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Alex (7)






Era finales de primavera, casi verano. Alex atribuyó el sudor a la temperatura. Tenía que entornar los ojos para mirar el páramo que había a ambos lados de la carretera; no sentía que fuese un espectáculo particularmente bonito, pero la realidad era que se desesperaba más a cada minuto. En serio quería meterse en un baño con agua helada. No recordaba que en Dunross hiciera tanto calor.

Las mejillas de Nazareth estaban arreboladas por el sol. Su piel sufriría de alguna quemadura producto de la poca precisión de Alex; había creído que llegarían por la mañana a Edimburgo, y de ahí se trasladarían en auto, pero las cosas no siempre le salían bien. Era malo con las predicciones.

—No te preocupes —Leibniz caminaba junto a él; Alex lo miró solo un minuto y de inmediato se volvió hacia Naza, cuyo rostro reflejaba muchísimo cansancio—. En el infierno es peor.

Alex se quedó callado.

—No debe de faltar mucho, ¿verdad? —inquirió Nazareth.

—Kilómetro y medio. Tal vez dos.

El demonio soltó una carcajada.

—No tienes idea de dónde estás. Reconócelo.

—Es posible que haya tomado una ruta equivocada —dijo, obediente; arrugó la nariz y se detuvo.

Como acto de caballerosidad, se había ofrecido a cargar la maleta de Naza tras ver que el auto de renta estaba muerto. Pero ella se negó. Alex era conocido por muchísimas cosas; ser un buen mecánico no era una de ellas. Naza tampoco tenía idea de autos; le causaban nervios, dijo, y casi le había suplicado que tomaran el tren; pero entonces hubieran tenido que hacer una escala en Inverness, y Alex sintió que se les acababa el tiempo.

La sensación era ominosa y truculenta, pero eso no se lo explicó a la muchacha, quien se había comportado con la elegancia de cualquier dama de la alta sociedad. No emitió queja alguna por el sol, ni por el motor descompuesto, ni por la falta de agua, ni siquiera había dicho nada por la poca simpatía que había demostrado Alex en el vuelo de Norteamérica a Europa.

Cada vez que miraba a Nazareth, la culpa le engullía lo que le quedaba de corazón; seguía pareciendo una niña desde un ángulo un poco siniestro. Alex notaba los abultamientos debajo de su blusa, los toques de perfume bastante femenino pero discreto; se peinaba el cabello con recato, en volandas y con pinzas, y los polvos que usaba en el rostro la hacían parecer una muñeca de porcelana.

Su carácter, por otro lado, siempre era profesional.

Salvo por un detalle.

—Voy a sentarme porque tengo ampollas en los talones —dijo ella, colocando el trasero de hábil forma encima de su maleta grande; Alex se había quitado el abrigo, llevaba gafas de sol y la miró más detenidamente mientras ella examinaba el largo paraje solariego que los rodeaba—. Este viaje está siendo una desgracia.

Nazareth era demasiado sensata para pasar desapercibida. No se la escapaban los detalles nimios y, cuando Alex había tratado de concentrarse en el criptograma en el avión, ella siempre lo interrumpía, curiosa por preguntarle qué cosas había hecho en su internado después de que se marchara.

Alex se limitó a contarle las cosas más limpias de su estadía en Argyle. Pero omitió aquellos relatos que se guardaba para sí mismo y que pocas personas conocían.

Ella también preguntó cómo había conocido a Charlie... Y lo que recibió fue una mirada cruel, lejana a cualquier sentimiento. Alex supo que Leibniz era el culpable, pero estaba tan acostumbrado a que las emociones del demonio —eso parecían— se manifestaran en él, que no se lo recriminó más tarde.

—Su curiosidad puede causarnos problemas —fue todo lo que le compartió el ente.

Hacía una hora que caminaban por la carretera; Alex mantenía la esperanza de vislumbrar en la lejanía las torres del castillo Mornay; pero no había más que paraje en cualquier dirección que mirara. Estaban lejos. Alex lo sabía; para empezar, porque Dunross se alzaba al cobijo de tres bosques colindantes, que deberían de estar coloridos y con follajes espesos para la primavera. El camino cercano a la propiedad principal del castillo era serpentino y lleno de carteles con diferentes anuncios. Ahí no había nada. Nazareth y él eran los únicos en ese sitio abandonado.

Con un suspiro, Alex la imitó y se sentó en la almohadilla de su equipaje. Pero justo en ese momento, Nazareth se irguió de un salto, con una mirada de sorpresa y la clara mueca de quien ha visto un oasis en medio del desierto. Su sonrisa era más luminosa que el sol, su cara parecía inmaculada por la felicidad, y lo más destacable fue el ligero salto que dio cuando la gravilla comenzó a suavizar su sonido.

Un Rolls Royce aparcó a unos cuantos metros. Mientras aguzaba la vista, Alex tomó un largo suspiro y se dijo que valdría la pena humillarse si así no morían de insolación. Pero la vida estaba llena de altibajos, sorpresas y maldiciones. En especial la vida de Alex.

—Tiene que ser una broma —murmuró.

Nazareth lo obsequió con una mirada de horror y un gesto beligerante.

—Se ve linda malhumorada —dijo el demonio.

—No me digas que es otro de tus enemigos literarios —refunfuñó ella por fin, después de no haber emitido ningún contra a su viaje de casi setenta y dos horas.

Sí, se veía linda enojada; Alex solo podía recordar cómo se veía Jane cuando estaba enojada. Especialmente, recordó cómo la había visto aquella tarde de agosto en la casita del solar, donde habían estado juntos, desnudos y sudorosos, por primera vez.

—No es un enemigo —replicó Alex; se puso de pie al tiempo que decía—. Es el amigo más cercano de Charlie Mornay. No sé si eso lo hace mi enemigo.

—Eso depende de qué es lo que te separó de Charlie —musitó Naza, suavizando su tono.

Alex era consciente de que ella era tan lista como para sospechar de sus infortunios pasados con los Mornay; en las redes actuales no había nada gracias a George, y eso lo tranquilizaba mucho. Poseía poca noción reminiscente de la noche de octubre en la que Jane perdió la vida, pero lo que tenía seguro era que Nazareth tarde o temprano lo averiguaría. Si entablaba una sola conversación a solas con Charlie...

Negó con la cabeza, pesaroso.

—Duncan Swift —suspiró Alex.

Un hombre que vestía vaqueros, una camisa de lino y lucía un pelo negro azabache demasiado greñudo, se bajó del auto; se quedó parado, con un pie dentro del vehículo, y las manos asidas de la puerta y del capó respectivamente. Alex no dejó de mirarlo ni un segundo.

—¿Se encuentra bien, señorita? —preguntó en un inglés perfecto.

Nazareth se sonrojó.

Alex rodó los ojos; desde el colegio, Dune siempre había sido ese tipo de aristócrata. Aunque no era duque aún porque su padre gozaba de una excelente salud, era el único hijo del acaudalado dueño de infinidad de fábricas. Su participación como noble del Reino Unido siempre había sido escandalosa (había iniciado y abandonado el sacerdocio en menos de una década). Y, con todo ello, era muy amigo de Charlie.

Habían ido juntos a la universidad, todavía cuando Alex se marchó a Columbia.

—Sí, gracias; nuestro auto se averió —Naza explicó de manera tajante. Alex le dio las gracias internamente—. Vamos a Dunross.

—Me imaginaba —sonrió Dune.

—Es más diabólico que yo —susurró Leibniz a su lado—. Mira esa sonrisa; quiere quitarle las bragas.

—No es su tipo —respondió Alex sin pensarlo mucho.

Nazareth se giró para mirarlo a los ojos.

—Lo siento —tampoco lo pensó en ese momento—; el efecto de los rayos del sol a mediodía.

—Supongo que no tiene idea de que viaja con un psicópata —bufó Dune, que se les había aproximado.

Si Alex no lo conociera, le habría parecido un pueblerino cualquiera, obviando el lujoso coche; en otras circunstancias, se habría mofado de él en la cara, pero no le convenía. Allí mismo, el pulso se le aceleró al recibir su primera mirada directo a los ojos; tenía los iris del color del oro y las marcas de la edad —posiblemente treinta y cuatro— le relampagueaban en las comisuras. Había apretado los labios con suspicacia. Alex sabía que lo estaba analizando.

—Si Charlie le contó, date por muerto —se rio el demonio.

A Alex se le tensaron los músculos de la espalda.

—Siempre supe que el chico con el que crecí tenía algunos problemas —dijo Naza en ese instante; estaba sonriendo; a Alex le gustó esa sonrisa; era la sonrisa que indicaba que diría algo ingenioso; casi se arrepintió de pedirle que con Charlie no usara esa doble lengua que le salía de la nada. Pero decidió no tener ninguna consideración con Duncan—. Ninguno con el que no pueda lidiar. —Lo miró mientras le extendía la mano; Dune estaba atónito y le dirigió a Alex una extraña mirada de confusión—. Soy Nazareth Kramer.

Los ojos del recién llegado cambiaron de expresión. Alex comprendió que, aún en esas épocas, en Europa los apellidos movían montañas. Siempre le había causado aversión ese hecho y, sin embargo, se había enamorado perdidamente de la hija de un conde.

Jane, aun así, no era como Naza. Nazareth no levantaba ansias de aventura ni despertaba en él ningún sentimiento impropio, pero Jane... Aún la soñaba como si estuviera viva.

—Déjeme ayudarle con su equipaje —espetó Duncan al tiempo que se agachaba luego de apretar ligeramente su mano—. Voy de camino a Dunross. Ya debería de estar ahí, pero los asuntos de mi familia me retuvieron. —Los miraba por encima del hombro; Alex siguió a Nazareth hasta el compartimento trasero para guardar sus maletas. Dune no dejaba de parlotear—. Quería llegar antes, no he visto a Charlie desde el año pasado.

Alex no logró contener la curiosidad respecto a eso.

—Tiene una casa en Barnsley —le dijo, extrañado—. Va allí cada verano.

—Bueno, es obvio que tú tampoco le ves muy seguido —aludió Duncan. Para colmo de rarezas, le ofreció sentarse como copiloto; no sin antes abrirle la puerta a Nazareth y esperar a que estuviera sentada donde el pasajero.

—La verdad es que hace diez años que no hablamos —Alex miró a Nazareth de soslayo.

Con cada minuto, la verdad se acercaba a ella; Alex ya había preparado un discurso, aunque en el fondo sabía que no le debía ninguna explicación. Era la hija de su mentor, del único que se preocupaba por él; no iba a dejarla creer... No estaba dispuesto a que el odio de Charlie soslayara la imagen que Naza guardaba de él.

Alex sabía que era un canalla, que no se merecía su amistad por lo que le había hecho, pero mirarla lo hacía desear cosas malas: quería poseer algún don para manipular todo el mundo y hacer que las cosas giraran bien en la vida de ella. Eso sí que se lo merecía. De buena gana, él rompería algunos destinos para salvaguardar el de ella.

Por el simple detalle de que ya no había personas como Nazareth. De eso Alex estaba completamente seguro.

—En fin —Duncan conducía como loco, pero el interior del RR era mucho mejor que el páramo—. Si no lo llamo yo o le escribo, él no se acerca. Fui a Londres el año pasado a una exposición de arte de una chica con la que salía. Las cosas no terminaron bien.

—¿Con la chica? —se burló Alex.

La tensión inicial casi había desaparecido.

—No, con Charlie, idiota —prosiguió Duncan; el aire que entraba por su ventanilla le agitaba el pelo; lacio, negro como la noche, y un delirio de mechones; le faltaba un corte, pero como Dune era la oda a la irreverencia, Alex supuso que se lo dejaba así a propósito—. Es adicto al trabajo. Sé que es para ahogarse en letras y papeles antes que recordar a Jane. Mi padre dice que George está muy solo desde entonces porque Charlie apenas lo visita.

Alexander Ambrose les tenía miedo a muy pocas cosas; a la cuchilla con la que se afeitaba, al periódico de las mañanas, a las monjas; pero nada de eso se comparaba con su miedo irracional hacia Halloween. Especialmente si debía pasarlo en Escocia y, por lo regular, sus citas con George y Elmar siempre eran en Escocia.

Dune no era idiota, pero ahí Alex prefirió guardarse esa historia.

—Es difícil para él visitar Dunross —susurró, sin saber por qué lo hacía.

—Ya pasó demasiado tiempo —Dune lo miró un segundo; los bosquecillos que circundaban Dunross aparecieron de la nada frente a ellos; también la linde con una montaña y las nubes de tormenta que besaban las corolas. Melancólico, clavó la vista en la lejanía.

Hubiera preferido quedarse callado; miró por encima de su hombro y se percató de que Nazareth dormitaba muy tranquila en su asiento, así que dijo—: Los físicos no lo han descubierto aún, pero estoy seguro de que el tiempo se detiene.

Las cejas espesas de Dune se fruncieron.

—O sea que tú crees que Charlie sigue culpándose.

—Peor —estaba sonriendo, pero se sentía como un monstruo; de todos modos, se dijo que era lo mejor; detrás de él, Nazareth fingía dormir y él no tendría otra oportunidad para ganar terreno en cuanto a ella—, creo que Charlie la amaba.

—Era su hermana menor —masculló Duncan.

Un guardia de seguridad los recibió en la gran verja cuyo escudo era un halcón. El halcón de los Mornay.

Alex paladeó el sabor del miedo.

—La amaba de otra forma.

—Estás loco —negó Dune.

—Tú mismo lo has dicho: ya pasó demasiado tiempo. —Cuadró los hombros para aliviar la fatiga de sus músculos—. El caso es que Charlie la extraña como un hombre que pierde a la mujer que ama; no es sano. Si es como dices, necesita ayuda.

Duncan lo observó como siempre lo había hecho; desconfiaba de él. No podía culparlo. Si Alex fuese otra persona, también desconfiaría de sí mismo.

—Es una locura lo que dices —murmuró el otro, mientras aparcaba junto a la gran fuente rotonda.

—Conozco a Charlie mejor que nadie.

—Corrección: conocías a Charlie mejor que nadie.

—Te acabo de decir que el tiempo se detiene —le concedió, ufano; Nazareth estaba incorporándose—. Charlie es una de esas personas que se quedan viviendo en un evento cíclico del pasado. En el presente están muertas.

Su interlocutor no dijo nada más; en Duncan, eso significaba solo una cosa: había ganado. Él se decantó por auxiliar a Nazareth con sus maletas, y Alex se ajustó la camisa y la corbata que se había desanudado durante la caminata. Cuando encaró al demonio, que estaba recargado contra la piedra negra de la fuente, supo que se iba a ir al infierno.

Una parte de él siempre había sido consciente de ello.

Pero ahora no podía negarlo más.

—No puedes tenerla —le espetó Leibniz, socarrón—. Nazareth ya te superó. Y tú no la amas ni podrás amarla. Si presientes algo respecto a a Charles Mornay, será mejor que acabes con esto y vuelvas a tu vida miserable.

Alex trató de ignorarlo, pero al final lo miró a las dos cavidades rojizas que siempre lo vigilaban y que él demonio llamaba sus ojos.

—Vine para terminar lo que empecé hace diez años.

—Así me gusta —se alegró el ente.

—Y luego voy solicitar a un cura para que me practique un exorcismo.

El demonio levantó el mentón; siempre que hacía eso, Alex lo contemplaba en silencio y se preguntaba dónde lo había visto. A veces creía haberlo conocido de niño, pero sabía que eso era cronológicamente imposible.

—Eh, lo siento, no puedes dejarme —Leibniz sonreía con todos sus dientes—. Si lo haces, eres hombre muerto.

—No puedo seguir llamándole vida a esto, tampoco.

El demonio entrecerró los ojos; parecía echar lumbre a través ellos. Pero no pudo decir nada más y, si lo intentó, Alex a quien escuchó hablar fue a Nazareth.

—¿Con quién hablas? —le preguntó ella.

No tienes idea... La estudió un instante, subiendo la escalera tras ella y Dune. Era una pregunta inocente, que Alex se tragó por puro masoquismo. El cuchillo de la culpa se le enterró esta vez en el hígado y se sorprendió a sí mismo deseando que Charlie le matara.

No lo haría. Charlie era una persona agria, seria, un tanto agreste si se lo preguntaran a él... Pero lo había querido como a un hermano, y ahora se veía obligado a mentir para mantener a Nazareth lejos de él. Se sentía egoísta, solitario y oscuro; Nazareth no había demostrado tener un interés ajeno al que los había llevado hasta allí.

Y se parecía tanto a Jane... Los ojos... La boca.

—Sigue fingiendo, te estallará la cabeza si lo intentas por veinticuatro horas seguidas.

—Deja de hablar —Alex le exigió.

De pronto, Leibniz se detuvo; su cara se contorsionó en una mueca de hastío. Alex miró hacia la puerta doble que daba la entrada en el hall del castillo. Nazareth y Duncan habían entrado y, en el marco redondo, una mujer alta, de pelo rubio y facciones suaves, los miraba directamente.

Sí, Alex lo notó. La mujer lo vio a él.

Y también a Leibniz.

—Creí que no vería a uno de esos nunca más —espetó el demonio con acritud.

Alex contempló la belleza sutil de la mujer, que empezó a bajar las escaleras. Su elegancia era marcada y la manera en la que se movía parecía más ensayada que otra cosa. No obstante, lo más llamativo de su apariencia era la mirada; sus ojos eran de un color lila muy líquido; tanto que parecían irreales.

Cuando les dio el sol, sus iris resplandecieron. Ella se puso frente a él, le ofreció la mano y una sonrisa; Alex dudó un solo instante, pero acabó estrechando su mano delicada. Con disimulo, escudriñó la presencia de Leibniz, que se encontraba ahí, como una estatua.

Estaba claro que había hostilidad entre esos dos.

—A menudo me preguntaba cómo luciría un demonio de baja jerarquía —masculló ella, su aire altivo—. Son más comunes; tanto como las ratas.

—Pensé que los ángeles poseían una belleza extrema. —Era su habitual intento de sonar astuto, y de haber sido él, no habría dicho nada, pero Alex se fijó en el paso que Leibniz había retrocedido.

Desvió la mirada hacia los jardines.

No había nadie.

—Hay otros como tú —dijo la chica—; esos me preocupan.

—No me subestimes, puta —gruñó el demonio; la cólera bullía por los poros de su piel, que se expandieron y formaron grietas rojizas en su piel blanca.

Ella no dijo nada.

Se giró y le sonrió a Alex antes de volver al interior del castillo, que se erigía ahí mismo hacia el cielo. Y cuando miró a Leibniz, algo había cambiado en él.

—Tienes que apresurarte —farfulló, la voz ahogada—. No me gusta este sitio.

Si lo decía un demonio, la criatura que por lo general era la que provocaba el miedo, Alex no tenía de otra que preocuparse. Hasta ese momento, nunca había visto a su acompañante retroceder ante ninguna persona. A pesar de que era bastante claro que la mujer esa no era cualquier persona. 

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