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Alex (37)





—Las cartas no pueden arreglar lo que tú necesitas arreglar.

Charlie, detrás de su escritorio, sonrió, y dijo en el acto—: No le estoy escribiendo a ella. Esta —levantó la hoja y se la mostró, bajándola de inmediato— es para Caraús.

—¿Y qué querrías tú de ese cabrón?

Alex lo recordaba de la universidad; a Charlie nunca le había caído bien el tipo, ya que era uno de esos sujetos que aún se consideraba noble pese a que su familia hubiera perdido el marquesado tantos años atrás. Era, si bien recordaba, oriundo de Francia, y lo había invitado a su boda. Tenía una historia bastante trágica.

Volvió a concentrarse en su amigo al frente, mientras sopesaba si decirle o no lo que quería decirle desde que Poppy regresara a sus quehaceres.

—Tiene un par de influencias en los archivos privados de la antigua cámara parlamentaria —Charlie sonrió con suficiencia—. No veo de qué otro modo puedo averiguar la historia de los Swift sin tener que recurrir a la coerción hacia el duque.

—Increíble. Charlie Mornay hablando de coerción sin erizarse. —Había enarcado las cejas.

—Cosas peores se han visto estos días.

Era una respuesta escueta, pero que escondía muchas cosas. En su fuero interno, o al menos en lo que quedaba de él, Alex no comprendía su estatus quo frente al nuevo conde de Aberdeen. Lo que pasaba por su mente era que, al igual que lo había hecho Carice, tarde o temprano descubriría su cometido. Aunque algo le decía que era referente a su círculo; Nazareth seguía sin responder llamadas y, en un intento de convencer a Charlie de no esperar más, se vio obligado a hablarle de cosas íntimas, que lo hicieron cambiar de semblante y adoptar uno de acritud para con él. Sin embargo, decidió soportar el peso de aquel juicio con tal de salvar de la soledad a Naza.

Si su enfrentamiento era con Leibniz, no quería prolongarlo.

—Explícame una cosa, Char —dijo, arrellanándose en su silla; cruzó una pierna sobre la otra. El aludido no elevó la mirada, pero Alex le dijo en tono crítico, aun así—: ¿Por qué es más importante que investigues lo que Poppy te pidió que el hecho de hacer un breve viaje a América?

—Tanto como que sea más importante me parece a mí una aseveración exagerada —suspiró—, pero si de verdad quieres saberlo...

—Quiero. Habla.

—Ni Nazareth ni yo vamos a morir de amor. Eso ha quedado claro. —Dejó la pluma sobre la mesa para recostarse en su silla, mientras miraba el techo—. Y las visiones de Poppy respecto a Dune son tan perturbadoras como lo que me pasaba mientras Jane estaba anclada a mí. Puedo sentirlo, ya sabes.

—Te compadezco de verdad —espetó Alex—. Tienes una convicción terrible.

A cambio no recibió más que un gruñido como respuesta. Había entendido perfectamente el silencio, así que se levantó y lo dejó a solas para ir en la búsqueda de alguien con quien charlar. Últimamente su pasatiempo preferido, después de esos dos largos meses, era incordiar a Eco, que lo miraba como si no estuviera presente, o como si quisiera convencerse a sí mismo de que no lo miraba en realidad.

Alex se hacía patente con comentarios pintorescos; le hablaba al viejo cazador de las cosas que había repartidas por el castillo, escondidas en las esquinas, entre las sombras; él se limitaba a mirarlo, escuchando en una intensa sumisión sus palabras. De aquel tipo rudo, que derribaba puertas y lanzaba llamas con los ojos, no podía quedar mucho. Y no era que le molestara. Pero sabía que se quedaba para proteger a Charlie; si quería hacerlo necesitaba a su viejo yo.

Lo encontró pasados varios minutos, cuando estaba por rendirse. El hombre se había apostado en la terraza, supervisando las reparaciones, aunque en ese momento lo encontró fumando. La luz solar moría lentamente en el horizonte, allá donde el cielo besaba la línea vertical del agua. Eco se recargó en el parapeto y lanzó una calada de humo nada más verlo llegar.

—Pensé que ibas a desaparecer pronto —dijo el hombre, la voz enronquecida—. Pensé, sinceramente, que ya no tendría que encontrarme contigo.

Alex suspiró, sonriendo e imitó su posición en la roca.

—Piensas demasiado. —Lo miraba por el rabillo del ojo—. No sé cuánto me van a permitir quedarme. Solo sé que estoy aquí por algo. Y no te culpo por estar asustado con mi presencia.

Eco negó con la cabeza, concienzudo.

—No me asusta tu presencia —musitó—. Me asusta lo que pueda significar. Debe de ser algo gordo.

—Lo es.

—Acabas de decirme que no sabes para qué estás aquí.

—En efecto; lo que sí sé es por quién.

Como un resorte, Eco se incorporó para mirarlo, todavía con el cigarrillo a medio terminar entre los dedos. Lo estudió con aspecto rígido durante varios minutos seguidos. Hasta que Alex empezó a creer que había dicho algo que, en Eco, era lo mismo que dar un montón de pistas. No obstante, ni siquiera él había podido entenderse; tras despertar de aquel extraño sueño y despedirse de Jane, lo único que había hecho era dar un rondín por las vidas de las personas que más le importaban.

Con esa mirada, Eco le decía que lo había entendido muy bien. No parecía complacido. A decir verdad, Alex tampoco estaba complacido. Pero no podía asustar a Charlie diciéndole que si no iba a por Nazareth la perdería como había perdido a otros antes. Pese a que algo le decía que en este caso le sería imposible recuperarse.

—El demonio que me tenía atado está detrás de Nazareth —dijo por fin, en voz baja—. Cometí el error de subestimar la ambición de ella, y ahora le dejé una maldición en las manos.

—Dudo mucho que sea tan imbécil como para conservarlo —aludió Eco, poco sorprendido de que se refiriera a Naza—. Puede que esté pasando por un proceso, pero no creo que necesite a Charlie o a ti o a mí, o a nadie, para destruir el maldito artefacto.

—Eso es lo que me he estado diciendo, ya que la dignidad de Charlie le impide ir a buscarla.

—Joder, tiene derecho de querer guardar luto y distancia.

—Naza no está muerta... aún. Y si eso cambiara él pasaría toda su vida arrepentido y triste. Espero que mi misión no sea velarlo. No lo soportaría.

Eco sonrió.

—Claro: porque tú los pusiste así.

—Por el momento la tardanza es justificada, supongo; todas esas citas que tiene que atender... Si no estuviera en esta postura no sería Charlie.

De nuevo recibió un gruñido en lugar de palabras. Permanecieron en silencio varios minutos, luego de que a Eco le preguntasen por un presupuesto que firmó ipso facto. En seguida, pasaron al gran salón para que Alex viera el resultado final de la nueva decoración de aquel sitio que había quedado tan dañado tras la tormenta de junio.

La imagen de la pintura resplandecía contra los últimos rayos solares, que eran de color rojizo. Jane no sonreía en ella, pero era ella en todo su esplendor. Las mejillas rosadas, el pelo lleno de vida, la mirada soñadora. El cuadro había estado guardado en la galería. El mismo Charlie había pedido que repararan cualquier agravio, y ordenó que se montara de nuevo.

En el pecho, Alex ya no sentía la hipérbole de su vida terrenal. Sentía que estaba mirando el arte en su máxima expresión.

Pero nada más.

Ningún atractivo sexual, ninguna ansia loca por besarla, por acariciarla, por traerla a la vida. Sentía paz al mirarla. Estaba en paz consigo mismo.

Era la gloria haberse desprendido de las emociones simples que rodeaban la existencia del hombre. En ese instante se convenció de que, lo mejor de ser un espíritu material, no era el poder viajar tan rápido, sino eso: tener el control absoluto sobre sus sentimientos, y elegir cuándo sí y cuándo no hacerse con ellos.

Envarado frente a Eco, miró hacia el aviario y vio a los hombres que abandonaban sus puestos de trabajo para terminar la jornada del día. Los utensilios de reparación andaban por doquier, y Alex supuso que les faltaba muy poco para llegar a término. Echó un vistazo a su reloj, volvió la vista a la puesta de sol y se despidió del vigilante a su lado.

De camino al cementerio, una de las sirvientas preguntó si iba a cenar con el conde esa noche; Alex dijo que sí. No porque tuviera hambre o porque necesitase la comida, sino porque era una especie de ritual que, en setenta días, casi ochenta, había empezado a practicar con él para formarse una idea más específica de lo que pensaba. Charlie no había sido nunca tan expresivo como era de esperarse. Si se trataba de sentimientos no los hablaba, se le daba natural demostrarlos, cosa que Alex pensaba un don, y también un defecto.

Se guardó las manos en los bolsos del pantalón y salió a los jardines. El frío del otoño recién llegado le sacudió los vellos de la nuca, mientras los latidos de su corazón hacían presente ese pequeño vestigio de miedo que lo inundaba cuando estaba a punto de cruzar una línea. Pero ya había pasado mucho tiempo diciéndose que aquello no era más que un resquicio que se iría. Él no podía cruzar líneas.

Estaba en la línea por una razón, o por varias.

Una vez en el arco del cementerio, se prometió no darle más vueltas al cometido. Lo que fuera, lo haría para salvaguardar la integridad de Nazareth, y para convencerla de deshacerse del diccionario. Ahora que lo pensaba, el acto villanesco por su parte tenía solo un nombre: cobardía. En vida nunca había podido renunciar del todo a lo que suponía tener a Jane, aún en ese recuerdo obsesivo de que había sido el amor de su vida. Nazareth, que no tenía la culpa ni había participado de ello, jamás habría tenido que enterarse siquiera de que existía el objeto, endemoniado para entonces.

Alex anduvo por los primeros caminos del sepulcro, admirando los rostros lívidos de los fantasmas que paseaban por doquier. Había almas que entraban allí, y que se iban de la mano de otro ser que lo llevaba hasta la cripta de los condes, de donde solo regresaba el guía. Más tarde, el mismo guía se sentaba a charlar con otros fantasmas, como si fuera un verdadero trabajo el llevar a un alma sana y salva al lado que escogiera.

Increpado por la necesidad de entenderse, buscó su objetivo en la colina, en la tumba donde también yacían sus cenizas, reposando junto a las de Jane. Para siempre.

Encontró a la abuela de Poppy, Anatolia, de pie frente al arce, con los brazos en jarras y la larga cabellera blanca cayéndole por todos lados. Aún no llegaba hasta ella cuando la escuchó murmurar:

—Tardaste mucho.

Alex sonrió y se le acercó un paso más. Sus ojos, cubiertos por una capa blanca de cartílago, parecían observarlo. No podía verlos más allá, pero el velo significaba que había sido una médium poderosa. Ahora que la veía, era muy consciente de que debía de haber ido desde su regreso. Pero, aun como espectro, o lo que fuera, seguía sintiendo afinidad por los asuntos pendientes. Charlie y Nazareth eran su más cruel —y puro— asunto pendiente.

—Me di contra la pared un poco, antes.

La mujer le mostró su dentadura definida, en una sonrisa que hizo que se le helara la piel. A continuación, la vieja apuntó a la lápida, grabada contra la corteza del árbol.

—Tienes el tiempo contado —le contó—. A veces Dios premedita ciertos eventos para que, sus elegidos, lleguen a ciertos lugares. En tu caso, no puedo decir que sea así, pero me temo que estás en el lugar equivocado.

—Nazareth no pued...

—Esta naturaleza no es como la de cualquier fantasma —negó la vieja—. Lo que quiere decir que tu poca objetividad, a la larga, podría dejarte insatisfecho.

—¿Qué quiere decir?

Una ráfaga de viento le revoló el cabello a la anciana. Alex la miró en silencio, sopesando lo que le había dicho.

—El conde está más fuerte que nunca. Sus embrollos románticos no te conciernen. —Sonreía—. Aun cuando te haga sufrir mirarlo sufrir por amor. —Lo invitó a seguirla hacia el terraplén. Se detuvieron a contemplar el vacío que gobernaba el descampado, la imagen del río, por la noche, el frío que comenzaba a calarle—. A los hombres les gusta sufrir por amor.

—Tanto como a las mujeres.

—La niña está asustada porque sacrificó algo importante. Él, no. Él es más valiente y está más vivo. No tiene ningún pretexto; como sea, solo tengo que decirte eso; si se decide a ir por ella o no, debes dejarlo en sus manos y ocuparte del demonio. Esas son tus órdenes.

Cabizbajo, rodeado de una atmósfera lúgubre, Alex se dio media vuelta y alzó la mirada colina arriba y colina abajo. La gran fachada trasera de Dunross se elevaba, soberbia, frente a sus ojos, como una clara imagen de lo que ya no le pertenecía y quería conservar.

—Busca a mi nieta. Te dirá qué hacer.

—Bien.

Se volvió. Pero la anciana ya había desaparecido.

Cuando regresó al castillo, Alex se acicaló un poco antes de ir al comedor para la cena. Se encontró de camino con Dune, que iba más o menos dos veces por semana, en auto; el hecho de que condujera hasta allá, durante casi dos horas, no era lo que le parecía extraño. Sino el cambio siniestro que había recaído sobre él; estaba más taciturno y miraba con mayor suspicacia que antes, como si todo el mundo fuera a asestarle una cuchillada en el pecho.

El emblema de su casa estaba grabado en el anillo que llevaba en el dedo anular, como el de un compromiso. Puso los ojos en él al hallarse, y tardó más de lo común en hablar.

—¿Qué se siente?

Se habían sentado en la estancia para esperar a Charlie. Él apoyó la cabeza en el espaldar. Alex se miró las manos. La sangre de su pasado había desaparecido por completo.

—Cuando se muere en vida, una vez allí, sientes alivio.

—Nunca pensé que lo diría, pero me siento así; cansado de esto. —Un suspiro cargado de melancolía. Se paró para ir a buscar un trago. Luego de ofrecerle uno, le dijo—: No sé de qué otras cosas me voy a enterar cuando indague en el pasado de mi familia.

Alex lo observó, atento, y recordó la tarea de Charlie de hacía unas horas.

—Nada que vaya a matarte —espetó.

Dune torció una sonrisa. Los mechones de pelo negro ya se le desbordaban por la cara.

—Veremos.

Charlie apareció en ese momento, y los tres se fueron al comedor. Mientras Dune charlaba sobre no sé qué subterfugios en el parlamento, que el conde discutió con mucho cinismo, Alex se dedicó a analizar a cada uno, sin saber por qué ese día en específico los papeles en ambos se veían invertidos. 

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