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El súbdito leal (5)





El súbdito escuchó los grillos arrastrándose en el suelo; había bajado los pesados escalones hacia las mazmorras creyendo que encontraría a su prisionero dormido, o quizás desmayado por la falta de comida. Aquellos días, al súbdito le había costado muchísimo bajar; Carice, la horrible administradora del viejo conde, no paraba de darle órdenes. Empuñó la lamparilla y se aupó, maldiciendo entre dientes.

Un plato con papas cocidas amenazó con deslizarse sobre la bandeja.

—Odio este maldito castillo —murmuró para sí, poniéndolo en su lugar.

En otro momento, habría perdido la paciencia, pero era bastante consciente de su posición; el paso se había dado. Estaba en la recta final para encontrar el artefacto; la oz que poseía las facultades mágicas de las que se llevaba hablando diez años. Y esa noche, sabía en lo profundo, daría comienzo el principio de su victoria.

Iban a pagarle bien por conseguir el objeto manchado con la sangre de Jane Mornay, aquella oz pequeña con la que se había obtenido su alma. Las personas a su alrededor comentaban que con ella podían llevarse a cabo un sinfín de milagros. Además, era bien sabido que el acto monstruoso que la creó todavía no había terminado, así que su tarea estaba siendo mucho más difícil de terminar.

—Ojalá que no hubiera husmeado —replicó ante el bulto arrodillado en el suelo.

—Ojalá que tu vida lo valga —le respondió Elmar Kramer.

El súbdito se sentó en una silla y dejó la bandeja de comida delante de él. No se movió. Encadenado de manos, con los eslabones torno a los pies, el doctor se lo quedó mirando.

—No me importa lo que esos fanáticos hagan con la oz —murmuró; pateó la bandeja y observó, con regocijo, cómo Elmar daba un salto de sorpresa—, Charlie llegó esta tarde. Carice me ha dejado en paz un rato para prepararle sus habitaciones, así que me permití traerte un aperitivo, no quiero que te mueras, Elmar.

—Qué cuidadoso me has salido —repuso el doctor, con tono amargo.

—Es cierto; si te mueres, me pagan menos, levantará sospechas. Ellos no quieren muertos y a mí se me conoce por hacer mi trabajo bien. Muy bien, en realidad.

—¿Cuánto tiempo crees que va a pasar antes de que se den cuenta de que estoy aquí? —le preguntó.

—Dunross se edificó sobre las ruinas de la antigua fortaleza de los duques de Sutherland —le contó, como si hubiera preguntado eso en específico; tenía acidez y las horas sin dormir habían comenzado a pasarle factura. Por fin, aunque titubeante, Elmar empezó a engullir; los grillos de sus cadenas emitían tintineos molestos. Pronto le daría jaqueca—. Verás, las mazmorras se encuentran a tres metros bajo el sótano. —Elmar lo miró, horrorizado—. Sí, por eso te falta el oxígeno. Es una suerte que no padezcas del corazón.

El doctor, que tenía un aspecto terrible desde que le había metido allí, tras capturarlo en Edimburgo cuando intentaba seguirle el paso, agachó la cabeza; estaba despeinado, macilento y despedía, claro, un olor nauseabundo. El súbdito miró en todas direcciones. Había sombras y raros vestigios de artefactos usados para persuadir a los prisioneros que hubieran tenido la mala fortuna de entrar. Algo le decía que pocos habían logrado salir. Y, a pesar de que su intención no era asesinar a Elmar allí, sabía que ese momento llegaría tarde o temprano. Aún no. Pero llegaría. Pronto se vería en la necesidad de eliminar sus huellas, cuando consiguiera la oz y pudiera entregarla para recibir su pago. Mientras tanto, más le valía conservar con vida al doctor; si algo salía mal, era su puerta a la salvación.

Su único impedimento era el conde, que guardaba y celaba la oz como si fuera cierto lo del sortilegio que yacía sobre ella.

—Escuche, doc —lo apremió, tras rascarse la ceja—, si usted me dijera...

—Sé lo suficiente de guerra y muerte como para no ser capaz de mirar cuándo estoy muerto. Así que no vas a obtener nada de mí. Más te vale matarme de una vez.

—Es solo una estúpida cuchilla.

Elmar negó con la cabeza.

—El trabajo de mi vida no va a terminar en las manos equivocadas.

—Sí, sí, sus hombres oscuros. El conde me lo ha dicho cada vez que puede. —Le puso la luz de la lámpara sobre el rostro; estaba pálido, mortecino y las arrugas se le acentuaban—. Yo no juego por buenos o malos. Juego. Y ya está.

—Prefiero perder antes que entregar...

—Su hija le está siguiendo el rastro —lo interrumpió—. Tiene veinticuatro años por lo que sé.

Por fin, vio un cambio radical en las facciones del hombre. Recorrió la silla.

—Puedo pagarle también —susurró, aunque su voz carecía de fuerza alguna.

—Soy un súbdito leal —se rio—. Y las personas para las que trabajo pedirían mi cabeza en cuanto les traicione.

Elmar asintió y apoyó la espalda en la roca fría, negra, de atrás.

—Nazareth es apenas una muchacha.

—Y muy linda.

—No sabe nada.

—Sé que no sabe a lo que usted se dedica. Es una de esas princesas que viven en un mundo color de rosa.

Los ojos del doctor se entrecerraron. Había tocado fibra sensible y lo sabía, pero se le estaba acabando el tiempo; Carice encargaría que bajaran algunas de las antigüedades a la vieja bodega, desde donde se distinguía a la perfección el uso constante de las antorchas. Por otro lado, si Alex Ambrose llegaba a Dunross tendría que correr más riesgos. Muchos en su mundo le tenían miedo. Él, en lo particular, no poseía un motivo concreto para huir de su presencia, pero nunca estaba por demás precaver.

Si debía usar a la niña, la usaría sin pensarlo.

—La oz...

—La oz no es una cuchilla, pedazo de imbécil; no te han pedido que busques el artículo que mató a la hija de George —notó que lo decía a desgana; estaba asustado por su hija. Se sintió victorioso y a la vez perdido si no había entendido algo tan... importante—. George y yo...

El súbdito sacudió la lámpara; su radio emitió un ruido de estática. Allí abajo, era seguro que no recibiría señal, pero prefirió apagarlo. Cuando Elmar se percató de ello, aspiró hondo, con la respiración jocosa, y cerró los ojos.

Si no lo mataba el hambre lo haría la falta de oxígeno.

O el corazón...

—He oído cosas.

—Nunca has oído nada de lo que sabemos. Y dudo que hayas leído Hombres Oscuros.

—Explíquese.

Elmar Kramer abrió unos ojos espantosos, como de aparición infernal. El súbdito no se dejó amedrentar y le sostuvo la mirada.

—La oz es un compendio. Un diccionario. Sí, sirve para matar, pero no lo que te imaginas.

Empezó a toser. Por un segundo, creyó que le estaba tomando el pelo.

Pasados varios minutos, cuando vio que se había recompuesto, le dijo—: Así que un diccionario. Viejos enfermos, seguro que se trata de invocaciones diabólicas.

Habían pasado cerca de dos semanas desde su captura. Y nunca lo había visto reírse. En ese momento, la sonrisa de Elmar le sorprendió tanto que se planteó la curiosa idea de leer alguno de los trabajos del conde, en los que participaban como investigadores principales Alexander Ambrose y Elmar Kramer.

Era algo gordo.

La oz que no tiene filo pero mata dos veces.

Eso le había dicho su empleador.

Frunciendo el ceño, el súbdito se levantó y recogió la bandeja. Dejó un par de sándwiches junto a los zapatos de Elmar y él le clavó la mirada con tanto hastío que se vio obligado a sonreír.

—Nosotros no invocamos —gritó Elmar cuando el súbdito ya se había dado la vuelta. No se giró, pero se detuvo a oírle decir—: Solo traducimos. —Una tos—. Toda lengua necesita un traductor.

Subió las escaleras con el corazón acelerado, decidido a leer Hombres Oscuros y a investigar todo lo que existiera, hasta en el mercado negro, sobre lenguas muertas... 

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