro...
—Así que lo recuerdas —murmuró George, postrado en su cama; le hablaba con voz ronca, porque se había tomado las drogas que le permitían soportarse a sí mismo.
Jane sonrió.
—Es increíble lo que pueden hacer las fuerzas diabólicas en ti —dijo, regocijada.
El conde había interrumpido sus pensamientos. Pero aún se sentía tan extasiada como cuando lo vio por primera vez. Al demonio enorme, que se había levantado sobre Dunross durante la Segunda Guerra Mundial. La cantidad de muertos en aquellas salas había intensificado las energías, además de concentrar una fuerza satánica más rápida de lo común.
Alrededor del mundo, por lo que Jane investigó cuando vivía, había un montón de lugares con ese tipo de portales. Pero como el de Dunross, solo donde se llevaban a cabo masacres. En su lista, habían estado los polémicos campos de concentración de los nazis, terrenos de EEUU donde se habían llevado a cabo batallas encarnizadas. Siempre sitios donde el ángel de la muerte había dejado caer su oz.
—Entonces mi madre es un alma en pena en este castillo —susurró su padre; Jane ladeó la cabeza desde su posición frente a la cama—. De haberlo sabido, hubiera derrumbado cada pared y cada salón.
—Si se hubiera suicidado en realidad sí que estaría por estos lares —discutió ella—. En serio, papá, es increíble que nunca te preguntaras por qué el abuelo mintió sobre su muerte.
George entrecerró los ojos y dijo—: Se cayó desde la Torre...
—No, la empujaron.
—Mentira.
—Oh, si sabrás tú sobre las mentiras. Mira que a Alex le has dicho bastantes.
—Tú nunca has sido mi hija. Me engañaste.
Jane-la-oculta enarcó una ceja delgada.
—Fui tu hija, pero enterraste el cadáver y le mentiste a todo el mundo cuando intenté contactar contigo. Charlie es más inteligente. Sabe que estoy aquí —su sonrisa se hizo más grande—, pero nunca ha abierto los ojos realmente. Sí, muchacho listo. O hipersensible, dirías tú.
—Déjalo, por favor. Es tu hermano.
El conde se debatía entre la vida y la muerte.
Jane lo miraba con asco, casi con lástima. Era un trozo de carne blanda, arrugada y sin vida ahí, postrado en su cama y vestido con el pijama azul. La tormenta que caía sobre Dunross daba gritos en la mitad de la noche. Casi todo el castillo dormía, salvo porque Jane sentía el poder del demonio de Alex sobre ella, imposibilitándola.
Aunque con ello la había hecho recordar.
En realidad, Charlie le había dado mucho poder. Y ahora Jane quería estar más cerca de él para recordar más. Junto a su padre apenas y podía mantenerse. El aire la hacía flotar y le provocaba una sensación de ahogo temprano, como si fueran los momentos previos a su muerte en el agua. La habitación era la más lujosa y con la mejor vista del castillo. Desde ahí se miraban las mieles de brezo, oscurecidas por las nubes, por la noche, por el manto de muerte que cubría Aberdeen en lugar de nieve, como en la época en la que descubrió, mediante visiones concedidas por medio de una invocación, que en realidad su abuelo había asesinado a su abuela.
En defensa de este, ella le había sido infiel con un soldado herido de la guerra, un teniente que salvó a todo su pelotón y que murió poco tiempo después. El antiguo conde había perdido la cabeza, envenenando a sus hijas, a su esposa y por último enviando lejos al hijo que le quedaba. Menos mal, pensó Jane, que era un machista de mierda. Nadie hubiera descubierto su secreto tan oscuro de él haber matado también a su padre.
Desde ahí no podía ver el jardín de las mariposas, pero hubiera asegurado que esa noche estaba precioso con la tormenta.
—Sé que en el fondo no quieres matarlo —suspiró George, intentando incorporarse de la cama.
—Tú siempre has dicho que la verdad requiere de sacrificios de sangre. Ya sabes, Cristo y todo eso.
—Jane...
—Charlie es muy pánfilo como para soportar el peso de esta verdad; no puede con ello. Nunca ha podido. Yo sí. Yo encontré a Alex, lo amé, lo acuné en mis brazos y le entregué todo. Él me traicionó en el último instante a pesar de que hice lo que hice para probar que su madre no era una bruja loca que mató sin razón alguna. Ah, y está aquí, el muy bastardo; sí, el verdadero padre de Alex o lo que queda de él. Era un don nadie, borracho y sin lugar fijo, que supo lo que hizo y le importó un bledo. Y quiere redimirse siendo un demonio, el muy patético. Alex lo ha bautizado, aunque todavía no sabe que está poseído por el demonio en el que se convirtió el hombre que violó a su madre.
El pecho le subía y le bajaba con furia. Jane se fatigó de alguna forma. Todo lo que pensaba terminaba así, oscurecido por la ira, por la cólera. Y ahora tenía una nueva meta; Charlie.
Si tan solo la gatita esa no estuviera...
No la molestaba la chica; era bonita y le habría caído bien. Pero por su culpa no pudo atravesar el velo hasta llegar a Charlie, en la sala común. Había pasado todo el día tratando de llegar a él, mas afuera no tenía poder ninguno. Los pasillos de Dunross le permitían deambular sin problema. Por eso, nada más mirarlo a través del ventanal desde la salita de té de George, Jane había intentado hablarle. Quería que Charlie supiera... que la viera.
Ella, la gatita, le había tocado el alma en ese momento; entonces se rompió toda conexión entre Jane y su hermano. Jane se movió, furiosa, a través de los corredores, hasta llegar a la puerta principal del castillo; la gatita se había quedado mirando un cuadro. La llamó en un susurro, diciéndole «incrédula». Su ira despertó como un volcán inactivo, haciendo erupción tan fuerte que, con un respiro, hizo explotar un jarrón. El sentimiento al ver la sangre manar la obligó a retroceder.
Charlie la sintió. Estaba segura: la rechazó como si fuera un gusano, como si no valiera nada. Lo escuchó de lejos, ahí de pie junto a los trozos del jarrón y las flores.
—Reniega de mí —farfulló a su padre, que se había sentado en la cama.
Quería llorar, pero estaba muerta y no podía.
—Atacaste a Nazareth.
—Es mi hermano.
—Ya no, cariño, ya no.
George estaba leyendo la biblia.
Jane torció una mueca.
—Si buscas una manera de deshacerte de mí, que sepas que no puedes hacerlo. No te queda vida ni esperanza. Los hombres oscuros no pueden salvar almas.
—Es... —titubeaba mientras se le resbalaban las lágrimas por las mejillas.
Jane dio pasos tranquilos hacia su padre.
—Te lo mereces —musitó como si fuera una canción de cuna—. Por lo que le hiciste a Alex. Él solo quería una familia, y tú, y tu gremio lo utilizaron para sus métodos. Una y otra vez, una y otra vez; me cansé. Dejé de ser la niña que esperaba a que regresaras de tus expediciones, padre; e ibas a mandarme a un internado. Yo quería... quería estar con él. Y tú no me dejabas. Decías que no podía casarme, que no era correcto. Pero Alex y yo...
La puerta se abrió de golpe. Alex se adentró en el sitio, vestido de manera normal; la cazadora le iba bien, aunque no podía decir lo mismo del demonio, que le sonrió y le hizo una mueca. Jane los comparó a ambos. Físicamente, eran idénticos. Pero Alex era puro. La había matado para salvar su alma, para terminar la tortura, para devolver al demonio de su abuelo al infierno.
Y a cambio perdió su vida también.
Pero eso quería decir que le había traicionado: porque si ella no hubiera invocado al demonio de Dunross, entonces la verdad nunca habría salido a la luz. Ahora Alex también lo sabía; que la abuela no se había suicidado, que era un ángel y que los cuidaba a todos.
En especial a Charlie.
—Es inútil —lloriqueó George—. No puedo.
Alex le quitó la biblia. El demonio se paseaba de un lado para otro, y a Jane no le quedó de otra que retroceder.
—Mi diccionario, por favor —dijo Alex.
—Elmar...
—No mientas —lo interrumpió—. Elmar no tiene La Oz. La tienes tú.
El conde laxó los brazos y se derrumbó en un sofá mullido. Su mirada despertaba inquietud, desesperanza; a Jane le divirtió ver la faceta oscura de Alex. Siempre le había gustado. A veces, cuando Charlie venía, Jane lo perdía por completo.
Al lado de Charlie, Alex era otro.
Se llenaba de luz y dejaba de ser oscuro, dejaba de lado sus poderes para ser alguien simple e insulso. Jane, que nunca había sido tan bonita como Poppy, nunca sintió celos de ninguna mujer; pero sí de su hermano. Lo amaba. Amaba a Alex, pero ellos dos juntos, sin ella, era caótico. Intentaron muchos rituales cerca de Charlie y, sin embargo, Alex nunca se concentraba. Tenía miedo de lo que pudiera pensar el otro.
Jane detestaba que Alex sintiera miedo.
Leibniz estaba ahí porque Alex había sentido miedo aquella noche.
—El Arcángel Miguel desterró a Satanás, desterró a Adán y Eva, peleó contra Lucifer por el alma de Moisés y destruyó los imperios por orden divina. Es un guerrero, el general; el único que pelea y tiene fe al mismo tiempo. Sus alas siempre protegieron Dunross.
—Pero dejaste que la semilla creciera, George.
Alex se plantó delante de su padre, que lloraba.
—Solo hay una manera de desterrarla —dijo entonces, el conde levantó la mirada y miró al que fue su pupilo—. Lo sabes.
—Lo sé, y no estoy seguro de que funcione a estas alturas.
No iba a funcionar, pero Jane lo dejó ser. Con Leibniz presente, no podía decir nada.
Por ahora.
—Hazlo. —George se levantó. Hizo un ademán y, tras algunos minutos, se quitó una medalla que colgaba de su cuello. Se la entregó a Alex y volvió a sentarse—. Ninguna vida me alcanzará para pedir tu perdón.
—George, aquí no vas a recibir castigo —murmuró Alex.
—Hasta para mí, eso es ser bastante cruel —musitó el demonio—. No hay nada peor que saber que tu alma ya está condenada, te lo digo yo.
Le había hablado a su padre, que se tendió a lamentarse con los quejidos de lo que podía ser un animal moribundo. Jane observó cómo Alex leía la inscripción en la medalla de San Benito.
Vade retro, Satana.
Se rio.
Leibniz se giró en el acto a mirarla.
—Qué carajos —espetó con fuerza.
—Leibniz...
—No he sido yo —dijo.
—Resulta que los demonios de bajo rango, como violadores simples y asesinos de cuarta, no tienen tanto poder como se esperaría —Jane se sentó al lado de su padre, al que había absorbido cada una de las energías—. Quién lo diría, matarás de nuevo por mí. —Chasqueó la lengua contra los dientes. Alex la miraba y el demonio había dado varios pasos atrás; sabía de la tortura que le aguardaba en el infierno si ella lo devolvía—. Hay cosas que no puedes evitar ser, Alex; un romántico, por ejemplo. En eso Charlie te lleva ventaja. Es tan frío que jamás pude manipularlo. Ni siquiera cuando le prometía que iba a portarme bien.
Él se sentó en la silla al frente de ambos.
Jane cuidó mucho sus movimientos. Sabía que solo había dos personas en ese sitio capaz de hacer algo para que no llegara a Charlie, pero Poppy no estaba presente y Alex... Bueno, Alex aún amaba a la Jane viva.
Esta Jane, la oculta, la oscura, la nieta de su abuelo el conde asesino, negó con la cabeza.
—Mátame a mí —dijo él.
Desvió la mirada hacia Leibniz, que parecía un león enjaulado.
—Tú ya estás muerto —respondió—. Estás aquí mientras el parásito lo haga también, pero si cierran el portal, adiós aliento de vida, Alex.
—No. Mi alma. Tómala.
Jane supo que no bromeaba.
—Alex... —el demonio le advirtió—. La estás haciendo enojar. Enojada no me gusta nada.
—A Charlie no, Jane. —Ella clavó sus ojos en él y él los cerró, para decir lastimosamente, como si fuera un mendigo—: Te lo suplico.
—De nuevo me traicionas. Y nada más que por mi hermano —no daba crédito a ello—. Pero déjame decirte que mientras la Kramer esté viva, tampoco tienes muchas oportunidades con él. He visto cómo la mira y lo que pasa entre ellos. Muy lindos que son, aunque no fluyan chispas.
Alex cambió de cara. Era como si se hubiera transformado.
Pero Jane sabía que el amor que sentía por Charlie había ganado ahí, dentro de él. Ella estaba muerta y dependía de almas ahora. Se sentía un vampiro.
—Te la ofrecí siempre, Jane. Tómala y déjalo tranquilo.
—Lo amas, ¿no?
Alex se recostó en el respaldo del sofá.
—Lo lastimé, Jane. Ambos, lo herimos. Él se merece vivir. Mientras que tú y yo...
—Por Belcebú, Alex —gruñó el demonio—. Ya no más. Termínalo. Hazlo antes de que...
Pareció atragantarse.
Y se esfumó como una mota de polvo.
Jane cruzó la pierna una encima de la otra, mientras Alex empuñaba el medallón de San Benito, se levantaba de un salto y daba varios pasos atrás. Tal vez, pensó Jane, había sentido cómo empujaba a Leibniz muy lejos; volvería, sí, pero no ahora. Y eso le daba tiempo de acabar con George antes de que Alex pudiera hacer algo.
—Recuerda que te amo —musitó, con voz dulce.
Alex cerró los ojos.
Murmuró un par de palabras; estas, como espinas, se incrustaron en su piel demoníaca, que ardía. Se contuvo de gritar. Y a cambio quien emitió un bufido lastimero, como si se estuviera ahogando, fue George. Alex intentó aproximarse, pero Jane le cerró el paso y agrandó su sombra.
—Es mío —dijo.
—Recuerda que te amo —aseguró Alex.
Se descubrió el pecho y dejó a la vista un torso firme, en donde se veía un enorme símbolo en forma de un uróboros. Jane se carcajeó por la maniobra, que era sutil, pero veloz e inteligente. Leibniz apareció al instante, tras la invocación silenciosa de Alex. Se interpuso entre ellos.
—Abre las ventanas de la casa, Alex; que voy a entrar —dijo, sonriente.
—Perra maldita —se quejó Leibniz.
El demonio trataba de alcanzarla a través de un manto de humo negro, que se estaba esparciendo por toda la habitación. Ella siguió riendo, a rienda suelta, mientras Alex se acercaba a George. Entonces comprendió lo que haría. Supo que en él tenía a un enemigo, que la traición era irrecuperable, que había perdido al hombre al que amaba.
La fuerza del demonio no remitía mientras Alex lo quisiera ahí.
Lo estaba usando en su favor...
Un favor por el alma.
—¡Tu alma valía más! —le gritó—. La diste por nada. La desperdiciaste.
Intentaba romper la ilusión de la caja de cristal. Leibniz había adoptado su verdadero aspecto de demonio, con las patas, las garras y la cara hecha jirones de piel. Su mueca era de hastío, de umbría, de todo lo que representaba el infierno. Jane aún conservaba facciones humanas. Aun así, se sentía enorme por dentro, mucho más grande que el demonio frente a ella.
Cuando vio que Alex se sacaba un objeto del bolsillo del pantalón, se recargó en la pared, sintiéndose abandonada. A lo lejos, a través de los muros, de los estantes con libros, de las esculturas, las pinturas y los muebles, creyó escuchar la voz de Charlie; hablaba con la gatita, y su corazón latía ferviente, renovado, con vida.
El mismo George sujetó su mano, se remangó el pijama y le tendió el brazo a Alex. Luego, él le inyectó algo en la vena. Allí en el rincón a donde la había puesto Leibniz, el conde le dirigió una mirada.
Jane supo que era la última.
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