El Juego (20)
En la mitad de un pasillo oscuro, Abraham Wallace se detuvo a mirar la nada. Los corredores parecían vacíos. Era consciente de que daban las tres, e intentó que eso no significase lo que estaba pensando. Los ruidos de la tormenta eran uno de sus alicientes. El apagón en el castillo se debía a ello. También el aura fría que embargaba los muros a sus lados. Una extraña sensación de agobio se le había sumado al enojo y la preocupación. Aún quería tener la oportunidad de negarlo todo. Si poseía la oportunidad, diría que Dunross estaba llena de fanáticos religiosos; e ignoraría, de ser posible, aquella voz en la habitación de Alex.
Había pasado la última hora jurándose que salir corriendo sin mirar atrás era su única opción. Al menos la más saludable. Hasta la cárcel le pareció una salida más venturosa. Y por eso mismo había ido a buscar a Charlie; luego se encontró con una triste realidad; por muy obtuso y anticuado que hubiera sido, sintió un regusto amargo cuando supo de la muerte del conde. Una sirvienta le dijo. Así que se fue directo a la habitación de Charlie sin buscar a nadie más ni entretenerse en el camino. Anduvo con pasos determinados al ala frontal del castillo en penumbra, y tocó la puerta.
El muchacho no tardó en aceptar lo que le propuso.
Quedaron de verse en la habitación de Nazareth.
Era atea, le había advertido el hijo del conde, como si con esa etiqueta pudiera tranquilizarlo. Antes, Eco tampoco creía en Dios. Pero durante esas horas no había dejado de clamarle en silencio. Sin respuesta, claro. Lo hizo por alrededor de quince minutos, mientras aguardaba a que Charlie abriese la puerta. Hizo lo que quedaron. Corroboró todo lo que Charlie decía. Y, por si fuera poco, le entregó a la muchachita el resultado de sus investigaciones. Con ellas, sabría quiénes era su padre, George, Friedrich Swift y también Alex Ambrose. Después de eso había abandonado la habitación, sin pasar desapercibidos los ojos hinchados y los rasgos abotagados de la chiquilla; había llorado o quería hacerlo.
El corazón le palpitó con fuerza, cuando una ráfaga de viento le agitó el pelo de la nuca. Fue una sorpresa sentirlo; no se movió. Un relámpago iluminó el final del pasillo, a donde se alzaba una ventana. Mantuvo ahí la mirada, sintiendo cómo a su alrededor el frío caminaba de un lado a otro, olfateándolo; recordó a la sombra que se movía al lado de Alex, después de intentar mirar por el rabillo del ojo. En esta ocasión, no obstante, no cerró los ojos, sino que los abrió todavía más. Los entrecerró. Contuvo un respiro. Apretó los puños de las manos y dio un paso atrás.
Un ramalazo de viento reventó la ventana. Instintivamente, Eco se cubrió la cara con los brazos, pero a esa distancia los vidrios no podían darle alcance. Observó, inerte, el pasillo; las luces parpadearon. El halo de frío se movía. Y a sus espaldas, quizás a diez metros, se escuchó un grito que pudo haber cimbrado la moqueta. Eco miró por encima del hombro, a sabiendas de que esa voz chillando un «no» colérico, era la Nazareth. Soltó el aire abruptamente. Los pelos de la nuca se le erizaron al mismo tiempo que, en la barriga, se le aflojaban los intestinos.
—Malditos locos de mierda —refunfuñó, volviéndose.
Corrió de regreso a la habitación de Nazareth. Tiró del pomo dorado de la puerta. No se abrió y Eco sintió un escalofrío cuando, airado y sofocado, oyó que Charlie emitía un alarido de dolor. A pesar de no entender qué ocurría, escucharlos lo incentivó. Dio dos pasos atrás luego de empujar con el hombro la puerta, sin conseguir nada. La miró como si fuera un enemigo y, tomando un impulso, le dio una fuerte patada en la cerradura.
Cuando la puerta se abrió, Eco vio dos cosas inmediatas que captaron su atención. La primera, que todos los vidrios de las ventanas estaban rotos; la segunda, que Nazareth yacía recostada de pecho contra el suelo y se sujetaba la cabeza; iba vestida con una bata de seda. Pero eso no era lo más llamativo de su cuerpo; los desgarres en la prenda le llegaban a la cadera. Se la veían las bragas, de color melón; Eco ignoró el detalle. Pasó a ver, patidifuso, la sangre que le corría por la espalda, desde las heridas.
Las cortinas rasgadas de los ventanales estaban al vuelo, como si alguien tirara de las colas hacia el interior de la pieza. El frío era devastador. Con un amago de fuerza, tal cual si la gravedad allí fuera distinta y él pesase más, se adentró de lleno en el cuarto; fue hasta Nazareth haciendo un esfuerzo colosal del tamaño del castillo. Se acuclilló. Ella tenía el pelo lleno de trozos de vidrio, y también en los nudillos de la mano derecha había una herida no muy profunda. La espalda era lo más horroroso. Alguien le había trazado ahí, con un filo infernal, la gran eme Mornay, la antigua, la de las verjas y la que estaba grabada en el cementerio. Eco le dio la vuelta, con cuidado, a Nazareth, y trató de levantarla en brazos. La chica tenía los ojos apretados, pero gruesas lágrimas le caían por las mejillas. Susurraba cosas que, para el instante, resultaban ininteligibles.
—Charlie... —murmuró por fin.
Se desmayó mientras la tenía acunada.
Eco miró hacia el susodicho. Por instinto o por miedo, apretó a Nazareth en sus brazos.
La masa era desigual; cuando las luces parpadeaban parecía tener forma de una niña arrodillada frente a un inconsciente Charlie, cuya cabeza estaba recargada, a la fuerza, en la pared; pero en la oscuridad, cuando la pieza se quedaba sumergida en la penumbra, cuando se rodeaban de truenos y electricidad, lo que había en ese sitio era un monstruo de proporciones grotescas. La voz que surgía desde ella parecía unificada a mil más, y murmuraba una canción de cuna que Eco no reconoció. Entreabrió los labios sin dejar de mirarla. Trató de levantar a Nazareth otra vez. Sabía que, en una situación normal, hubiera sido fácil. Parecía delicada como una rosa, y ligera como una pluma, pero ahí, frente a lo que se le antojaba un ser salido de una cueva, como Gollum, y pesaba lo que una estatua de oro. Eco apretó las quijadas, se impulsó con la rodilla y se irguió. La mano derecha de Nazareth se descolgó una vez que él se giró para salir.
Volvería por Charlie, pero primero...
La bestia miró por encima del hombro. Eco no se movió. Nazareth pesaba muchísimo...
Infiernos...
—Déjalo —dijo.
—Satanás está cantando para mí —espetó la cosa, levantándose.
Apenas lo hizo, Charlie abrió un poco los ojos, pero no se movió. Eco le dirigió una mirada.
Se quedó pasmado al ver que la cosa se encaminaba en su dirección. La madera del piso resonaba como si fuera un tambor. Pero, en lugar de pies, la cosa tenía pezuñas. Era una chica, sí; la de los cuadros repartidos por todo Dunross. Sus cabellos rubios iban lacios y perfectos, y su piel tenía un aspecto terso. Minutos antes, le había parecido ver algo macilento, de textura rojiza y sanguinolenta. Pero lo que lo miraba en ese momento era una beldad tierna, de voz dulce, que sonreía mientras más cerca estaba de él.
—No puedes ayudarlos, Eco —dijo la cosa.
Prefería no llevarle la contraria.
—Quédate con tu hermano —susurró apurado.
La cosa hizo una mueca, mirando a Nazareth. Le tocó la mejilla y la chica se removió, como si aquello le provocara un dolor profundo —el aliento de la cosa apestaba—. Charlie, con mucha dificultad, estaba poniéndose de pie. Se quedó a cuatro patas antes de hacer una mueca de sufrimiento e incorporarse en silencio. Eco lo veía de soslayo. Dentro de nada, pese al frío, iba a sudar. Quedaría expuesto frente a la criatura que aún admiraba el rostro de Nazareth.
Se movió a un lado.
Eso que quería aparentar ser una muchachita, soltó una carcajada.
—Me encantan los juegos. —Había un reto en su mirada—. Vamos a jugar, Eco, hijo de cazadores.
Tragó saliva.
La cosa sonrió de lado.
—¿Qué clase de juego? —preguntó por fin.
—Preguntas y respuestas —se rio de nuevo.
—¿Me vas a dejar salir con ellos si gano?
—Claro.
Sonaba a ironía, pero Eco asintió de todos modos.
La tormenta amainó de repente. Lo que estaba disfrazado de Jane ladeó la cabeza.
—¿Cómo murió el profeta Isaías?
No quería responder.
No quería que dijeran que sabía...
—Acerrado —respondió tras sentir que Nazareth gemía de dolor.
—Muy fácil —se quejó la cosa; le brillaron los iris de color rojo intenso; parecían inyectados en sangre—. Número de Baales contra los que se enfrentó Elías.
—Cuatrocientos cincuenta y eran profetas de Baal, no Baales.
La cosa gruñó.
—Objetos que usó Gedeón para pelear contra los madianitas.
—Cántaros, antorchas, trompetas.
—Estoy siendo indulgente —sonrió—. Vayamos a otro nivel.
De pie frente a él, Charlie le hizo una seña. Pero sabía que, si no jugaba, algo iba a suceder. Podía dejar a Nazareth ahí y salir huyendo. Podía hacerlo.
—Adelante —espetó, por el contrario.
—Le decían El Empalador...
—Vlad Tepes.
—Mujer sedienta soy, vírgenes a mi servicio quiero, mientras más sangre me des, más de estos ríos riego.
La primera gota de sudor le resbaló por la sien derecha. Eco se acomodó mejor a Nazareth. Charlie observaba la escena, y había mirado su reloj.
—Elisabeth Bathory.
—¡Eco Wallace! —gritó la cosa.
—¿Ya gané? —preguntó.
Otro gruñido; este resonó en las paredes.
Charlie se dobló de dolor. Se había llevado la mano al pecho y parecía clavado al suelo, apoyado a una mesa.
—Una última pregunta —dijo Jane—. Y piensa bien tu respuesta; lo sé todo.
—Seré honesto.
—¿Cómo murió tu madre?
El suelo debajo de él era inestable. Pero era el menor de sus problemas; las reminiscencias eran obvias en su mente; si no se apuraba, se dijo, ni Nazareth ni él podrían salir de aquella habitación. A menudo, Eco olvidaba sus orígenes; se había convertido en una voz del pasado, un eco, una sombra. Sin embargo, gracias al demonio, aceptó que en ese mundo las coincidencias no existen. Se prometió una plática más con Alex. Una última.
Eres uno de nosotros. Un día lo sabrás.
Curiosamente, él también, al igual que su madre, se lo había dicho. Eco acababa de aceptar su encargo de buscar La Oz, pero entonces creía que era pan comido, dada la naturaleza confianzuda de George Mornay; aun así, había tardado tiempo en encontrar pistas, y una manera segura de entrar sin levantar sospechas. Sabía que era bueno en su trabajo, así como también supo que Carice era extraña, que le provocaba escalofríos. Y así como había indagado en la historia de Dunross, hasta casi memorizarse los pasadizos, la historia de su reconstrucción, y los símbolos ocultos por toda la casa. El estanque, las mariposas, las historias de la guerra; los Mornay tenían una obsesión profunda con el ocultismo, los secretos y la religión. Pero solo unos pocos sabían algo acerca de la pureza.
Recordó la noche en la que conoció a Charlie. Le había contado que, el único sitio donde se sentía a gusto en la propiedad de su padre, era en el viejo solar que antes había servido como refugio de las fallecidas hijas de su abuelo. Era una casa tipo chalet ubicada en una de las colinas más altas de Dunross, cuya vista era un terraplén recubierto de brezo y flores silvestres, y a donde se podía vislumbrar el río y las ovejas pastar, aunque de lejos. En los días lluviosos, le contó Charlie aquella vez, hacía como tres años, los tejados hacían un ruido adormecedor, que le daban paz.
Eco lo tomó como el relato de un joven que se moría, alguien que quería descansar de una vez por todas; siempre le había dado la impresión de que Charlie padecía alguna rara enfermedad de la psique, aunque nunca quiso preguntarle nada. No estaba ahí para cogerle cariño. Ni mucho menos. Había llegado para obtener información.
E información era lo que tenía.
—Se suicidó —contestó amargamente.
—No —se lamentó el demonio.
Eco se lo repitió internamente, para nunca olvidarlo de ahí en adelante.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
Demonio.
—Fue un suicidio pelear contra un demonio más poderoso que ella —espetó, sonriendo—. Que Dios la acoja en su seno.
—Dios no acoge a los pecadores —se burló ella.
Eco también esbozó una lánguida sonrisa.
Ya no tenía tanto miedo. Solo sentía una opresión preocupante, pero era porque quería arrastrar a Charlie y Naza hacia el solar, a donde el demonio no pudiera tocarlos.
—Nunca has estado en el cielo —dijo, con renovaba convicción; Nazareth gimoteaba contra su pecho y Charlie se ahogaba—. Y tampoco has bajado al infierno. Pero no te preocupes... Pronto.
Se alejó dos pasos. El demonio lo miró con detenimiento.
—No llevo prisa —musitó.
Eco siguió caminando.
Como pudo, se echó a Nazareth a un hombro, como un costal de papas, y murmuró un «lo siento» antes de agacharse para, sin dejar de mirar a Jane, sujetarle un brazo a Charlie, que había perdido el color en los ojos; la opresión en él era mayor. El hilo conductor, la sangre, estaba atado al demonio. Eco pensó que, si Alex no hacía nada, o alguien hacía algo, esa misma noche le dirían adiós al último Mornay.
Se imaginó la escena.
Dunross pasaría a ser de la propiedad del país; sus obras de arte, sus esculturas y sus libros de ediciones valiosísimas quedarían ahí, o serían subastados, como mejor resolviera el Estado. Además, la historia de las mariposas, de la guerra y de las mazmorras pasaría a la perpetuidad, y nadie sería capaz de contar un buen relato sobre los condes; no al menos uno veraz. Tiró de Charlie, contra la fuerza del demonio; lo tenía sujeto al suelo, por medio de aquel sentimiento que aún habitaba ahí, entre ellos.
Dio un nuevo jalón. Charlie había hincado la rodilla.
—Vete —chistó, gimiendo.
—Con una mierda, ¡eso no es más tu hermana! —le gritó, desesperado—. ¡Mírala! ¡Mira lo que ha hecho! ¡Ha matado a tu padre! ¡Quiere matarte a ti!
Eco se sacó, con un esfuerzo, el arma del cinturón.
—Perdóname —le dijo a Charlie.
Lo golpeó tan fuerte en la cabeza que su cuerpo cayó rendido a sus pies. Un hilo de sangre le brotó en el acto y le empapó la nuca; si aquello no funcionaba, Eco se dijo que saldría sin él. Estaba en negación. Y él entendía bien la negación, pero, con aquello frente a sus ojos, ¿cómo podía seguirse negando? Lo arrastró fuera, aun cuando apenas podía sostenerse.
Al salir, la puerta dio un azotón. Eco se desplomó en el suelo. No pudo controlar la caída, así que soltó a Nazareth sin cuidado; estaba desmayada, con un rictus de sufrimiento en la cara que le provocó ira. Maldijo entre los dientes antes de gatear hasta Charlie para revisarle el pulso. Estaba vivo, pero su corazón, cuando le puso la oreja en el pecho, latía muy lento. Las luces seguían parpadeando. Pasos en el corredor.
Eco cerró los ojos.
Si el demonio venía, no podría más.
—¿Qué demonios ha pasado? —Carice, en un gesto exagerado, se dejó caer al lado de Charlie.
Eco se echó hacia atrás, agitado, con los músculos molidos como si hubiera corrido durante días sin detenerse. No podía hablar ni pensar siquiera. La pelirroja venía con ella. Se fijó que ambas estaban empapadas. Miró hacia Nazareth y se quitó la chaqueta para ponérsela. Solo así la chica pelirroja se hincó a su lado y empezó a examinarla. Estaba despertándose.
Por largos minutos no dijo nada.
Luego abrió sus ojos por completo y lo miró. Estaba pálida, herida y tirada en el suelo de forma poco cómoda, pero sus ojos eran de un azul profundo, rico, puro, como pocas cosas. Pestañeó.
—La historia sobre la muerte de Isaías no está confirmada —dijo, en un susurro; Poppy y él la ayudaron a sentarse; por su gesto, era notorio que le dolían las heridas de la espalda, pero Eco, con alivio, se fijó que no eran profundas y no había desgarre muscular.
—Sí, bueno, agradecería el apoyo la próxima vez —musitó.
—Tenemos que ir a su habitación; a que Dune le cure la herida... —dijo Carice, tranquila.
Eco levantó otra vez a Nazareth.
—El castillo no es seguro —resolvió él—; pero sé de un sitio.
Carice enarcó una ceja.
—Donde muere un alma inocente es tierra santa —le espetó y se echó a andar.
—De paso llama a Dune, no podemos cargarlo nosotras —le gritó la mujer—. Es preferible que los empleados no se enteren...
Su voz se había apagado poco a poco, mientras Eco bajaba las escaleras.
—Necesito un ejemplar de Hombres Oscuros —murmuró Nazareth cuando estaban en el rellano.
—Estás herida, volveré a por él.
Ella le apretó el hombro.
—Va a matarme porque me gusta su hermano.
Eco estaba a punto de echarse a reír.
—Como te digo, tienes unos arañazos en la espalda. Si esperamos podrías sufrir más.
—Mi madre siempre me dijo que sufrir te recuerda lo vivo que estás.
La sentó en un taburete.
Fue hasta el despacho contiguo, el de George, y sacó un ejemplar gastado del libro del conde. Se lo dio a Nazareth; la sangre de la mejilla no se le secaba porque estaba mezclada con sus lágrimas, pero ya tenía mejor aspecto; sus mejillas comenzaban a colorearse de rosa. Y, cuando le entregó el libro, la estudió a consciencia.
—Nunca te acostumbres a sufrir, niña.
Nazareth le regaló una sonrisa.
La cogió en brazos otra vez y la cubrió con un abrigo que encontró en el perchero de la entrada. Todos los pasillos se encontraban desiertos. En el vestíbulo, Dune, también calado de pies a cabeza, le recibía una toalla a una chica del servicio. Apenas los interceptó, abrió sus grandes ojos dorados y se apresuró a ir hacia ellos.
—Pero, cómo...
—Estoy llevándola al solar. Aquí no es seguro.
—Charlie necesita tu ayuda —intervino Nazareth.
La expresión de Dune se tornó lívida.
Asintió.
Eco le dijo dónde se encontraba.
Abrió la puerta y dejó que el aire se colara al interior. Nazareth no se quejó en ningún momento. Cuando salieron al jardín y la lluvia comenzó a bañarlos, Eco pensó en otras cosas; llevaba en sus brazos a una muchacha a la que le doblaba la edad, cuyo padre era un mentiroso, egocéntrico y fanático religioso; días antes, le había salvado la vida a Charlie, cuyo padre era un mentiroso, egocéntrico y fanático religioso.
Eco no era mentiroso en todo el contexto de la palabra.
Tampoco era egocéntrico.
Ni menos un fanático...
En realidad, no tenía idea de qué era; no tenía amigos fieles, ni se había casado nunca. Pero Charlie y Nazareth le recordaban a él mismo, en su juventud; pensaba que merecían mejores padres.
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