Jane-el-fantasma (9)
Una última vez antes de rendirse, Jane abrió los ojos y estaba de pie junto a Charlie; por largas horas, había tenido que pasarlo junto a su padre, y no cruzaba por mucho que hiciera un esfuerzo; hasta se había debilitado. Negó con la cabeza antes de mirarlo; él se tocaba el corazón, y tenía el ceño tan fruncido que las arrugas en las comisuras de sus ojos hacían que pareciera muy viejo. Lo observó mientras apretaba los párpados, daba un par de pasos al frente y ponía cara de dolor. Sabía, sin querer, a dónde iba.
Y eso la emocionó.
El rostro de Charlie se desfiguró, en concreto, cuando ella dio un pequeño grito de felicidad al saber que después de tantos años de ser Jane-el-fantasma, se enfrentaría de nuevo con el amor de su vida. Si Jane se palpaba la frente no había allí ni rastro de sudoración, como la que perlaba la de su hermano; y si se tocaba la muñeca, no había allí rastro alguno de pulso.
Su más remota memoria en vida era sobre un paisaje nevado, en Edimburgo, a donde había ido con Poppy, una de las asistentes de la casa de aquel entonces; tendrían las dos como dieciséis años y Jane le había rogado a su padre que pagara el viaje de ambas. Le dijeron que querían visitar castillos para tomarse fotos durante las vacaciones invernales, pero lo que realmente fueron a hacer fue visitar a la bisabuela desdentada de Poppy.
Jane deseaba saber qué había sido de su gran amiga tras su muerte terrenal. Y también se preguntó si, a diferencia de Charlie, ella querría verla. La abuela de Poppy había sido una vidente poderosa, conocida en casi todo el Reino Unido; era muy vago el recuerdo, pero Jane sabía que algo le había dicho sobre la decisión del ser humano de no ver a los fantasmas.
—Y es que —había murmurado la vieja— después de un tiempo, a los fantasmas se les olvida por qué están aquí y se convierten en otra cosa.
Jane no la creyó. Ella podía verlos.
En Aberdeen, específicamente en la Torre del Reloj de Dunross, había ocurrido una tragedia muchísimos años atrás; como Charlie pasaba su tiempo en Londres, o en Oxford, Jane siempre había gozado de tener el castillo para sí sola. Y eso incluía a la servidumbre, que era la que más información poseía sobre los antiguos condados. Resultó ser que su abuela, la madre de su padre, se había suicidado. Aunque el conde, su abuelo, dijo a los lugareños que había muerto de fiebres.
En consecuencia, Jane había pasado grandiosas aventuras ahí. Una noche hasta se había quedado dormida y había soñado con voces aterciopeladas, perfume de lavanda y una melena rubísima. Como Jane no recordaba a su madre, supuso que se trataba de la condesa suicida. Y fue a buscar a la vidente para que le dijera qué significaban aquellos sueños.
—Estás marcada —le aseguró la anciana.
Poppy la hizo prometer que no se lo tomaría en serio.
Pero en su vida mundana, hubo dos cosas que Jane siempre tomó bastante en serio: una era el amor, y la otra el misticismo. De ahí en adelante se sumergió en ese mundo junto con Alex. Su hermano navegaba en la superficie; eran creyentes, medio protestantes, medio calvinistas, pero nunca había asistido a las sesiones con Poppy y Alex.
Alex; Jane temía, por primera vez en su segunda vida, que algo saliera mal con su hermano. No quería que le hiciese nada. Jane se había asegurado de que su padre la ayudaría a que entendiera su muerte; que fue necesaria. Jane no recordaba para qué, pero lo sabía. Y no necesitaba más promesa que el sentirlo. La fuerza de esa convicción en particular era lo que la mantenía atada a Charlie.
O eso creía hasta que Carice-el-ángel la turbó con su idea de que iba a matar a su hermano. Jane no lo haría. De todas las personas a las que ella jamás querría hacer daño, Charlie iba el primero en la lista.
Por otro lado, su aspecto era bueno, pero no rezumaba alegría. Tenía las pupilas dilatas, y el color azul de sus iris se había esfumado por completo, como si hubiera consumido drogas. Iba muy bien vestido y peinado; a los dieciocho, Charlie había sido un muchacho atractivo, de pelo ondulado, mirada traviesa y ademanes educados; a esa edad que llevaba ahora, se le sumaban un condado a heredar, algunos títulos universitarios, el buen gusto a la hora de vestir, y la dulzura en los gestos; no era robusto, pero sí alto, tenía la cintura estrecha, los hombros anchos y rasgos viriles, tanto al moverse como al hablar. Si eran características innatas de los hombres Mornay, Jane no lo sabía. Su padre nunca les había permitido ver los cuadros que pertenecían a los antiguos condes.
Traían mala suerte, según George.
En concreto, no se lo veía como se ven las personas desahuciadas.
Jane se concentró en la figura del susodicho, que se echó a andar pasillo arriba, hacia el ala sur del castillo, muy lejos de la Torre del Reloj. Jane se sentía conectada con ese lugar. Y prefirió no decir nada para no absorber —si Carice estaba en lo correcto— más de la energía de Charlie. Así que lo siguió hasta que llegaron al que había sido su lado de Dunross.
Charlie contempló la madera tallada de la puerta que estaba a un lado del salón del té; Jane lo había utilizado para recibir a sus amigas, a las personas que querían conocerla, y a sus profesoras favoritas. Sin embargo, el lugar distaba de tener el mismo color que cuando ella vivía. Todo el corredor, adornado por candelabros lujosos, y cuyo piso alfombrado invitaba al romanticismo, estaba cargado de vicio. Así lo sentía ella. Y así lo corroboró en cuanto Charlie llamó dos veces a la puerta.
Jane no podía respirar, no percibía el oxígeno ni se preocupaba de la expansión de sus pulmones, pero supo que, de haber tenido pulso y ritmo cardíaco, estos habían sufrido un salto. En el momento en el que el rostro de Alexander Ambrose apareció frente a ella, y frente a Charlie, Jane se dio cuenta de cuánto había pasado el tiempo.
Alex llevaba barba; no era gordo, no era humilde, sus ojos eran de expresión dura. Y con todo, era demasiado apuesto...
Su mirada, aun así, despertaba desconfianza. A su lado había una masa deforme de energía; lo que debía de ser el rostro, era un amasijo de carne putrefacta, con ojos rojos como el magma, y dos astas saliendo desde, debía ser, el cráneo. Jane se obligó a mantenerse de pie junto a su hermano, que se había guardado las manos en los bolsillos del pantalón de lino. Alex, en cambio, empujó la puerta y le hizo una seña a su visitante.
Charlie dudó, pero accedió a entrar, y Jane se apresuró a seguirlo.
—Nazareth dice que tú tienes la nota que dejó Elmar —le oyó decir.
Brotaba ira de sus poros en la piel; tenía el semblante afectado por la contención, y cada rasgo fino de su cara se había contorsionado. Todo él era un monumento al odio.
E iba dirigido a Alex.
—Sí, me la entregó para ver si sabía qué significaba —contestó Alex.
Miraba a Charlie aunque este no le devolvía ningún tipo de gesto.
Asintió, sí, pero no dijo nada más que—: Supongo que no supiste.
—Mi nombre. Mi fecha de nacimiento. El lugar donde nací.
Charlie aceptó el papel que Alex le ofrecía. La tensión se podía cortar en el aire. Jane miró a Alex y a Charlie de manera constante, para poder descifrar de quien era todo ese odio. Su hermano era incapaz de sentirse así por nadie. Y Alex...
Jane cerró sus ojos fantasmales y se dejó caer en una silla.
Y ocurrió algo extraordinario: emitió un chirrido.
Si Charlie lo notó, no dio muestras de haberlo hecho. Pero fue Alex y su masa de negatividad quienes la miraron con algo más que disimulo. Los ojos de su amado la escrutaron durante unos segundos. Luego tragó saliva, volvió su atención a Charlie, que decía algo sobre un error en la interpretación de Alex sobre la fecha, y no volvió a mirarla más.
Pero su demonio...
Jane sabía que eso era un demonio. Aquella noche, la noche de su muerte, había olido a lo mismo en la cripta.
—Pero mira qué tenemos aquí —masculló, con voz cruenta, el demonio—. La princesa de Dunross, cruelmente asesinada por su novio.
—Apártate de mí... —intentó recitar Jane, titubeante.
Tenía un carbón en el pecho. Había apretado los puños y engarruñado los dedos hasta poder arañarse el dorso. No le dolía, así que apretó más. El demonio se carcajeó.
Alex, en ese instante, se llevó la mano al cuello.
Había empezado a asentir con torpeza y trataba de no mirarla.
Charlie seguía hablando, a pesar de que Jane ya no le oía.
—Ese jueguito evangélico funciona solo si es un santo, vivo, quien lo entona —se rio el espectro.
Jane quería abrazarse de Charlie. Pero estaba sulfurada por la presencia allí. Su voz sonaba a miles de voces gritando al mismo tiempo, de terror, de angustia; Jane recordó a Lázaro en el seno de Abraham, al rico suplicando que enviasen profetas a su familia, clamando porque depositaran una gota de agua en la punta de su lengua. El sonido que surgía podían ser palabras articuladas con saña, pero eran algo más. Eran la voz del infierno mismo, y ese ente estaba agazapado de Alex...
La ira podía ser diferente en fantasmas, no era consciente de ello; aun así, se sentía hervir por dentro, como si hubiera descendido al Hades.
—No tienes derecho —espetó.
—A diferencia de los fantasmas que no han elegido bandos —la sombra se movió, sin abandonar del todo a Alex; de su sonrisa se asomó una hilera de caninos. Jane se fijó que no había un solo diente incisivo y que toda su boca era un amasijo de muerte— nosotros, los demonios, no pretendemos ser otra cosa. Los ángeles se disfrazan de seres de luz, pero, como la perra esa que anda tras tu hermanito, siempre ocultan algo. De dónde vienen, por lo general. Y yo no te puedo ocultar mi origen. Lo que quiere decir que me interesa una mierda si crees que estoy obligando a mi humano a llevarme consigo.
—Vas a matarlo —dijo ella, en un impulso.
El demonio dio dos sonoros pasos sobre la moqueta del piso; Alex los miraba de soslayo. Charlie había sacado una pluma y estaba escribiendo algo sobre la hoja.
—Alex sabe que su destino está sellado —masculló el monstruo, desinteresado. Sacudió la cabeza, dejando un espectro de humo por toda la habitación—. Tu hermano, en cambio...
—Ni siquiera te atrevas a mirarlo —le exigió.
Cada minuto que pasaba, Jane se sentía más llena; era como si hubiera sido un dinamita y ahora mismo, en esa parte exacta de su segunda vida, hubiera encendido una mecha.
Algo iba a estallar si el demonio no cerraba su boca.
—Entonces... —iba diciendo Charlie, dirigiéndose a la puerta; estaba raro y se acariciaba de nuevo el pecho, a la altura del corazón. Jane lo imitó—. Te espero en el despacho.
La puerta se cerró. Jane se quedó del otro lado, cuando Charlie se iba.
No pudo seguirlo.
Y, al girarse, se dio cuenta de que Alex había sacado algo del interior de su camisa. Era un dije redondo, con una cruz de santería grabada. Jane sabía lo que decía en ella.
—Jane —murmuró él.
Ella había apoyado la espalda en la puerta.
El demonio se carcajeaba.
—Dice que voy a matarte; se acaba de ganar el premio a la hipócrita mayor. Bueno, Carice compite muy bien...
—Silencio —espetó Alex.
Parecía no querer acercarse del todo.
Jane se sorprendió de lo poco que recordaba sobre él; en realidad, lo más claro en su mente de fantasma era esa noche de octubre, el ritual, su pelea previa, la promesa que rompieron de amarse sin importar nada ni nadie; y ella cayendo en un profundo vacío a donde él no había querido acompañarla.
Por eso debía de terminarse todo.
—Ya es hora, Alex —dijo.
Su voz sonaba rota. Alex se veía escéptico y se aproximaba como si fuera un gato, y ella el ratón al que quería darle caza. La risa del demonio era estridente. Jane sintió reverberar la ira y la frustración juntas. Era un volcán activo. Y el odio su magma.
Alex negó con la cabeza; su rostro era una máscara de imperturbabilidad. No lo recordaba, y aun así estaba completamente segura de que ese no era el chico al que había amado. Ese no era su Alex, el de la poesía, el que creía en los ángeles, el que estaba seguro de que Dunross era un sitio poderoso, y que había mucha energía en él.
Lo que Jane veía, era al demonio y a su títere.
Apretó las manos en puños, mirándolos a ambos.
—No eres bienvenido —dijo—. Vete. No eres bienvenido. Vete. —Alex dio un paso rápido, sin llegar a ella del todo. Entonces, sin poder soportarlo más, con la piel hirviéndole de rabia y el corazón a punto de explotarle, gritó—: ¡Tú, traidor, aléjate de mí! ¡Vete! ¡Déjame!
—Es por Charlie, Jane. Este no es tu lugar. Escúchame... —Alex sonaba desesperado.
No lo comprendía.
Ella lo había amado tanto...
—No, no. Por favor.
—Sé que lo amas, Jany, amor mío; mírame... Por favor, mírame
Obedeció.
El demonio se reía sin parar.
—Tú no sabes lo que es el amor —sentenció.
Alex esbozó una sonrisa, bajó la mirada un instante y al siguiente, le mostró una faceta distinta; le mostró algo aterrador, tanto como sus propias palabras, cuando dijo—: Yo morí el día que te fuiste. Y he pasado todo este tiempo soñando con buscarte una vez que te dé alcance, pero... —Volvió a negar con la cabeza—. Esta no es la forma. Charlie... Jane, si no le dejas, corre un grave peligro.
—La niña cree que yo te puedo matar —se burló el demonio.
Jane los miraba a uno y a otro, hasta que al final se hartó.
Dio un paso al frente...
—Lo único que quiero es mostrarle al mundo que estamos aquí —le dijo a Alex—. Quiero que todos sepan que tú tenías razón. Que la tuviste todo el tiempo. Y me quedé con Charlie porque estaba muy triste y se sentía culpable por mi muerte y también te culpa a ti.
—Me culpa porque soy culpable y porque tu padre lo obligó a quedarse callado —respondió Alex, sombrío.
—Y le estás chupando la vida —agregó el demonio—. De hecho, se veía bastante mal cuando se fue.
Jane frunció las cejas. Se volvía a recargar en la puerta de la habitación.
—El mundo va a saber que yo tengo razón —aludió Alex. El demonio asintió—. Trabajé en ello, Jane; hice lo que me pediste, seguí con tu trabajo; está todo bien ahora. Sé que falta poco. Falta poco.
—Jamás le haría daño —musitó.
La cosa detrás de Alex echó su horrenda cabeza hacia atrás y soltó una carcajada de debió de haber cimbrado el castillo con sus cuatro torres. Jane lo miraba con tanto desprecio, que una fuerza inaudita la sobrecogió. Caminó hasta estar frente a él.
Era mucho más alto que Alex en su forma demoníaca. Tenía las piernas torcidas y patas de cabra; en lugar de manos, poseía garras. Y una de esas fue la que levantó para impedir que se acercara.
Alex se interpuso entre ellos...
—No, Jane —le suplicó en tono dulce.
Jane posó la mirada en la de él.
Había amor ahí, era verdad. Pero estaba el reflejo del demonio, sonriéndole desde la retina.
—Él te ha engañado —susurró.
—Pronto, Jane, la tarea estará terminada. Pronto. Ahora tienes que dejar a...
—Es tarde —dijo el demonio.
Esta vez no sonreía.
—Está lejos de él —masculló Alex, el rostro congestionado por la ira.
—No importa; lo ha chupado demasiado. Y si hay dos cosas que un fantasma no puede experimentar sin matar a otro, esas son odio y felicidad. La niña está llena de odio.
Jane sacudió la cabeza violentamente. Alex la miró solo un segundo y al siguiente se echó a correr hacia la puerta; el demonio, con paso eficaz, se le acercó. Olía a una peste indescriptible. Y, cuando lo tuvo cara a cara, Jane pudo ver su pecado de frente, el que había cometido al quedarse, pensando que ayudaría a su padre, y que cuidaba de Charlie a donde quiera que fuera.
—En tu defensa, la mayoría de nosotros perdemos la memoria cuando pasamos a este plano —dijo la criatura; Jane hubiera querido llorar lágrimas amargas, pero no podía; y el demonio no se detuvo—. Yo me demoré tan solo dos años humanos en caer a este lado. Pero tú eres un caso especial. Mira que matar a tu propio hermano... —Silbó—. Ese día invocaste a un demonio poderoso.
Jane no lo recordaba.
Gritó más fuerte. El piso tembló debajo de sus pies.
El demonio ladeó su tozuda cabeza.
—No es verdad.
—Lo hiciste. Por eso estás muerta —le tocó el mentón con una uña ensangrentada. Y cuando Jane lo miró, lo recordó todo; el ritual, a Charlie gritando su nombre, a Alex con los ojos rojos llenos de miles de crímenes y tortura, poseído por eso que ella había traído—. Y ahora te estás convirtiendo en uno de nosotros. Tal y como dicta la tradición.
Cerró los ojos. Al abrirlos, estaba al lado de Charlie.
En el suelo.
Había varias personas ahí; Alex entró con estrépito y se arrodilló junto a él. Respiraba de manera dificultosa. Jane levantó la mirada y vio cómo se inclinaba para decir algo. Ella no le oyó y si Charlie lo hacía, no se pudo dar cuenta. Su hermano tenía los ojos cerrados, y un hombre de corpulencia pasmosa estaba quitándole la corbata y desabotonándole la camisa.
—E-Estaba bien —decía Carice; había una muchacha al pie de un sofá, cruzada de brazos y con la mirada clavada en el peso muerto que era Charlie—. S-Se desmayó... Él se...
—Carice, cállate —gritó el tipo corpulento y apuntó al teléfono del escritorio. Jane reconoció el despacho que una vez había sido de su madre y que ahora le pertenecía a Charlie—. Llama al doctor Ritz, está en la galería; maldita sea, no siento su pulso... —Se irguió, sentándose en sus talones.
Alex estaba sentado en el suelo, junto a él. Y, aunque murmuraba cosas ininteligibles, sin dejar de observarlo, su atención estaba puesta en otra cosa. No paraba de respirar, atropellado, y la miraba por el rabillo del ojo solamente.
Carice ya se encontraba llamando por teléfono... El hombre corpulento se arremangó la camisa; la chica de pelo castaño y cara de ángel se había arrodillado también.
—No le late el corazón —musitó el tipo.
—Necesita primeros auxilios —le indicó la muchacha.
El hombre mandón asintió y empezó la tarea al tiempo que la chica le ayudaba a despejarle el pecho de las telas de la camisa y el saco. Jane observó a su hermano, tendido en el suelo; su pecho no se movía y sus facciones habían palidecido.
Eres tan joven.
Tan inocente...
Miró al ángel que, apostado detrás del escritorio, daba indicaciones a alguien; su cara parecía tallada en hielo; ella también la miraba directamente. Jane le suplicó en voz baja. Carice se limitó a decirle al teléfono—: Al parecer, sufrió un paro cardíaco.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro