El hombre de negro (10)
Siempre estaba tratando de no olvidar sus orígenes. Luego de tanto tiempo, había aprendido a mezclarse entre la aristocracia. Sabía usar todos los cubiertos, hasta las enfadosas cucharillas de la sopa. Podía darse el lujo de hablar de arte, de física, de cocina, y de mujeres; la gente, cuando lo veía, no miraba al cazador de tesoros ni al miembro de un gremio antiguo de asesinos a sueldo; fanáticos de los artículos religiosos más rebuscados imaginables. No. Ellos veían a un hombre vestido de negro, con corbata roja y cuello alto, apostado en una sala amplia de estar y rodeado por humo de puros caros.
Así era la nobleza del Reino Unido. El hombre de negro se había acostumbrado.
Casi.
Alexander Ambrose charlaba en un rincón con el doctor/duque de Argyle; lucía verdaderamente sofocado. En otras circunstancias, quizás habría hecho una broma al respecto de su fingida preocupación por el hijo del conde de Aberdeen. Pero el problema era que se lo veía sincero. Su preocupación rozaba el desespero y la añoranza. Dos días antes habían logrado reanimar al muchacho, tras el paro cardíaco que había sufrido.
El caos posterior al suceso casi había pasado, pero su asunto pendiente estaba ahí, con Alex. Debía de hablar con él a solas. Cuando le diera la oportunidad. Ya que los viejos aristócratas pedorros se pavoneaban junto a él, el hombre de negro no se le podía acercar sin levantar ninguna sospecha; allí, no era más que un empleado. Un empleado que, a la vez que súbdito leal y chofer, también era ambos ojos de su organización.
Uno de los pedorros le preguntó sobre George, que casi no había abandonado la habitación de su hijo, salvo para ducharse y comer. Insistía en que se fuesen a Inverness lo más pronto posible, pero por lo que él sabía, Charles Mornay se había reanimado ignorando lo sucedido. El doctor a cargo decía que todos sus signos vitales estaban en alza, repartidos con vigor, como correspondía a un hombre en la flor de la vida.
Otros decían que alguien había intentado envenenar al muchacho, y ahí entraban las sospechas del hombre de negro respecto a Alex.
—Puede que sí, puede que no —decía el susodicho en ese instante—. Charlie está muy estresado y algunas enfermedades llegan sin previo aviso.
—La salud de los Mornay siempre ha sido buena —repitió el duque, en tono dudoso—, George no podía creerlo. Por un momento pensó que lo iba a perder también a él.
Se giró en los talones, aturdido.
El hombre de negro desapareció en la terraza del salón antes de poder escuchar la respuesta de Alexander. Aquel trabajo, después de tantos años, había comenzado a molestarle. Sí, la paga era buena, casi exorbitante, pero no ameritaba ser el centro de la burla de los de su clase, ni pasar siempre por un sirviente más deambulando como zombie junto a un montón de diplomáticos caraduras. Tampoco valía la pena el cometer un crimen... si es que llegaba a deshacerse de su prisionero.
Observó su reloj, aclarándose la garganta. Y luego alzó la vista hacia el cielo soleado; los extensos jardines de Dunross se mostraban coloridos y serpenteantes por doquier. Hasta allí, solo llegaba un murmullo desolador, viniendo del río y las rocas. El habla humana era caótica cada vez que recordaba haber intentado darle primeros auxilios a un noble. Y la mirada exigente de la estirada esa, que le había exigido que lo intentase una tercera vez cuando había estado a punto de rendirse.
—Debería de estar cayendo una tormenta —susurró alguien—. Le vendría mejor a la atmósfera tan turbia que se reparte por el castillo.
El hombre de negro decidió no obsequiar a Alex su mirada. Se sacó un cigarro del interior de la americana y se lo llevó a los labios, antes de encenderlo. Alex rechazó uno.
—Entonces habría funeral —dijo, exhalando una vaharada de humo.
Alex agachó un poco la cabeza.
—Es joven. Se recuperará —Alex suspiró.
Se había guardado las manos en los bolsillos del vaquero con el que iba vestido.
—Pensé que te vendría mejor que la palmara —espetó, mirándolo ahora sí—. Imagino que fue una contradicción.
—Para mí, no —respondió Alex—. No tengo nada que ver con ello.
—Algunos diplomáticos creen que lo envenenaron.
Alex posó sus ojos en él, con su careta sombría llena de pasividad. Una tranquilidad que daba miedo. Porque el hombre de negro le conocía. En los bajos mundos se decían muchas cosas de él, ninguna tan preocupante como estar a su lado, a solas, y sin haber conseguido el encargo de hacía dos años. Sus otros empleadores eran más pacientes. Mientras estaba allí, lo único que le pedían era información. El teólogo allí había pedido otra cosa.
Algo que mata dos veces.
—Pensé que eras más inteligente. El mejor en tu campo.
—No lo dudes —lo reprendió.
Su interlocutor torció una sonrisa, mirando al frente de nuevo.
—Entonces, ¿me puedes explicar qué ha pasado con Elmar que ahora está secuestrado? La última vez que hablé con él me dijo que había descubierto a un infiltrado en el servicio de Dunross; no concibo que haya dado contigo.
El hombre de negro no lo miró ni respondió. Semanas atrás, Alex le había llamado para pedirle que acelerara el proceso. No tenía mucho más tiempo para, según él, recuperar lo que sus propios mentores le habían robado. No quería mancharse las manos de sangre —traición— ni que se dieran cuenta de que lo sabía. El qué, era un misterio. Él seguía órdenes como un perro lazarillo. En cuanto a la bendita Oz...
Elmar Kramer era demasiado, incluso para él. Se había dado cuenta no sabía cómo, pero le había seguido el rastro hasta que un día apareció por Dunross, y le hizo un par de preguntas. Afortunadamente, el castillo era tan grande que nadie lo vio llegar. Tampoco Carice. Y el hombre de negro tuvo la suerte de descubrir el acertijo en el interrogatorio.
Kramer no solo lo había confrontado; sabía por qué trabajaba allí, y lo más importante, sabía por qué lo habían contratado. El doctor, que seguía prisionero, lo caló tan bien que no le quedó de otra que amordazarlo y arrastrarlo a las catacumbas.
—Dijo que La Oz no es un arma —repuso—. Y eso solo quiere decir que no has sido claro conmigo. Con nadie.
—En mi experiencia, no tengo que explicarte que para producir nueve podemos hacer no una, sino varias sumas, que dan el mismo resultado. Todos creen que eres el mejor recuperando objetos de gran valor. Pues bien. —Alex se volvió a encararlo. Medían prácticamente lo mismo, así que él solo tuvo que mirarlo de soslayo—. La Oz es mía. Ha salido de mí. Elmar y George han estado trabajando conmigo todos estos años. Y lo que pudieran haber sacado me pertenece. Me lo han robado y lo quiero de vuelta.
Tenía una fama verdaderamente dura. A lo largo de su carrera, había aprendido a elegir sus batallas. La que se había fraguado en las manos de Alex era la más peligrosa de su vida. Y por primera vez sentía miedo. Un miedo frío que lo hacía sudar frío. No por él, ni por lo que representaba, sino porque no tenía ni idea de a qué se referían.
En su larga lista de objetos recuperados, se encontraban pinturas, joyas, testamentos, cartas; había encontrado tumbas de los amados para las amantes, había seguido las huellas del hijo desaparecido; había desenterrado a muertos en la guerra y, por si fuera poco, había violado todos y cada uno de los códigos de ética del historiador, siendo irrespetuoso con las culturas, las regiones y las etnias. Si su madre viviera, le habría dicho que le había vendido el alma al diablo.
Y el hombre de negro tenía la sensación de que el diablo era Alexander Ambrose, que parecía un ángel caído.
—El viejo dijo que era un diccionario —replicó, aún escéptico.
Lo mejor de ser un hombre o una mujer, es que siempre se podía elegir en qué cosas tener fe. El hombre de negro consideró que, dadas sus circunstancias, lo único a lo que podía aferrarse era a su seguro de vida. Alex.
Debía de terminar el trabajo y renunciar a ser el mecenas que vigilaba Dunross para el gremio.
—En el principio —murmuró Alex—, todos eran espíritus. Hablaban un solo idioma. Luego vino el ser humano, formado por espíritus y fuerza vital de la naturaleza. —Apoyó la cadera en el barandal—. Solo las razas originales conocen el idioma original. Y hay unos pocos que son capaces de entenderlo, hablarlo, y traducirlo. Así que sí, es un diccionario de lo que estamos hablando.
—¿Qué clase de diccionario? —se interesó.
Lo miraba con el rostro congestionado.
Por el miedo.
—¿Sabes cuál es tu problema? —le preguntó él, ignorando su cuestión. El hombre de negro no se movió—. No crees. —Sonrió. Una espiral de escalofrío le surcó la espalda—. Gracias a ti nos enteramos de lo que Elmar y George hicieron conmigo. No los culpo, yo habría hecho lo mismo, pero... siempre creí que eran mis mentores, mis amigos.
Se le notaba realmente afectado. Su máscara de insensibilidad había desaparecido y ahora era un estudioso de ojeras pronunciadas, facciones suaves y una elegancia innata.
Sus empleadores le pagaban por llevar información; antes de entrar en el servicio de los Mornay, el hombre de negro había trabajado en las inmediaciones, para tener acceso al castillo. Había salido con una mujer de las cocinas, con la que mantuvo una relación sosa y breve; pero le había dado resultados. Conocía los movimientos de George y sabía que, una vez cada octubre, Alex visitaba Dunross y permanecía allí cerca de dos semanas.
Charlie no visitaba la casa en esa época.
La mujer de las cocinas, de la que había olvidado el nombre, también le narró un episodio poco común que había presenciado su sobrina; la chica trabajaba como mucama y, en una ocasión, había entrado en el gran estudio del conde para limpiar, olvidándose de su presencia en la casa.
Según lo que le contaron, estaban en una especie de sesión. Alex se hallaba en un diván, profundamente dormido. Elmar Kramer detrás de un escritorio, escribiendo. Y el conde de Aberdeen le hablaba al bello durmiente, mientras sostenía un artefacto. El hombre de negro escribió en su informe que los viejos hipnotizaban a Alexander Ambrose con fines desconocidos. Y la información había ido a parar, un año más tarde, a manos de Alex.
Luego entró a servir, por orden del gremio, y año después Alex había dado la última indicación.
Encontrar La Oz.
—¿Qué le pasó a Charlie? —inquirió de pronto.
Alex clavó la mirada en el piso.
—Algo que no debería de haber ocurrido si yo hiciera bien mi trabajo —resopló al cabo—. Dunross es una colmena. Ha visto demasiadas tragedias a través de los siglos. —Levantó la vista. Alguien venía, pero le dirigió unas últimas mirada y frase—: También es culpa de Elmar y George, por cierto.
Por supuesto, el hombre de negro entendió muy poco; o tal vez, en su fuero interno, sabía que Alex se refería a la hipnosis, a lo que había dicho en ella y a lo que había pasado hacía diez años —el diccionario y el asesinato de Jane Mornay—. Algo que se había quedado abierto durante todo ese tiempo mientras los viejos extraían la información que yacía en las profundidades del alma de Alex.
Si es que tenía alma...
—Oh, aquí estás —Carice salió a la terraza, abrazada de su tabla de itinerarios—. Charlie quiere verte. Dice que ya tiene una respuesta.
Le dirigió una mirada. Alex se despidió de ellos y se marchó tan rápido que el hombre de negro no alcanzó a ver su rostro.
—Así que ya está mejor —murmuró.
—Gracias a ti, Eco —sonrió Carice, verdaderamente aliviada—. Espero que aceptes la promoción del conde.
Se encogió de hombros.
—No sabría cómo ser jefe de seguridad del castillo —le espetó, confianzudo—. Y el mérito no es mío por completo. Esa chica es una mandona y una testaruda.
—Ya la amo —dijo Carice, el ceño arrugado y las mejillas coloradas—. A veces, la gente correcta aparece en el momento correcto. —Suspiró—. En fin, te espero en una hora para nuestra pequeña incursión a Inverness. No quiero defraudar a mi nuevo jefe.
Eco, el súbdito leal, el hombre de negro, enarcó una ceja.
Sí, Charlie estaba a cargo de todo en el castillo por orden de su padre. La idea no le molestaba porque, a diferencia del conde, el muchacho era más pragmático y silencioso; con él, no tenía que charlar de nada y no había por qué responder con miedo de no hacerlo correctamente. Siempre que tenía que recogerlo, Eco aprovechaba para estudiarlo. La tristeza perpetua de sus ojos se volvía contagiosa.
De cualquier manera, suponía que algo extraño pasaba en esa familia. Había indagado muy poco en la historia del condado, pero todos decían que Dunross estaba embrujado; banshees, celtas, fantasmas de gorro rojo; había empezado a detestar Escocia. La muerte deambulaba por sus pasillos en la noche, contaban los hacendados de los alrededores y muy pocas personas se aventuraban a ir de excursión por los bosques circundantes al enorme castillo, conformado por un centenar de habitaciones, veintitantos salones de tertulia, galerías y hasta su propio cementerio. Además, más de una persona le había advertido que no se acercara a la Torre del Reloj.
Eco se ajustó la corbata y abandonó la terraza detrás de Carice; los mismos pánfilos degustaban ahora té y galletitas, como los buenos inútiles que eran. Ya la mayoría tenía hijos que se hacían cargo de todos sus negocios. Negocios que habían heredado de padre a hijo durante siglos y siglos, sin interrupciones. Pero ahí lo más notorio y destacable no era su manera parasitaria de vivir.
Sino que guardaban secretos. Estaban ahí como celadores. Todos ellos.
Incluidos George y Elmar.
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