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Charlie (23)





Se dice que, libertad y verdad, son dos caras de una misma moneda. A Charlie Mornay le quedó claro que esa noche su vida iba a dar un vuelco total. Había pasado de ser un ente sin deseos, con el mero afán de despertar y seguir la rutina, a tener una lista de múltiples y variopintas ambiciones. Si Nazareth era una de ellas, iba a comprobarlo más pronto que tarde. Si era amor o era un artilugio de su mente —Dios quisiera que sí fuera amor— no se arredró al sentir que ella se montaba encima de su regazo. Retrocedió con ella sentada a horcajadas en él y, en consecuencia, su cuerpo quedó lo bastante expuesto como para que Naza interrumpiera sus caricias, que hasta entonces habían sido dispuestas, brutas y, por qué no, feroces. Estaba fría de la piel y tenía cada centímetro suave. Era una delicia poder tocarla. Charlie dejó las manos bien sujetas de su cintura.

Mientras sopesaba lo que iba a ocurrir si no se detenían, ella se hizo a un lado el pelo. Cuando la miró, se percató de que le excitaba más su mirada resuelta que la sensación desnuda de sus muslos. Podía sentir, contra su excitación, la parte blanda de su centro, que estaba mojado. Era una situación íntima y, sin embargo, se sentía normal, casi como si lo hubieran hecho en otras ocasiones.

—¿Tienes miedo? —preguntó ella de pronto.

Se desabotonó los primeros botones de la blusa. Charlie pensó que el haberla visto en bragas, tras quitarse el jean, le había causado un shock. Tenía las piernas delgadas pero torneadas y con un uso decente. Era flexible. Se imaginó mil cosas al sentir que le rodeaba la cadera y que, sentados ya, no le molestaba en lo absoluto la posición adquirida.

Ella se quedó, con la blusa suelta de los lados, derecha y sonrosada, mirándolo; se había dejado libres los pechos, de un tamaño pequeño. Tenía las aureolas de los pezones rosados. Estaba llena de lunares y pecas. De no haber llevado barba, Charlie hubiera deseado poner el rostro en su valle, y pasar las mejillas por los montículos, mientras hacía otro par de cosas abajo.

Suspiró.

Quería mentirle y decir que no, que se había olvidado del caos afuera. El deseo de decirle que no le importaba lo que pasaba le colgó, durante unos segundos, de la punta de la lengua. Pero, dada la naturaleza de Nazareth, decidió que confiar en ella era lo mejor que podía hacer. Había reparado en su comentario. Le dijo que pocas personas le demostraban confianza. Charlie odiaba ese pensamiento. La conocía tan poco que le costaba mucho hacerse una idea de por qué demonios le importaba lo que el resto del mundo creyera.

Luego recordó a Alex.

La primera vez de Naza.

Se le llenó la garganta de improperios.

—Voy a sonar trillado —dijo, sin elevar la mirada y rodeando el pezón de ella con un dedo. Vio, fascinado, cómo se le erizaba, y entonces le masajeó, con la yema, la punta. Nazareth se estremeció encima de él. La erección empezaba a dolerle—, pero tu osadía me da valor.

Echó la cabeza atrás cuando ella tiró de su cabello.

—¿Eres romántico, Charlie Mornay, futuro conde de Aberdeen? —la voz de ella sonaba a un desafío.

En silencio, Charlie se mordió un labio. Acercó la boca a su pecho izquierdo y, con los dientes, capturó la cima. Realizó una ligera succión, hasta que las caderas de Naza se tensaron en sus piernas.

Le pasó una mano por los glúteos. La deseaba. Ya.

Si iba a morirse, quería llevarse a la tumba ese recuerdo. El de saber que había existido una persona con la que él se conectaba sin esforzarse, que lo veía sin tapujos, que jugaba con su ingenio y se reía de él en su cara. Nazareth era un trago de agua en medio del desierto. Le costaba imaginarse que de alguna manera nunca iba a poder ser suya. Pero, primitivamente, su cuerpo le decía otra cosa.

—Hace demasiado tiempo que no salgo con nadie —murmuró por fin, dejando libre ese pezón. Empezó con el otro, pero tardó menos. Cuando la miró otra vez ella tenía los labios entreabiertos y una expresión de dulce temblor en las mejillas—. Estamos solos en tu habitación. Sin reparos. Seré lo que quieras que sea.

Ella no sonrió. No se movió. No dijo nada. Charlie interpretó su silencio como una pauta. Una regla misteriosa.

Sus dedos juguetearon con la costura de su camisa. Le ayudó a zafarse de ella. Al sentir el aire cálido que flotaba en la pieza, pegado de su pecho, cerró un poco los ojos. Contra la luz de la chimenea, Nazareth parecía una musa. Perfecta para profanarse. Se sintió un ladrón. Tal vez no era para él. Tal vez no se merecía ni uno de esos momentos.

Pasó saliva antes de presionarse contra sus muslos. No le iba a aguantar demasiado así, a la espera. Y acababa de preguntarle si era romántico. Era obvio lo que quería. Charlie era antropólogo. La mayoría de sus ensayos habían caído en las ramas de la lingüística. Hablaba siete idiomas en total, sin contar el inglés de Escocia. El galés tampoco lo contaba. Lo había aprendido para poder escribir su primera novela. Y luego estaba ese que tenía entre las manos provocándole terror y amor al mismo tiempo. Era un anhelo pesado, que le calaba en el pecho, como si no fuera capaz de llevarlo en esos momentos. Se sentía indigno de ella, mediocre, como si no pudiera hacer nada para defenderla de su propia casa.

Por un segundo, se planteó la idea de acabar con el momento.

Pero la deseaba muchísimo...

—Me gustas demasiado, Charlie.

Nazareth le pasó las manos por los hombros.

Él esbozó una sonrisa.

—Y tú a mí, Nazareth. —Elevó la mirada—. Flor que vigila.

Ella se quedó en silencio, contemplándolo, comprobando la textura de sus hombros. La sensación de sus manos explorándole los pectorales iba a volverlo loco.

—Por favor, dime en qué momento tradujiste mi nombre.

Se lo pensó unos instantes.

Eso se podía interpretar como algo paralelo al romanticismo. Pero en realidad lo había hecho porque estaba en su naturaleza indagar en todo lo que le era de interés, hasta llegar al fondo. Tan solo pensarlo, sufrió una punzada en el miembro. Endureció las facciones. Naza se relamió los labios.

Era tan erótica y tierna que Charlie había comenzado a creer que aquello no era más que un sueño febril, provocado por su enfermedad, cualquiera que fuera esta.

—Lo traduje cuando me dijiste que querías que nos tuteáramos —espetó, serio.

Ella asintió.

—Qué muchacho tan formal.

Él gruñó y la atrajo más a su pecho.

—Carice estaba a mi lado. Antes de llegar a la biblioteca, ese día, me recitó una lista de cosas que había averiguado sobre ti. Hasta me dijo que estabas leyendo uno de mis ensayos.

—Eres increíble y brillante.

—Otrora creería que me estás tomando el pelo, pero tú... —Sacudió levemente la cabeza—. Hace una semana que estás aquí y ya siento que tienes que quedarte.

Ella palideció.

Se aferró a sus hombros.

—Si tu hermana no me deja salir, me quedaré para siempre, señor conde. Pero me está gustando nuestra relación de buenos colegas. Seremos los más íntimos.

—No bromees con eso —se enojó Charlie.

Sabía que era una pulla, pero no dejaba de ser de malagüero. Se aclaró la garganta antes de mirarla otra vez.

Naza lo miraba con concentración.

—La gente diría que soy promiscua por estar montada en ti, excitada, esperando a que me tomes.

Sopesó sus palabras, ignorando el recelo que sentía.

—Deberíamos, entonces, esperar a que todo termine.

La excitación empezó a remitir.

Nazareth seguía mirándolo, desafiante. A Charlie le bullían los defectos en los poros de la piel. Estaba enojado y a la vez triste, decaído. Podía tomarla ahí, sí, era cierto, pero pensar que ella no tenía la más mínima esperanza, lo frustró y le golpeó el ego a partes iguales. Se sintió como una especie de trofeo.

Volvió a recordar a Alex y se lo imaginó con ella.

Alex, que en un tiempo había sido su mejor amigo y que, en ese preciso momento, le despertaba un montón de sentimientos encontrados. Nazareth era inteligente, perspicaz, vibrante y, por si fuera poco, la persona más directa que hubiera conocido. No le tenía miedo a ninguna conversación, ni siquiera por decoro. Y a Charlie eso le encantaba; sin embargo, en ese instante fue como si alguien hubiera pinchado la burbuja de su interior y esta hubiera comenzado a desinflarse.

—Tómame, Charlie —ella le acarició la nariz con la suya.

Charlie volvió a cerrar los ojos, tratando de resistir la turgencia de su miembro, que continuaba.

—No me acostaría contigo para olvidarme de ello al día siguiente. —Enarcó una ceja. Ella sonrió—. Pero veo que tenemos pensamientos distintos.

—Eres un esnob, Charles Mornay —susurró ella. Le puso un dedo sobre los labios—. Podemos pasar la noche juntos, sin ningún compromiso. Somos, después de todo, colegas.

—Es divertido que lo digas cuando estás semidesnuda sobre mí, un encuentro íntimo entre colegas. Lo siento, para eso tengo amigas a las que veo con meses de diferencia. Sin incomodidades. Tú, no. Me pareces peligrosa. El tipo de mujer de la que yo, fácilmente, podría enamorarme. O mejor dicho, a la que no me molestaría amar.

El momento estaba arruinado. La excitación se fue por completo y dio paso a un trago amargo de realidad. Charlie la levantó con facilidad de su regazo, por lo menuda que era, y la depositó en el colchón. A ella se le encendieron las mejillas de un rojo intenso. No hizo nada por arreglarse la blusa. Charlie quería explicarle con mejor detalle de qué hablaba. Aun así, se puso la camiseta dándole la espalda, seguro de que, para otras mujeres, su rechazo hubiera sido una risa.

En ese aspecto, el único que lo había entendido, desde su adolescencia, era Alex. Y ahora ya no lo tenía. Había pasado diez años con relaciones de una sola noche, por agenda, para tener un sexo aburrido, sin pasión ni antelación y luego volver a la rutina. El peligro fulguraba en su pecho cuando veía a Nazareth. Ella, seguramente, creía que llevar un título le quitaba algunos aspectos de su hombría. Pero no era así. Nada más verla, había pensado en, por lo menos, varias formas de llevársela a la cama.

La impresión física había sido enorme. Pero su intelecto se volvió demoledor. En el invernadero, tuvo un deseo candente de arrancarle a besos la boca, de despeinarle el pelo. Fue muy triste darse cuenta de que Naza pensaba que llevaba su nubilidad como una etiqueta, orgulloso, y no por honor y amor a su familia. Después de todo, las diferencias culturales estaban marcadas en ellos.

Pensó en Alex.

Le vibró una necesidad odiosa de preguntarle si daba la impresión de ser un esnob clasista. No era Dune, definitivamente, pero quizás no podía verse a sí mismo...

—Lamento herir la perspectiva que tenías sobre ti mismo —dijo ella, ahora sí cerrándose la blusa.

De tres zancadas Charlie se le acercó e impidió que se abrochara.

—Ponte de pie —le exigió.

Lentamente, ella hizo lo que le había pedido.

—Estás enojado —aseguró.

Charlie prefirió ignorarla.

—Por favor, date la vuelta, quiero ver la herida.

Le obedeció en silencio.

Charlie hizo una mueca al notarle la espalda. Le retiró un poco la gasa más amplia. Le iba a quedar una marca para siempre, con el escudo de armas de los Mornay. Sujetándola por un hombro, la hizo inclinarse. Ella lo miraba por encima del hombro. La posición era absurdamente caótica para él, pero se contuvo, a pesar de que las caderas de Naza le rozaban la entrepierna.

Observó la herida contra la luz de las llamas en la chimenea. La cólera se le bajó de un golpe. Ayudó a Nazareth a incorporarse y él mismo le ofreció la blusa.

—Cuando quiero tener sexo para descargarme, porque lo tengo, no busco a mujeres como tú, Nazareth.

—La idiosincrasia del alma gemela. —Se estaba burlando. Charlie apretó los dientes—. Hay mujeres, nada más, Charlie. Tenemos suerte de que haya atracción. Podrías solo aprovecharla.

Su gesto era el de un infante.

No se le ocurría mejor manera para calificarla.

Era obvio, bastante obvio, que después de haberse entregado a Alex creía bien poco en las relaciones duraderas, por amor; nunca pensó que lo hubiera añorado tanto, pero quería meterse en su cabeza y saber por qué de pronto se mostraba tan liberal, tan fuera de lo que a él le parecía.

Había malinterpretado hasta las miradas.

Sí, la conclusión era que se había convertido en un romántico.

—Ojalá pudiera mostrarte la manera en la que yo te veo —le dijo.

—Puedes decírmelo —musitó ella.

Charlie negó con la cabeza.

—Preferiría que siguiéramos siendo colegas; no me voy a arriesgar a perder cuando no hay posibilidades. Tampoco soy idiota. —Sonrió a su pesar.

Nazareth levantó la mano y le acarició el cuello.

—¿Alguna vez te has enamorado tanto de alguien, que, cuando por fin tuviste tu oportunidad, resultó ser un fiasco y te desencantaste fácilmente?

—No.

—Es horrible.

—No tanto como entregar tu virginidad a alguien que sabes que no te ama.

No lo pensó. Ni siquiera un segundo. Lo decía porque ella le parecía una diosa; algo entero, inmaculado, casi perfecto. La veía y no podía creérselo. Pero ahí estaba, celoso a niveles ridículos por algo que no tenía importancia. Ella le azotó la mejilla tan fuerte que Charlie volvió el rostro. No se indignó, obviamente. Se limitó a arquear las cejas. Se lo tenía bien merecido, estuvo a punto de darle las gracias. Lo hizo recapacitar.

Ella aguardaba, furiosa. Él le agarró fuertemente la nuca y tiró. Sus cuerpos chocaron. El de Naza era más pequeño, así que él lo tuvo fácil a la hora de aprisionarla. El beso, en esta ocasión, fue violento, hurgó en su boca con la lengua, le mordió un labio, la increpó a seguir su ritmo. Ella obedecía a su exigencia. Se sujetó de él por la cintura, apretándole la piel bajo la camiseta. Él subió las manos hasta acunar su rostro y la besó más, y más. El aliento se le escapaba. Así como se había ido, el deseo se encendió como la mecha de una dinamita. Le llegó hasta la ingle, despertó de nuevo, más ansioso, menos controlado.

Se retiró apenas un centímetro. Ella lo miraba, sedienta.

La luz de la mañana empezaba a atravesar la ventana de la habitación.

—¿Tu colega? —le preguntó, furioso, de ganas y de pena, al mismo tiempo—. ¿Cómo se te ocurre? Mírate, Naza.

—Quería probar.

—Me haces enfurecer —le dijo.

Ella asintió.

—Lo sé, pero ya se han aprovechado de mí antes.

Él lo entendió todo. Se sacó la camisa de un tajo. Detrás había un sofá donde cabían apenas, pero sabía que no podía recostarla en la cama. Esperaba que la herida de la mano no le provocara ningún dolor. Iba a tomarla allí.

—No yo. No a ti.

Volvió a unir sus bocas. Agarró sus manos pequeñas entre las ásperas suyas y la guio al silloncito de lectura, pegado de la chimenea. Ella sabía qué iba a pasar. No puso ninguna objeción, antes claro, se bajó las bragas mientras él se sentaba y se desabrochaba el pantalón. Aún no acababa de acomodarse, cuando Nazareth se sentó en su regazo.

Le puso, a falta de espalda sana, las manos en la cadera. La sintió empalarse ella sola. Casi soltó un soplo de aire, por el alivio de la tensión. Levantó la mirada para encontrarse con ella. Tenía los ojos cerrados. Se quedaron así, unidos, un momento, sin decir nada, mientras se abría paso entre sus músculos internos. La embistió dos veces, suave y sin apuros. Luego ella descendió totalmente y Charlie no tuvo de otra que apretar las mandíbulas.

Se sintió endurecer más que al principio.

Le besó los pechos, y le acarició las cimas de los senos. En un descuido le lastimó la espalda. Se detuvieron un instante. Nazareth lo admiró, concentrada en sus facciones.

—Toda mujer quiere que la hagan sentir especial. —Ella le puso los dedos en los labios. Charlie cerró los ojos y se los besó, moviéndose dentro y fuera de su cálido y estrecho sexo. Era pequeñita para él, pero eso incrementó su deseo. Naza siguió hablando—. Solo quería... —la penetró con fuerza; ella reprimió un gemido—. Sé que eres diferente. Tienes que ser diferente.

Era un anhelo torpe. Estaban huyendo de algo, los dos. En cuestión de minutos, habían sacado a colación un tema absurdo. Charlie quería tomarla para saber que, si todo salía bien, podría repetirlo, escurrirse en su habitación a escondidas de Carice, hacerla suya, escucharla dormir. No podía decirle que su risa —plenitud, inteligencia, calidez, todo— le había causado un estrago tan voluminoso como el universo.

Se hablaba del amor a primera vista. Pero él ya la había visto varias veces. Nunca como en esa. Ella lo había buscado. Le había mostrado carácter. De un modo u otro, encendía cosas que no se podían explicar. Le había dado a sus días en el castillo, por muy cortos que fueran, un extremo aire de paz, un equilibrio absorbente. Se sentía pleno cuando le hablaba. Tras cruzar las primeras palabras, hacía ya una semana casi, Nazareth le había enseñado lo que nunca aprendió solo.

Que las personas son más que un apellido.

Alex siempre había podido ver eso en él; en el colegio, lo invitaban a muchos sitios por ser quien era. Alex lo miraba a él, al alma. Por eso lo había preferido. En contadas ocasiones se habían separado. Eran ellos contra un montón de superficialidades en el mundo, aun cuando Charlie sabía que su deber familiar era tangible, que tendría que llevarlo a cabo algún día. Pero Alex iba a estar ahí, con él, para recordarle que no era solo el hijo del conde.

Que era Charlie. Nada más.

Hasta que Jane murió y se alejaron.

Fue totalmente consciente de cuánto lo necesitaba mientras hacía el amor con ella; porque amor era la única palabra que podía describir su relación fraternal con Alex. Y había pasado diez años, consumido por un odio irracional. Otra cosa de la que debía dar gracias a Naza. La abrazó más y le besó los pechos, subiendo las caderas para llegar más hondo en ella.

Lo sentía todo.

Ella respiró hondo y gimió bajito.

Tocaron a la puerta.

Nazareth se mordió los labios. Contenía la risa. Charlie rodó los ojos, frustrado.

—Nazareth, tenemos que hablar —era Carice. Había vuelto.

Los maderos de la chimenea chisporroteaban. A él le latía el corazón con furia. Estaba a punto... Naza miraba la puerta, con el ceño fruncido.

—Ya voy —se limitó a decir.

Charlie supo que quería terminar primero.

Y luego supo que no iban a lograrlo.

—Tu padre está aquí. 

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