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El Ángel (4)






Charlie se detuvo apenas un minuto en el umbral del invernadero. Luego emprendió el camino; Jane sabía, con exactitud, a dónde se dirigía. Todos esos años, cuando visitaba la gran propiedad de su familia, siempre deambulaba de un lado para otro, ignorándola, y después hacía una marcha fúnebre, cabizbajo, en silencio, atormentado por una mentira.

Jane Mornay sentía frío en su piel de muerta; era un susurro que se deslizaba por sus brazos, por encima de la tela suave con la que siempre iba vestida; su primer impulso fue abrazarse a sí misma y correr detrás de su hermano mayor. Pero se giró de golpe, con las cejas fruncidas. El anciano conde se había dejado caer otra vez en el banco de madera, salvo que ahora sí se lo veía más viejo, más enfermo.

—No debes tratarlo así —dijo, con mirada rígida—. No debes, papá.

—Oh, cariño, sí que debo. Charlie no necesita más problemas en su vida.

—Necesita de ti.

—No, no me necesita. Necesita paz.

—Tú podrías ayudarlo; podrías decirle que estoy aquí. —Jane se acercó dos pasos; los ojos legañosos del hombre la examinaron a detalle; ella seguía siendo la niña de dieciocho años, y él, él era su padre adorado, el único que podía verla; o al menos el único hasta ahora que podía verla—. Me huele. Sabe que no me he ido.

—Pero no quiere verte, cielo —suspiró el viejo; Jane se encogió en sí misma, acongojada por la pena—. Me temo que hay cosas que no se pueden arreglar con palabras.

Jane no podía manipular objetos; nunca había visto a otros fantasmas como ella, ni siquiera en la casa; a veces escuchaba a Charlie murmurar nombres y, mientras él trabajaba en su casa de Londres, ella lo observaba, tranquila; si se sentía feliz, el olor del brezo se intensificaba y por ende la depresión de su hermano, al que llevaba siguiendo por alrededor de... los años habían perdido sentido, incluso.

Para Charlie, habían sido diez de tortura. Pero Jane sabía que era algo más... Esa noche... Aunque no podía recordar con exactitud lo ocurrido, sí sabía que había visto un ángel. Le sonrió antes de desaparecer.

—Es el último... —susurró el Álex de ojos rojos que la acompañó en las criptas.

Nunca había llegado a entender qué era su sentencia, pero sabía que se refería al ángel. Sabía que era una mujer, que tenía voz aterciopelada y que, a pesar de no ser una beldad canónica, estaba revestida de dulzura y perfección. Sin embargo, después de separarse de su cuerpo carnal, Jane vio que había desaparecido.

En su lugar, el ángel había dejado un camino para ella. Un camino que, para su sorpresa, llevaba en dirección de Charlie. Aún no descubría por qué estaba atada a su hermano si él se negaba a verle. En presencia, Jane se sentía como una pluma; minutos atrás, había dado un respingo al notar la furia en los ojos de Charlie; y esa furia la había hecho más fuerte, tanto que había conseguido retroceder y sujetarse al mismo tiempo de una ventana, que emitió un chirrido.

Charlie miró la ventana, cerró los ojos y Jane se percató de que estaba conteniendo el aliento.

No quería verla, pero en el fondo de su corazón, él sabía que seguía allí, esperando...

—Hoy es el inicio de todo —le contó George, levantándose.

Antes, después de intentarlo, había cogido una enfermedad al acercarse a ella. Por eso mantenían una distancia.

Su padre nunca se había negado a verla. Ni siquiera tras ver el cadáver.

—No sé por qué —dijo en aquel momento, suplicando con una sonrisa demente—, pero mi muerte es la puerta a algo mucho más grande. Alex no ha sido...

—Charlie lo vio —susurró George, aterrado por la visión de un espíritu aparecido; estaba en su despacho, llorando luego de dar veinte mil declaraciones sobre el deceso de su única hija; Charlie se encontraba en cuidados psiquiátricos especiales, en otra ala del castillo; Jane había rondado a su padre durante días, hasta que, por fin...—. Mi hijo no es un mentiroso. Alex... él te...

—Ha hecho lo que tenía que hacer.

El frío había tocado la habitación; hasta los cristales parecían sudar la temperatura baja. George, con gesto tétrico, asintió muy levemente. Jane supo que creía que estaba alucinando. Se le aproximó un poco y, de manera lenta, vio cómo su padre se aflojaba la corbata y cómo le faltaba la respiración.

Jane se alejó, muy triste. No sabía que los muertos pudieran estar tristes, pero la mayoría de veces, estando con Charlie, siempre estaba triste.

—No puedes pedirme que mienta —George clavó la mirada en la madera del escritorio; Jane había esbozado una sonrisa—. Lo hizo aquí, en mi propia casa, tu hermano lo vio...

—Charlie vio la superficie del iceberg, papá —afirmó ella—. Tienes que convencerlo de guardar silencio.

—¿Por qué?

Lo miró detenidamente hasta que a él se le nublaron los ojos. Jane hubiera deseado abrazarle, pero tan pronto como tuvo noción de que no podía acercarse a él, adoptó una postura espiritual; había visto y leído demasiado como para comportarse mal en su segunda vida.

Aunque la verdad no tenía idea de si esa era una segunda vida.

De lo que sí tenía cierta certeza, era de que debía quedarse con Charlie hasta que algo pasara... Y Jane sabía que estaba cerca. El evento era tan próximo que podía sentirlo avecinarse.

—Vas a necesitar de Alex —Miró el arma blanca sobre el escritorio; Jane había escuchado, en los interrogatorios de Charlie, que Alex apenas recordaba su nombre; estaba desorientado, aturdido, perdido como un alma en pena; y un policía había jurado que tenía una herida que, tras la revisión forense, se había desvanecido—. Guárdalo muy bien.

De su vida pasada, Jane recordaba pocas cosas; los detalles suficientes para saber que Alex había sido el amor de su vida, y que Charlie la necesitaba más que él. Iba a tener que acompañar a su hermano hasta que ese algo ocurriera; sus primeros meses como un espíritu, los había pasado tratando de recordar su muerte, cómo se había sentido, qué le había hecho el corte en el estómago...

Y la única manera que tuvo de enterarse fue cuando Charlie entró abruptamente en el despacho de George, y le entregó la pequeña oz; el artículo que le había provocado un desgarre en el vientre. El ceño y todas las facciones de su hermano estaban contorsionadas, su boca apretada en una línea, las mejillas sonrosadas y los ojos, azules como el cielo en primavera, estaban cristalizados de llanto.

A Jane le rompió el corazón eso.

Así fue como decidió quedarse con él...

—Voy con Charlie —dijo, volviendo al presente; miró una última vez a su padre antes de cerrar los ojos y, para ir hacia su hermano, abrirlos de nuevo.

George no le dijo nada para justificar la frialdad entre Charlie y él, pero Jane sabía que ella era la culpable de ese rompimiento. Su muerte, el caos posterior, Alex, y Hombres Oscuros, eran la causa de que la relación padre-hijo siguiera deshecha. Además, Jane conocía el temperamento de ambos; eran a cuál más de tercos.

Si hubiera estado viva, no habrían durado ni cinco minutos enojados. Pero claro, ella estaba muerta y Charlie había tenido que cargar con la corrupción del crimen; los sobornos acaecidos a la policía de Inverness, de los empleados que estuvieron presentes esa noche en el castillo, todo el dinero que se usó para enterrar el secreto, Charlie los había echado en un bolso y los cargaba en la espalda.

Su tumba era un arce asiático, rojizo; había siete arbustos de brezo circundando la tumba; a manera de lápida, habían mandado tallar una especie de placa, que estaba clavada en la corteza del árbol y que ahora formaba parte de su ser. Charlie ignoró los brezos, ignoró el olor, la ignoró a ella, cuando se acuclilló a su lado. Tenía un pequeño jazmín en la mano derecha. La nostalgia la invadió al notar que le daba un beso a los pétalos antes de abandonarla en el pasto verdoso.

Detrás de la colina en el cementerio ancestral de los Mornay, se extendía una zona boscosa no muy espesa, y luego un terraplén, la casita de campaña del cuidador, y el río. Jane oyó la música del agua recorrer el caudal, su sonido particular al golpear las rocas, oyó las aves marinas que regresaban por la primavera y oyó el silbido del viento, y oyó el gemido de Charlie, cuando se echó a llorar, desconsolado.

Jane extendió una mano y, entonces, Charlie se dejó caer hacia atrás, con las piernas flexionadas, las manos en el rostro y la cabeza enterrada entre sus rodillas. Durante largos minutos, la mezcla de ruidos fue su única compañía; era así cada vez. Cada año, cada visita a Dunross, Jane percibía el dolor de Charlie, y ella lo acuñaba como suyo.

Siempre que quería tocarlo, Charlie se hundía.

Estaba demacrado, se recluía en su oficina, se negaba a dar entrevistas. Solo así ella comprendía que no podía tocarlo, que cualquier intento iba a costarle la vida.

—Si me dejaras hablarte —murmuró con la voz rota—. Si supieras cuánto te amo.

Charlie se pasó una mano por el pelo; tenía la cara congestionada, las facciones deformes por el llanto y los ojos hinchados; había colocado la mirada en la lápida tallada del arce; Jane vio cómo, con la otra mano, empuñaba florecillas de brezo; las hojas purpúreas se hicieron trizas. Charlie las observó como si se trataran de veneno.

Jane escuchó pasos que anunciaban una visita. El centro del pecho, donde antes le había latido el corazón, le dio una punzada. Le picaba la nuca y la opresión en el torso se incrementó tanto de un momento a otro, que era como si alguien estuviera succionando sus pies. Titubeante y dudando de sus capacidades fantasmales, prefirió concentrarse en su hermano.

—Lamento interrumpirlo, señor —dijo una voz femenina; Jane había sentido esa presencia antes, pero no ahora, no de ese modo; se quedó quieta mientras Charlie se erguía y se sacudía el pasto de los pantalones de lino; trató de acicalarse antes de encarar a la mujer; Jane sabía que cualquier tonto se daría cuenta del estado de su hermano, pero no se movió—. Han llegado los representantes del Museo Británico. El director no ha podido asistir, pero...

—Voy enseguida —la cortó Charlie.

Cuando se levantó, Jane sintió un estremecimiento repentino; su cuerpo de fantasma no la permitía gozar de ciertos lujos de la vida, pero allí, fue como si hubiera vuelto a su cuerpo terrenal. El tiempo se rebobinó y todo lo sucedido a su familia, a Alex, a Elmar Kramer, había sido un sueño de terror.

Pero, al volverse, supo que era verdad. Ella había muerto de manera trágica, no sabía cómo, y esa noche, en las criptas de los condes, frente a la escultura de Miguel Arcángel, habían hecho algo.

El mundo había cambiado...

—Pediré que le suban un whisky a su habitación, para que se reponga —Charlie había empezado a caminar; la mujer lo miraba a él, pero Jane era consciente de que sabía que estaba allí—. Querrá ponerse presentable para ellos.

Charlie emitió un gruñido de desagrado.

—Me encanta que hagas el trabajo por el cual se te paga tan bien.

Él empezó a bajar la colina.

La mujer se limitó a sonreír, mientras Charles Mornay, que había sido un muchacho dulce, educado, de múltiples carismas y casi nunca un grosero como en ese instante, se perdía entre las distintas tumbas del cementerio. Entonces, bajo la luz solar de una tarde florida y fresca, frente a su tumba, Jane reconoció aquel rostro.

Había visto a Carice antes... sí, la había visto; su memoria de fantasma era muy voluble, pero creía haberle escuchado decir a Charlie que tan solo tres años atrás se le había contratado. Pero, aun así, Jane solo pudo reconocer su presencia, su verdadero ser, en ese preciso día.

—Hola, Jane —le dijo el ángel.

Un soplido de viento le agitó la cabellera.

Jane parpadeó varias veces; Charlie ya había abandonado el cementerio. Y sentía la enorme urgencia de correr a su lado.

—Cómo es...

—Hay cosas oscuras viniendo hacia tu familia —dijo ella, en tono parsimonioso. Se acercó varios pasos. Era mucho más alta y de cerca, sus rasgos resultaban angelados como un santuario—. Pensé que sería suficiente.

—¡Eres tú! —gritó.

Carice-el-ángel no la miró. Levantó el mentón para oler el aire.

—Está viniendo.

Quería irse detrás de Charlie. Ya.

—No entiendo.

—Tenemos que terminar lo que Alex y tú empezaron hace tantos años —musitó la mujer, como si estuviera rezando una plegaria—. Tu tiempo aquí se agota. Y Charlie... Me temo que debes dejarlo libre.

Jane sacudió la cabeza.

Era verdad que, desde que había visto su propio cuerpo tendido en el mármol frío, con Alex sosteniendo su mano, el reguero de sangre y el olor demoníaco que se esparcía por la cripta, no sabía cuál exactamente era su propósito o si existía uno. Sabía que Alex había visto algo, que había roto algo y que había abierto algo.

Lo demás era un misterio, hasta ese momento.

—Está sufriendo —dijo; una furia nueva la invadió—. Se niega a verme. Se niega a...

—La inocencia de un ser humano frente a las cosas sobrenaturales, es lo único que les impide acabar como tú, o como Alex.

Alex.

Jane lo recordó, los ojos rojos como la sangre, la máscara sombría, una lengua totalmente desconocida fluyendo por su boca. Un dolor agudo pinchó sus sienes; el ángel se agachó, recogió el jazmín que había dejado Charlie sobre su tumba y se lo entregó.

—Estás consumiendo su alma. —En el fondo, ella también lo sabía.

Sonrió, demasiado triste como para levantar los ojos. Se permitió oler el jazmín. Y luego lo arrojó sobre la tumba otra vez.

—No quería... —murmuró—. Quiero ayudar. Estoy aquí. Y tú también llevas mucho tiempo entre nosotros...

—No hay más como yo —dijo el ángel, cansina—. Soy la última. —Escrutó los alrededores y luego se volvió hacia ella—. Mi intención es que los seres humanos sepan qué hay más allá. Pero yo... Los ángeles también teníamos jerarquías. Soy la escala más baja, no sé mucho sobre mi propia historia; pero sé esto, Jane: lo que Alex despertó ese día, si cae en manos de esos hombres oscuros de los que tanto habla tu padre... En las manos equivocadas ese conocimiento puede ser mortal.

Jane advirtió que Carice tenía cierto aire de impaciencia en las facciones, como si no quisiera recordar algo específico, o como si estuviera tratando de ocultárselo a sí misma más que a ningún otro ser. Se sorprendió de notar que sabía sobre las jerarquías angelicales, sobre las cosas demoníacas que existían y que traían poder y muerte.

Era su culpa que Charlie estuviera así...

—El dolor de tu hermano te mantiene aquí —dijo Carice, girándose en los talones—. Te recomiendo que uses todo lo que has aprendido para que te vea. Él cree que tiene que pedirte perdón. —La miró por encima del hombro—. Déjalo libre. O vas a matarlo.

Se marchó, con paso seguro.

Jane cerró los ojos y los abrió de nuevo, en la habitación de Charlie; se estaba ajustando la corbata, mientras una criada acomodaba un saco en la enorme cama con dosel de la alcoba. Jane se sentó en un banco inglés, con cojín de terciopelo rojo. Admiró el perfil de Charlie, las marcas en las comisuras de sus ojos, y las hebras blancas de su cabello.

Cuando estaba cerca de él, parecía más viejo. Y ella no quería irse... 

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