El pecado de Elmar Kramer (30)
En otros tiempos, cuando solía viajar por placer, Eco encontraba detalles en la humanidad con los que se sabía en la certeza de que no era como el promedio de personas. Aquellos días había calificado de «locos» a los Mornay, de «religiosos» a los Kramer y de «fanático desquiciado» a Alex. Pero todas esas etiquetas quedaban cortas para la atea Nazareth quien, con una determinación avasallante, miraba la hoja afilada de un enorme cuchillo de caza.
Podía leer en sus ojos azules la oscuridad.
Eco estaba indeciso.
¿La sometía y evitaba lo que iba a hacer? ¿Debería salir huyendo de Dunross y no volver a poner un pie en las inmediaciones de Aberdeen? Su balanza interna estaba vuela loca. De lo que no tenía la menor duda, era del aspecto raudo de la muchacha; creía muy poco probable que hubiera perdido la razón en el trayecto de la noche. Hasta la había visto recobrar un poco de color, luego de su encierro autoimpuesto en el solar.
De todas las cosas que se le pasaban por la mente, la única que tenía sentido era que Nazareth se había convertido en el pecado de Elmar Kramer. El mayor. Apenas si había vivido. Eco estaba seguro de que, si Dios se probaba a sí mismo, lo haría a través de alguien como Naza Kramer, a quien se le aproximó a pesar de las objeciones de la bruja.
—Escúchame bien, niña —dijo, apuntándole con el dedo índice—. Lo que hagas en esta bóveda del demonio te arrastrará al infierno.
—En el fondo eres muy inocente, Eco —puntualizó ella, sin levantar la mirada. Poppy había cerrado la puerta principal de la cueva de engranajes donde se hallaban y ahora los golpes de quien estuviera tratando de entrar eran más desesperados. Naza ignoró todo el ruido, tragó saliva y lo miró entonces—. La sangre tiene poder.
Él negó, efusivo y al borde de la histeria. En cuanto abrieran la puerta las cosas cambiarían para mal. Tenía el presentimiento.
—Ya ha decidido —dijo Carice—. Apártate, Eco.
—Están locas —insinuó, mirándolas de una por una—. Es...
—Solo observa —dijo Poppy—. Mira lo que ocurre a tu alrededor. Los Mornay seguirán malditos el resto de su existencia. Jane vendrá a por cualquiera que lleve su sangre.
—Y Charlie es el último —insistió Carice—. Creo que ese era mi único trabajo. Mantenerlo con vida.
En ese instante, Eco vio cómo Nazareth se relamió los labios. Pensó en Alex y en todo lo que sabía sobre él; incluso pensó en la sospechosa investigación del inspector de la región, y su ridículo reporte del incidente en la cripta Mornay. Los únicos presentes, en ese altercado —o desgracia— habían sido Charlie y Alex. Y ninguno de los dos estaba ahí, sino afuera, queriendo entrar. En la mirada de Charlie, sin embargo, había menos vitalidad que en la del otro hombre, al que ahora comprendía mejor.
Había un ente diabólico rodeándolo. Eso le daba vida.
El cuchillo de Naza...
—Asegúrate de hacerlo de un golpe —le sugirió; las palabras de su madre revoloteaban en sus pensamientos.
Ella se lo había advertido. Todo. Su destino, su vida en soledad, hasta que llegara un momento en el que descubriría quién era y para qué servía. La mujer que tenía al frente, aunque menor, se le antojó años luz más sabia que él mismo. Eco había participado en múltiples horrores. Robos millonarios, recuperaciones artísticas, hasta las investigaciones de paraderos desconocidos. Y nada lo había hecho sentir tan útil que cuando Naza le pidió que la llevara a la Torre, sana y salva, solo porque Poppy decía que su alma —ahora que creía en los espíritus y esas parafernalias— era volátil. Mutaba. Como un camaleón, se adaptaba a lo que hubiera en derredor suyo.
Era tarde para retroceder. Cuando se abrió la puerta, los pesados pasos de varias personas causaron una cacofonía en el cuarto, cuyo techo era tan alto como cualquier chapitel en cono. Charlie fue el primero en aparecer. Un gesto de alivio se formó en su rostro al encontrar a Nazareth de pie en la mitad del mecanismo del reloj averiado. Carice clavó la mirada en él y se apartó levemente cuando este sujetó a la muchacha por los hombros.
—¿Es que te has vuelto loca? —Eco lo escuchó con sus bienvenidos dos metros de distancia. Pero aun así él lo interceptó y enarcó las cejas—. Pensé que estabas de mi lado.
—Como si no supieras qué tipo de mujer es —rechinó los dientes tras decirlo, incapaz de mirar a nadie a los ojos.
Era partícipe del crimen que se llevaría a cabo, ¿y qué les diría a las autoridades? Ah, sí: señores agentes, señor inspector, un inocente se sacrificó esta noche para enviar a una manifestación infernal de vuelta a su cloaca. Tienen que entenderlo, había miles de almas en su poder, quizás tantas que ni el censo de toda Escocia podría equipararlas.
Con una mueca, se volvió y miró a la ventana. Desde allí, si aguzaba la vista, podía ver la cala y a las olas romper gracias al incesante viento septentrional. Al lado de este, los campos de brezo, los montículos liliáceos y purpúreos que se tragaban las ovejas cuando se las llevaba a pastar. Un bosque, un paraje, cielos azules; vida. Había vida afuera. Y muerte dentro de Dunross.
Eco pensó que debía decirle a Alex... Advertirlo.
Pero el corazón de Charlie, en ese segundo, parecía más valioso. Además, Poppy estaba más confiada que nunca, desde que la había visto por primera vez. Siempre iba a con las llegadas y esporádicas visitas de Charlie al castillo; vestía como una gitana y sus ojos, rojos como la sangre, solo podían compararse con eso: heridas profundas y muy mortales. No obstante, el cariz y la tranquilidad hermosa no las había perdido ni siquiera al saber lo que Naza quería.
Interrumpiendo sus frases y dolores cerebrales, escuchó la intervención de Carice—: No tendrías que estar aquí.
—Creí que habíamos acordado algo —fue Alex quien respondió—. Naza, dame ese cuchillo. No lo hagas.
Casi estuvo a punto de girarse e intervenir. Pero siguió mirando el vacío. En un acto de cobardía, cerró los ojos, y agachó la cabeza. Luego se percató, al abrirlos, de la neblina que danzaba en el suelo. Las vigas, maderos y postigos habían quedado ocultas tras un manto blanco, espeso y heladísimo.
Un ruido estremecedor surcó el techo, como si alguien caminara encima de la torre. Eco se volvió justo para ver cómo un ventarrón azotaba la ventana y hacía entrar un viento que olía a carne putrefacta. La neblina, poco a poco, cambió de color. Se había encorvado por el susto; por si acaso había vidrios. Pero todo lo que había entrado era una sombra de proporciones monumentales.
El pecho se le contrajo. Miró hacia los demás, pero lo único que podía ver era humo. Sí, humo, no neblina.
—Llegas tarde, hermanito —dijo una voz y mil a la vez—. Hemos esperado mucho.
—¡Jane! —Era Alex, que gritaba desde algún punto en la habitación, pero Eco no podía localizarlo.
En cambio, pegado al muro, medio ciego y con escozor en los ojos, Nazareth sí lo miró desde el otro lado. Eco palpó la pared de madera y avanzó con sigilo. Se sentía como una serpiente. Al tocar el monstruoso alféizar de la ventana, Naza llegó con él y cerró los ojos un pequeño momento. Lloraba como una niña que había perdido a sus padres... No. Lloraba por algo que había ganado.
Tal vez conocimiento.
Al ver a Alex, Eco supo cuánto dolía la ciencia. En la carta que había hallado en su habitación, ponía un montón de sinsentidos; era obvio que ella sí les había encontrado significado. Cuando la agarró por los brazos para que no se dejara caer, se le acercó lo suficiente. El toque le regaló una inyección de adrenalina. Naza se pelincó y susurró en su oído:
—No dejes que lo impidan.
Se limitó a asentir.
Y ella volvió a mirar al centro de la bóveda. La neblina ahora llegaba al techo y el frío ya le había entumecido las extremidades. Con el pelo bamboleándose, Naza dio dos pasos y la madera crujió. Un gruñido furibundo llenó el espacio. Eco se movió detrás de ella, pero le hizo un ademán para que se quedara en su sitio.
Alex apareció frente a Nazareth y la encaró con los ojos desorbitados.
—No puedes pararla —dijo—. Dámelo. No lo harás. No tú.
Ella miraba a todos lados.
—Empezó aquí y aquí termina.
—Nazareth... —le advirtió el teólogo.
Eco vio cómo ella empuñaba el cuchillo con ambas manos.
Y los ojos de Alex se convirtieron en dos pozos llenos de lava e ira. La sujetó, fervientemente, por el cuello. Ella se cayó al suelo y él se colocó encima, presionando las manos alrededor de un músculo que no resistiría demasiado, comparadas las fuerzas. Sin embargo, no soltó el cuchillo. Eco se movió deprisa y, de un tirón, sacó a Alex del jirón de cuerpos. Naza tosió y se llevó la mano libre al cuello, para aliviarse el dolor, supuso. Estaba sentada en el piso, con las piernas flexionadas.
El resto de personas parecían haber desaparecido.
Eco miraba a Alex y él se retorcía en el suelo.
—Mío... —rugió una voz en la cima de la torre, acompañada de un trueno veloz.
La luz del sol se había esfumado.
Nazareth, a su lado, lo miró con las cejas elevadas. Respiraba con revoluciones aceleradas y tenía las mejillas tan rojas como si le hubieran pasado algodones con sangre por ahí. Ignoró todo eso y se agachó, arrastrando a Alex a la orilla, cerca de la ventana. Ella lo siguió.
—No es tuyo, Jane —murmuró.
Carice, cuando la neblina cedió un poco, surgió de entre la bruma.
—Nos bloquea —dijo—. No me queda mucho tiempo, Nazareth.
La aludida miraba a Alex.
—¿Qué ha pasado?
—Alex está conectado a Leibniz. Y Jane tiene a Leibniz. Le ha dado justo lo que quería.
Eco hacía lo posible por mantenerlo quieto, pero sus manos y piernas eran largas y fornidas, así que le costaba mucho. Nazareth echó un vistazo alrededor, mientras la niebla cedía, sin soltar ni un segundo el cuchillo. Miraba a Alex con cierto repudio... Pero Eco era consciente de que, a quien en realidad miraba, era a Jane.
—Es ahora o nunca —repitió Carice.
—Nazareth —Charlie tiró de su brazo y la miró a los ojos—. Olvídalo —dijo, al mirar a Alex y al cuchillo—. Te dije que no...
—Alex lo sabía —dijo Poppy. Tenía una ceja partida y el rostro lleno de sangre. Se había golpeado con algo durante la ciegues. Los miró a todos como si su explicación bastara—. Siempre supo que este día iba a llegar.
—He dicho que no.
La voz de Charlie era fuerte. Pero cuando habló, la imagen de una pequeña apareció junto a él. No. Era una jovencita de pelos ondulados y hebras rubias. Muy parecida a Carice. Miraba con tristeza a Alex... Y luego a Naza. Eco soltó las manos de su antiguo empleador, se irguió e intentó alcanzar a Nazareth cuando se percató de lo que iba a hacer.
Ciego.
Él. Estaba ciego.
Alex lo sabía.
La impresión que le había dado el teólogo, al defender siempre con tanta fiereza la imagen de Charlie, era una particular; la de un hombre que ha perdido a su mejor amigo, la de un hermano que está orgulloso del otro, la de un tipo cuyo amor ha sido frustrado. Era demasiado tarde para saberlo. Debió haberlo visto en ella.
Lo intentó una última vez; el aire se interpuso entre él y Charlie, que recibió la estocada con un gemido profundo e, ipso facto, se miró el tórax. Carice lo sostuvo más... Pero él usó toda su fuerza y dio dos pasos hasta que pudo sostenerlo por los hombros, antes de que se desplomara en el suelo, de rodillas.
—¿Qué hiciste? —preguntó Eco, con un hilo de voz.
No se explicaba la cólera. No se explicaba la sensación de ahogo. Y no se explicaba nada de lo que había ocurrido entonces; un momento, Naza miraba a Alex con desprecio, y al otro... No podía ser.
—Alex, despierta —Poppy le palmeaba las mejillas—. Tienes que leerlo. Por favor, despierta.
Lentamente, mientras Eco se arrodillaba junto a un sangrante Charlie, Alexander Ambrose abrió los ojos; dos gruesas lágrimas le descendieron por las mejillas al mirar. Carice se había apartado y veía, desorbitada, la sangre que manaba de la boca de su nieto.
—Ha sido culpa tuya —gritó—. Locas del demonio...
Miró a Charlie, al que le sujetaba la cabeza con una mano. Pero había cerrado los ojos. Poppy se le acercó. Al intentar tocar el mango del cuchillo, Eco le golpeó la muñeca.
Le salía aire caliente a través de las fosas nasales. Había un monstruo de horror y culpa en su pecho. Solo en ese instante se atrevió a mirar a Nazareth. Si antes sus lágrimas le habían parecido de impotencia, su gesto indiferente, la manera gélida en la que miraba la escena —Alex se arrastró como pudo hasta él y ahora buscaba algo en su maldito diccionario—, la boca fruncida y los ojos sin vida; era la materialización del dolor y la pérdida.
—¡Tenemos que hacerlo rápido! —dijo Poppy.
Por mecanismo, y porque sabía que en realidad no había nada que pudiera hacer contra una puñalada en el corazón, dejó la cabeza de Charlie en la moqueta y se echó hacia atrás, con las piernas flexionadas. Tenía las mangas de la camisa, el pantalón y las manos manchadas de sangre. Alex empezó a leer cosas...
El aire a su alrededor era irrespirable.
Eco siguió el rumbo de la neblina, que circundaba a Nazareth.
—¿Por qué? ¿Por qué tenías qué hacérselo precisamente tú?
—No tengo las manos limpias —dijo ella; su inexpresión hizo que Eco tomara valor y se levantara.
—Le has matado. A él. —Señaló a Charlie.
La neblina subía y a veces le era imposible ver el corredero de sangre. Pero escuchaba a Alex en esa especie de oración demoníaca, y escuchaba cómo Poppy repetía. Su atención, aun así, era toda para Naza, la niña dulce, la de modales pulcros. Eco se le aproximó dando tumbos. Estaba mareado por los olores de la sangre. Y dolido.
Se tragó un nudo que se le había formado en la garganta, justo al pararse frente a Nazareth.
—Le has matado —repitió.
Ella no se inmutó.
—Hay vida en la muerte misma —dijo.
—Basta ya de sus misticismos hipócritas —espetó—. Estás igual de loca que ellos.
Eco quería salir de la habitación. Pero se detuvo a mirar a Carice. La sangre de Charlie seguía esparcida en las tablas y se escurría por algunos resquicios. Apretó los puños e intentó recordar cuándo le había visto por primera vez; la imagen, la afrenta, la decisión, la nobleza, la arrogancia, todo de lo que le consideraba capaz ahora era parte de un recipiente vacío. Así como se había sentido una pieza correcta en aquel castillo, sintió que era un inútil al no prevenir su muerte.
Los Val Helsing, realmente, siempre hemos cuidado de la sangre del conde.
La retórica favorita de su madre.
Se preguntó qué diría si supiera lo buen descendiente que era. Iba a caminar hacia la puerta de salida cuando oyó la palabra de Nazareth.
—Lárgate. —Alex se había erguido. El diccionario estaba en el suelo, junto a Poppy, que le sacó el cuchillo a Charlie del pecho, provocando que la sangre manara ya con menos fluidez—. Lárgate. No es tuyo.
Nazareth parecía segura como una roca en un descampado. Si había emociones en ella, no las aparentaba. Ni siquiera ante la figura que no la alcanzaba en altura. Podría medir casi metro setenta. O más. Jane, por su lado, pasaba apenas el metro sesenta. Estiró una mano. El instinto de Eco lo lanzó al frente, de dos grandes zancadas. Un viento tibio y renovante sacudió el pelo de Naza y lo hizo retroceder. Carice intentaba acercarse.
—Alex, aléjate de ella —dijo el ángel, si es que, después de lo que había hecho, todavía lo era—. ¡Alex!
El otro siguió hablando. Le hablaba al demonio.
Eco, después de haber presenciado en más de una ocasión un interrogatorio poco fructífero, supo que aquello era un error. Y algo inútil. Y supo por qué había sido Nazareth la que le diera el último golpe a la curiosa y triste existencia de Charlie. Supo por qué ella miraba a Alex con tanto rencor, y supo, sobre todo, que el destino sí se podía modificar.
—No puedes ayudarla —dijo Carice.
—Vete —Nazareth seguía hablando.
Nadie logró convencerlo.
Alex se acercó por la espalda a Jane, a lo que quedaba de ella, y la abrazó. Le puso la cara en el hombro y susurró algo en su oído. Acto seguido, se impulsó hacia el frente, junto a Nazareth y cayó por la ventana. Nazareth trastabilló a un lado de ellos, asiéndose de lo primero que tenía a la mano. El alféizar se despostilló con su peso.
Eco le sujetó la muñeca, saltando justo a tiempo al frente.
No quiso mirar al vacío. La adentró en la bóveda del reloj, y se tiró al suelo con ella. Asustado y sin aire en los pulmones, se recargó en el muro. Nazareth lo imitó. Al frente, Carice se había acuclillado junto a Charlie. Poppy agarró el diccionario ensangrentado, retrocedió y, ahora sí con gesto de aflicción, gateó hasta ellos.
—Está hecho —le espetó.
Puso el diccionario junto a los pies de Naza. La misma mirada que le había dado a Alex minutos atrás, la clavó en el libro, como si este tuviera vida propia, como si fuera el motivo de sus desgracias. Eco la observó en silencio, sudoroso.
—Te hubieras cortado las venas si lo que querías era continuar con esta historia.
Hablaba por furia, pero habló de todos modos. Nazareth dejó de mirar el diccionario y fue a poner su atención en Charlie. Carice impedía que le vieran el rostro y el pecho, aunque la sangre se había aglomerado alrededor. Justo donde la sangre de la condesa suicida se había derramado.
—Lo habría hecho con gusto —murmuró Naza—. Pero no tengo las manos limpias. Ninguno de nosotros. —Cerró un instante los ojos—. Charlie era el único.
—Patrañas, Nazareth. —No podía evitar sentirse así, engañado—. Siempre hay opción. Lo sé bien.
—Eso aplica en las cosas terrenales. Lo sé bien. —Lo miró, cansina—. El espíritu de Charlie no daría más. He hecho que Jane se vaya...
—Pero ya no hay Mornays.
—Tengo las manos manchadas de sangre —susurró—. No es su sangre. Sino la de mi madre. —Eco parpadeó y Naza torció una sonrisa de dolor—. Soy atea desde que ella murió en mis manos.
No dijo nada más. Pero a él no le hizo falta; la había entendido perfectamente.
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