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Charlie (18)





Consciente de su participación en aquellos horrores, Charlie avanzó sin detenerse por el pasillo; la luz también se había cortado en esa parte de Dunross, por lo que tuvo que fiarse, únicamente, de su sentido de la orientación para no ir a tientas; la lámpara de baterías no era de mucha ayuda y no conseguía mirar a todos lados. Así que, cuando por fin llegó a la segunda puerta tras el salón del té, dio un suspiro de alivio. En ese instante, se vio a sí mismo preguntándose si había alguien en aquel castillo que conociera a la perfección sus rincones.

Jane no contaba, a pesar de que Charlie había reconocido que tal vez no se había ido del todo y que su presencia resonaba con mayor estrépito que la tormenta de afuera; no estaba seguro de qué hora era, ya que había pasado cierto tiempo en su alcoba, dando vueltas de un lado para el otro y llevándose las manos a la cabeza. Hasta que recibió una visita inesperada de Eco, con el que quedó de reunirse dentro de unos minutos. Al salir de su pieza, se arregló el pelo con los mismos dedos de las manos y se marchó, seguro de que, a esas alturas, había una sola cosa que podía hacer para dar inicio, al menos.

Tocó tres veces a la puerta de Nazareth.

Un par de horas antes, había enviado a Poppy a que le hiciera compañía; hubiera querido darle la noticia en persona, pero lo cierto era que tenía el corazón magullado de tanto sentir y su ritmo cardíaco lo traía más mareado que de costumbre. Por fortuna, Alex había aparecido justo antes de que él se tirase al suelo y empezara a llorar como un niño.

Qué débil se sentía.

Qué miserable...

Sabía que tenía un aspecto terrible; no llevaba puesto nada adecuado, debido a que, luego del accidente de Nazareth, todo lo que se propuso e hizo giraba en torno a ayudarle a Alex en lo máximo que pudiera. No poseía fuerza alguna para indagar en ninguna cuestión paranormal. Y sus ansias iban en aumento cada vez que sonaban los relojes de las paredes, con sus tintineos incesantes, el fiel recordatorio de que su propio reloj se detendría en cualquier momento. Era algo que había presentido nada más arribar a Escocia. Pisó su suelo, el que lo vio nacer, y de inmediato lo entendió. Estaba muriéndose muy lentamente, cobijado por una exigua capa de vida que, al encontrarse con su padre, había tocado su punto más álgido.

Charlie pensaba, para esos momentos, que estaba vivo de puro milagro. Y gracias a ese pensamiento se llevó la palma derecha al pecho, al lado izquierdo; su corazón latía con debilidad. En ese ademán fue que se vio obligado a enfrentar a Nazareth, que abrió la puerta vistiendo ropa de dormir. A él, en lo particular, le habría encantado darle gusto a Carice y demostrar un poco de educación, sonrojándose o apartando la mirada, mientras ella se colocaba encima una bata o una cobija que le cubriera los hombros desnudos. Su pijama era un vestidito de tirantes, y le llegaba hasta las rodillas; la tela, no obstante, ni siquiera podía hacer pasar sus pezones desapercibidos, ya que los notaba en sus pechos, erectos a causa del frío.

Si era una prenda de moda en América no lo sabía, pero la verdad era que, con la luz de los relámpagos como fondo, Nazareth parecía una escultura, erótica y blanca; hasta hubiera podido elegir una colección de la basta que había debajo de sus pies, en la galería secundaria de Dunross.

Por si fuera poco, no se la veía avergonzada.

Y eso hizo que Charlie recordara por qué estaba ahí, por principio.

—¿Te desperté? —la cuestionó, cerrando los ojos brevemente.

Ella se acarició la clavícula.

Charlie hubiera preferido que no lo hiciera. Pero, dado que lo había hecho, le observó a conciencia la piel mortecina, casi de color melón, en esa parte del cuerpo. Elevó la mirada entonces, son gesto impasible. Aunque sus pensamientos eran bastante claros.

—Nadie podría dormir en medio de este diluvio —se excusó, sin sonreír—. Pasa.

—Lamento la hora, lamento las circunstancias... —empezó a dar pasos lentos dentro de la habitación, que estaba tibia.

Nazareth se sentó en una silla y Charlie arrastró otra para estar cerca de ella. Lanzó una mirada sigilosa hacia la puerta solo para comprobar, aliviado, que estaba cerrada. Se pasó los dedos por los rizos frontales del cabello y suspiró, clavando la vista, ahora, en el suelo. Nazareth estaba descalza. Descalza. Ofrecía, desde sus pantorrillas hasta el inicio de las piernas —que era a donde le llegaba el vestido— una imagen de absoluta confianza. O quizás era inocencia.

A Charlie, si no hubiera tenido el pecho apretujado y la garganta hecha un nudo insoportable, le habría dado risa aquello; Nazareth no le conocía de nada, era verdad, pero se olvidaba de un detalle muy frívolo respecto a su persona. Noble o no, hijo de un conde o no, historiador o no, seguía siendo un ser humano; primitivo, febril y latente. Mucho más si ella se confiaba así, tan a la ligera.

—Charlie... —intentó musitar ella.

Él negó con la cabeza y se tragó la frustración envuelta con la pérdida.

—Alex estuvo enamorado de mi hermana mucho tiempo —le contó, sin mirarla; había inclinado el torso y estaba apoyado, con los antebrazos, en sus propias piernas; unió las manos y se retorció los dedos, consciente de que el terrero era inestable y peligroso; consciente de que Naza le daría un par de bofetadas si no se iba con cuidado. Decidió mirarla solo un segundo, para evaluarla. Y rápido continuó—: Y mi padre, claro, se opuso a cualquier chance de relación entre ellos. —Apretó los párpados—. Supongo que quería a Alex, pero no como para confiarle a su hija.

Intentó sonreír, pero lo que consiguió fue que se le tensara el cuello.

—No tienes que contarme todo esto, Charlie —dijo Naza.

—Si quiero explicarte qué está pasando necesito hablarte de mi pasado, de Jane y lo que Alex y yo vivimos con ella —dijo, terminante.

Nazareth asintió. Charlie no pudo despegar más los ojos de ella.

—Por favor, si tu relación con él es muy estrecha, te ruego me perdones. Mi intención no es asustarte ni darte una mala impresión. Solo quiero contarte la verdad.

—Serías el primero —aludió en voz baja—. Y mi relación con Alex es más bien superficial.

Charlie esbozó una sonrisa que se le quebró a medio camino.

También se sentía mal estar feliz por algo. Cualquier cosa que fuera. En ese momento, quería romper cosas, derramar un par de lágrimas y abandonar toda la prudencia; sus deseos estaban inclinados a la desesperación y, si no los encausaba, como pretendía hacer contándole todo a Nazareth, era seguro que tendría que pedirle a Dune un calmante. Rechazó esa idea apenas se formó en su mente y prefirió concentrarse en la figura esbelta, pulcra y tangible de Naza, que lo aguardaba.

Ahí, en ese espacio, no había nada más y Charlie sabía que tampoco los fantasmas tenían cabida.

—Lo quise mucho —confesó; se le resbaló una lágrima por la mejilla; el gesto de Naza cambió y Charlie se maldijo por ello—. A Alex. Lo quise tanto que hice lo posible por ayudarlos. A ambos. Jane me suplicaba día con día que hablara con mi padre; te escuchará a ti, me dijo en una ocasión, y estaba tan destrozada por las amenazas del conde que no logré negarme; juro que les ayudé en lo que pude, pero, a pesar de que siempre supe que algo andaba mal, ignoré todas y cada una de las señales. —Echó la espalda en la silla, por completo; Nazareth entrecerró los ojos y Charlie, para huir de su escrutinio, apoyó la cabeza en el respaldo, como si estuviera en un diván y ella fuera su psicoanalista—. Subía a la Torre del Reloj, convencida de que oía un lamento; corría hasta el terraplén y la vereda, porque las banshees la llamaban. Descubrió símbolos celtas en las mazmorras, un cementerio antiguo, siempre vagando por Dunross, buscando algo oculto que nadie veía más que ella. —Su voz sonaba discordante. Hacía tiempo, sin embargo, que Charlie no sabía quién era—. Salvo Alex. —Sonrió, con amargura—. Traté de encajar con ellos, pero no pude. Y el tiempo pasó; crecimos, fuimos a la universidad. Jane se convirtió en algo que ni mi padre ni yo llegamos a comprender nunca. Salvo, otra vez, Alex.

Charlie la buscó con la mirada.

Su semblante era inescrutable.

—Ya te dije que no tengo nada con Alex —se defendió Nazareth.

—Y te creo —dijo Charlie, incorporándose—. Te cuento esto porque, lo que pasa con tu padre, tiene que ver con lo que le ocurrió a mi hermana hace diez años.

Nazareth se lo quedó mirando, con cara de incomprensión.

—Un accidente en las criptas, como presumen los informes periciales —murmuró ella, aunque dudosa.

Charlie se relamió los labios.

—¿Y si te digo que no fue un accidente? —Ella no respondió—. ¿Qué me dirías si te dijera que Alex la mató y que nosotros encubrimos el crimen?

Sin ningún titubeo, Nazareth se levantó de la silla.

Charlie la siguió, con menos prisa.

—Primero te diría que estás loco —suspiró, el ceño afectado—. Y luego me iría de aquí, corriendo.

Él sacudió la cabeza.

—Fue mi culpa —sentenció Charlie; Nazareth se había alejado de él dos pasos—. Alex me lo dijo; dijo que algo iba mal con ella, que teníamos que sacarla de Dunross. Dijo que estaba poseída, que nosotros debíamos protegerla de sí misma. —Hizo una mueca de dolor—. Solo se trata de Jane, Alex. Esas fueron mis palabras. —Nazareth lo miraba con aversión. Charlie no tenía idea de por qué aquello le afectaba tanto, pero se obligó a decir—: Lo siguiente que sé es que vi cómo le desgarraba el vientre con una cuchilla de jardinería.

Las cejas de Nazareth se arquearon. Charlie se imaginó que, su gesto de impresión y la sonrisa que había esbozado, se debían a la incredulidad. Y sí, tal vez tenía apariencia de loco, y se escuchaba como uno, pero realmente quería que ella lo supiera. Necesitaba, con vehemencia, contárselo a alguien. Todo. La cruz que se echó en las espaldas una vez que se negó a aceptar que, aquella noche de octubre, Alex había tenido razón; Dunross está infestada. Tantas veces que, nublado por la pena y el arrepentimiento, se había recriminado el no decir la verdad frente a las autoridades, siempre era por un motivo en particular: mantenerse alejado de Alex.

Frente a Nazareth, no olía a brezo; olía a vainilla, a flores, a un oasis; solo podía olerla a ella.

—Creo que necesitas un médico, Charlie —fue la tardía respuesta de Naza, que, ahora sí, se abrazó a sí misma.

Él agachó la cabeza, rendido.

—¿Podrías, por favor, colocarte encima una bata? Necesito que escuches algo... —preguntó, tras erguirse.

—Ya oí suficiente.

La miró a los ojos.

Había perdido toda indulgencia, paciencia y hasta la ciencia de mirar con cero furias a nadie. Nazareth, a decir verdad, no era el foco de su ira, pero casualmente el carácter que le daba revoluciones aceleradas a su respiración, lo exasperó en ese momento.

—Ponte una bata, Nazareth. No quiero que Eco te vea semidesnuda.

Ella frunció los labios, desafiante.

—¿Por qué?

Sin responder, Charlie fue hasta el perchero, descolgó un abrigo cualquiera, de color gris y regresó hacia ella: afortunadamente, cuando se le aproximó, lo dejó que la rodeara con el abrigo y se quedó ahí, solícita, mientras él le amarraba un botón a la altura del pecho para que no se la deslizara la prenda.

—¿No es bastante obvio? —le preguntó.

Por primera vez desde que ella había llegado a Dunross, la miró bajar la mirada al mismo tiempo que su cara se arrebolaba en colores; Charlie disfrutó de la vista apenas unos segundos y luego caminó hacia la puerta. La abrió de tajo, con un jalón nada amable.

Eco ya esperaba del otro lado, una lámpara en mano.

Charlie asintió y lo invitó a pasar con un aspaviento.

—El señor Abraham Wallace, alias Eco, trabaja para Alex; tu padre le ha robado un objeto cuya índole desconozco. Y ahora mismo, por voluntad propia, nos dirá en dónde se encuentra.

Nazareth titubeó.

—Alex... —dijo, bajando la mirada.

A Charlie le hirvió la sangre, pero soportó también aquello.

Él apenas y tenía que decir nada sobre ella.

Alex, en cambio... En lo profundo de su ser, Charlie quería que tuviera una segunda oportunidad. Y era consciente de cuánto se la merecía. Se sentía en deuda.

—Fue un trato, en realidad, con Occultus; Alex es su representante más asiduo y poderoso.

—Pero, mi padre...

—Nazareth, tu padre y el mío usaron a Alex como ratón de laboratorio. —Charlie volvió a sentarse. Ella no. Parecía desorbitada—. Si me lo preguntas a mí, el cáncer era solo una parte de la factura que el conde le debía a la vida. Me temo que dejó muchas deudas en este plano.

—Era tu padre, ¿cómo diablos puedes decir eso?

—Señorita Kramer —musitó Eco.

—No pedí su opinión —bramó ella.

Charlie la observó, concienzudo.

—Sabes que es cierto —murmuró.

—No.

—Eres consciente de que Dunross es peligroso. Hay cosas aquí que ni el mismo Alex entiende, pero lo que sí sé es que la herida que llevas ahí... —Le señaló el brazo—. Ha sido porque mi hermana cree que eres una amenaza.

—Maldita sea, Charlie; tu hermana está muerta —farfulló Nazareth, anegada en lágrimas.

Charlie le dirigió una mirada a Eco, que le ofreció una grabadora pequeña, una cinta y un sobre carta. Nazareth apretó los ojos, pero al final estiró la mano y recibió los objetos. A continuación, Eco volvió a dejarlos solos. Y, para ese momento, Charlie ya sabía que Nazareth le creía.

Por eso estaba lívida de miedo.

Se incorporó, acercándosele.

—No me toques... —musitó ella, cuando él quiso indicarle que se sentara—. Odio que me hagas esto. Yo no te he hecho nada a ti. Y no entiendo por qué vienes a decirme que hay fantasmas en tu casa; te estás burlando de la memoria de tu padre... Cielo santo, hasta pensé en defenderte. No puedo creer que lo haya hecho. Tonta de mí. Tonta, tonta. —Negó efusivamente con la cabeza. Charlie esperó—. Alex fue siempre mi mayor anhelo, lo inalcanzable, y quería, con todas mis fuerzas, que me amara. Lo quería de verdad. Después entendí que no era posible, maduré. Me dejé de cuentos de hadas. —Lo miró, dolida—. Ahora tú vienes y me dices que mató a alguien, a una jovencita y...

—Hay otra cosa que no te he dicho —la interrumpió; Nazareth, bañada en lágrimas, se desplomó en la silla—. Son demonios, no fantasmas, primeramente. —Sonaba muy frío e indiferente. Pero Nazareth necesitaba firmeza. Charlie se juró ser firme, al menos por ella y por los que nada tenían que ver en aquel embrollo. Suspiró, cansado—. Sí, le vi asestarle un golpe mortal en el abdomen. Pero también vi otra cosa.

Nazareth cerró los ojos.

Charlie no sabía qué estaba pensando.

—Ojos rojos —susurró, en un lamento.

—Nazareth...

—Tenía los ojos rojos cuando dormimos juntos —dijo ella, tras un hipido; miró a otro lado que no fuera él—. No pienso en ello, jamás, porque no quiero caer en lo mismo. Siempre me dije que Alex no... Me dije que Alex era especial y que era demasiado para mí. O así me hizo sentir él.

—Es sabio —dijo Charlie, con un monstruo de celos desgarrándole el estómago.

Ella lo miró ahora sí.

—Cumplí dieciocho años esa noche. Y cuando vino a mí... Yo... Lo anhelaba tanto, que se lo permití. —Estaba petrificada—. Dijo no recordar nada al día siguiente y acordamos... Acordamos que sería mejor si todo quedaba ahí. Dejé las ilusiones desde entonces.

Charlie asintió.

No podía hacer otra cosa.

—Curiosamente siempre tuvo el mismo pensamiento sobre sí mismo. Creía que no se merecía nada. —Se arrellanó en la silla. Nazareth estaba sentada, recta y rígida, en la suya—. Pero yo sé que hay personas, como ustedes, que se lo merecen todo. —Repitió la mueca de hastío—. Ahora, escúchame, Naza.

Estaba tratando con todas sus fuerzas de no hacer más preguntas. Se trataba de su cuerpo, su intimidad, y vida sexual; Charlie no quería que le importara eso, a pesar de lo mucho que lo hacía. Sin embargo, mientras pensaba en ello, se dijo que, si era lo que estaba suponiendo, Alex debía de haber sido el primero en su vida. La sangre, la pureza, la entrega y todo eso solo podía significar que lo que sea que él tuviera dentro la había utilizado para fines horrorosos.

Y horroroso era el sentimiento de abandono y vacío que lo carcomía a él por dentro también.

—No, tú escúchame un segundo —dijo ella.

Su voz era aterciopelada.

Charlie perdió todo atisbo de consciencia respecto a modales, decoro y paciencia. Se levantó y, en automático, le dio la espalda. Se puso las manos en la cadera, imaginándose lo que haría si se le ocurría seguir mirándola a la cara mientras, en su mente, se formaba una visión de ella, con sus extremidades delgadas, su piel cremosa y sus pies descalzos, debajo de Alex, o arriba.

Le daba lo mismo.

—No hay tiempo —murmuró, pero sintió la mano de Naza rodearle a muñeca.

—Escúchame, muchacho obstinado —dijo Nazareth, poniéndose frente a él—. No estoy con él. No lo amo. No me gusta. No me atrae más. Esa noche, comprendí que Alex estaba atado a algo. Y sé que es al recuerdo de Jane. Así como también sé que tú estás atado a ese recuerdo. Es por eso por lo que ambos están hundidos en esa absurda creencia de que algo nos persigue. Soy torpe, me caí contra la mesa y el jarrón conmigo. Nada más, Charlie. —Lo abrazó—. Lamento mucho que esté pasando todo esto... —Le sonaba a que quería consolarlo. Pero Charlie había dejado de oírla. Lo único que podía hacer era mirar alrededor.

No supo por qué no se había dado cuenta; luego la sintió pegada a él, calentita, suave como una flor. Entonces, en su mente, vio a Eco con su lámpara, entrando en la alcoba. Y se vio a sí mismo caminando a través de los corredores, sin luz.

Apartó a Nazareth con las dos manos y la sujetó por los hombros.

—Tu habitación tiene luz —dijo, la voz suave; dos truenos surcaron el cielo y los relámpagos hicieron parpadear las lámparas, pero la luz continuó en su sitio.

—Sí... —Nazareth miró alrededor, confundida—. Se suelen usar las lámparas de noche, para mirar mejor.

Jesús, quería besarla.

—Cariño, todo el castillo está a oscuras —dijo en cambio, sonriente—. No me explico...

Giró en los talones, y agarró su lámpara de la silla donde se había sentado en un principio. Se la mostró a ella, que le miró, sin prestar más atención de la necesaria.

—Charlie... —sonrió Nazareth.

Pero no consiguió terminar la frase.

Los vidrios de las ventanas estallaron; había cuatro juegos de vitrales, de la misma altura; alcanzaban casi los tres metros; Charlie se interpuso entre ella y el estrépito de cristales que, con el viento y la lluvia, entró en la alcoba sin piedad alguna. Las cortinas se rasgaron, un aullido de aire frío le azotó el rostro cuando estaba dejándose caer al suelo, rodeándola. Sintió rasgaduras en la camisa, ahí sentado donde estaba. Nazareth, hincada a su lado, tenía una pequeña abertura en la mejilla derecha y miraba a las ventanas con aspecto alicaído.

Respiraba con atropello y miraba las ventanas, con gesto aterrorizado.

No es cierto —gimió.

—Levántate —le suplicó Charlie.

La alzó en brazos.

Sintió que le aferraba la camisa con los puños y lloraba contra su pecho. Alguien abrió la puerta y, cuando llegaron a ella, Charlie se detuvo.

Nazareth gritó. 

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