Alex (32)
El cálido Dunross abrió sus puertas y lo dejó salir de su prisión. En ese momento, había cobrado toda la vida perdida en el último siglo; los bastos jardines se encontraban bañados de múltiples colores y las amapolas asiáticas cubrían la mayor extensión de los parterres. Rosas veraniegas adornaban el estanque. Dentro, los nenúfares se abrían para coronar la perfecta imagen que Alex tenía frente a sus ojos.
Se acercó tras bajar la escalinata y pasar de largo el parapeto que lo separaba del jardín frontal. A lo lejos, en la colina, el sol de la primavera deslumbraba con sus rayos y hacía del paisaje una pintura impresionista; a Van Gogh le hubiese encantado, pensó pronto, y se metió las manos en los bolsillos del pantalón, mientras hacía un lento camino hasta el estanque de las mariposas, donde una muchacha de pelo rubio se había sentado.
Alex comprendió dónde y para qué se encontraba.
Pedí un deseo.
—¿Jane? —preguntó con miedo.
Ella se giró en el acto y él se percató de que le habían cumplido el deseo. La cuestión era por qué.
—¡Has venido! —dijo ella, abalanzándose encima suyo—. Te estaba esperando.
Arrugó las cejas y, rodeándole la cintura, le espetó en voz baja—: Estaba algo ocupado.
—Pamplinas —murmuró; miró un segundo al castillo y luego al cielo, para reponer de inmediato—: Solo quería despedirme.
—¿A dónde vas?
Se encogió de hombros y, tirando de su mano, lo guio al estanque. Se sentaron y Jane estiró la mano hacia el agua, procurando que sus dedos níveos rozaran la superficie apenas. Un aire infantil gobernaba su rostro. Era como si hubiera dejado atrás el desespero y el ansia. No la recordaba así ni en vida.
Jamás la había visto tan llena de vida y tan sonriente.
—Dicen que no puedo quedarme aquí —murmuró, sin congoja.
—¿Quiénes?
—Los embajadores —asintió; le brillaban los ojos con inocencia. Alex sintió el impulso de besarla, pero algo lo detuvo—. Tus colegas. —Le sonrió—. Elmar y papá lo descubrieron. Hay un quinto tipo de alma; el embajador. Se queda para siempre; lleva y trae mensajes entre la tierra y los planos. —Echó un vistazo alrededor—. Eres un embajador, Alex. Líder de médiums.
Tragó saliva, sintiendo cómo se le apretujaban los temores en la garganta. Jane percibió algo en él porque se volvió a mirarlo e intentó tocarle la mejilla, pero retiró la mano y se estrujó los dedos unos contra otros.
—Dicen que Charlie estará bien —su voz se tornó triste—; dicen que debo dejarlo aquí. Que ahora le toca a él cometer sus propios errores.
—Estará bien —le prometió Alex.
Sabía por qué Jane no podía tocarlo. Al mirar al cielo, se fijó en las tonalidades de la retractación de luz; las moléculas del oxígeno no parecían incorporarse correctamente en el ambiente. Alex contempló, irguiéndose, la postura de Jane, el pelo, la imagen incandescente que la ofrecía, y la paz de la que estaba rodeada.
—Eres libre —dijo—. Hasta de mí.
Jane asintió, como si no hubiera querido decirle aquello.
—Las torturas menos aparentes son las más peligrosas —susurró—; el destino está escrito para que nadie lo conozca. Y quienes lo conocen no deben tratar de cambiarlo. Ese fue tu error y el mío, pero, como has pasado la prueba inicial, me han liberado del castigo; tienes mucho trabajo. No terrenal, pero no menos importante. Me atrevo a especular que es el trabajo más importante de tu vida porque implica reparar el daño que has hecho.
—El diccionario —musitó.
—No lo sé, Alex.
Ella se levantó y fue a ponerse frente a él. Sabiendo que no iba a volver a verla, se llenó de su aspecto; era hermosa. Sus ojos, su cabello luminoso, las curvas de su rostro y las delgadas extremidades con las que lo abrazó en seguida. Hizo una mueca y se apartó tan pronto que le arrancó un suspiro. Quería pedirle que no lo hiciera. Que volviera.
Pero no se podía.
Había pedido un solo deseo en su interior... Que los que están libres de pecado sigan su vida...
—Ya me voy —Jane contenía las lágrimas—. Los médiums no siempre están de humor para ayudarte a cruzar.
Sonreía.
—Te amo.
Ella no respondió y empezó a caminar por el jardín. Luego se perdió entre los arces de hojas rojas. Vio pasar tres estaciones frente a sus ojos, así que se giró en los talones y observó la fachada del castillo. Nevaba con mucho viento. A Alex le palpitó el corazón cuando dio un paso adelante...
Miró otra vez el solar en la colina, contraria al camino del cementerio. Sabía que tenía que ir. Y así lo hizo. Se echó a andar todavía con el dolor punzándole en el corazón; algo lo llamaba desde el interior del chalet. Cuando entró, las llamas de la chimenea chisporroteaban y una voz altruista, que reconoció al instante, sofocó toda tristeza.
Poppy clavó la mirada en él, pero fingió no verlo.
—Tienes que salir de aquí —le decía a Charlie, que estaba apoyado en la mesa de trabajo y escribía a mano pacientemente.
Llevaba puestas las gafas y su aspecto era...
Perfecto.
Saludable.
—Termino y voy —dijo este.
Alex se recargó contra la chimenea, con Poppy a su lado. La atmósfera se convirtió en algo más ligero, sin frío. Como si fuera verano o primavera otra vez. U otoño, sí, otoño.
—Su futuro —susurró.
Ella suspiró.
—Voy por la chaqueta —dijo Charlie y se levantó.
Alex se acercó a la mesa. Levantó la hoja en la que había estado escribiendo y leyó las primeras líneas. Más bien era una nota rápida; iba dirigida, por supuesto, a Nazareth.
—No le responde las llamadas.
—Obvio que no —contestó, desanimado y culpable—. Lo apuñaló. No debe de querer mirarlo a los ojos.
—Pero él sí que quiere verla.
—¿A dónde van?
—Quiero que salga y tome el sol. Para mí se ha recuperado por completo, pero no quiero marcharme antes de que vuelva a sus ocupaciones. Dune me prometió que no le dejaría ni a sol ni a sombra, pero no podemos tener miedo siempre. Si tan solo Nazareth...
—Tiene que ir detrás de ella.
—Pero...
—Naza está asustada. Díselo.
Con una vehemencia terrible, Alex miró a la bruja a los ojos. En ese momento volvió Charlie, así que ella no respondió. Salieron del chalet hablando algo respecto al parlamento. En el jardín, era todo caos; jardineros podaban, cuidaban y recortaban las plantas; había gente reparando las ventanas rotas, e incluso el cuidador del aviario se paseaba con el guante especial para poder cargar al halcón de los Mornay, al que Charlie le acarició las alas antes de seguir caminando.
Se le notaba el cambio hasta en la forma de vestir; usaba vaqueros, mocasines y camisetas de una tela que no supo reconocer, y la chaqueta que se había llenado de sangre, pero que estaba limpia para entonces. Los siguió intentando preguntarse por qué estaba mirando aquello.
Miró al cielo por pura inventiva y culpa.
—... Lo único que digo es que deberías intentar buscarla. Ir.
—Si quisiera saber de mí me respondería el teléfono. —La miró solo un segundo—. No quiero presionarla. Quiero darle tiempo, que esté tranquila, y luego volveré a llamarle.
—Ya pasó un mes —Poppy lo increpó.
Caminaban por los pasillos que llevaban a la cala. Había un largo camino de madera y piedra, encumbrado en el mirador más soberbio que Alex hubiera visto. Al llegar allí se detuvieron. Charlie puso los antebrazos en la baranda y observó el océano, una bahía azul y que se encontraba en paz. Lo imitó.
—Tal vez si esperas mucho se haga muy tarde. Y no podrás decirle cómo te sientes.
—Se lo acabo de escribir. No responderá si no quiere, pero lo sabrá. —Agachó un poco la cabeza, se miró el reloj y volvió a clavar la vista al frente; un rizo del cabello se le cayó a la frente y él se lo devolvió a su sitio—. Sabrá que me ha hecho falta. Y es todo lo que necesitaba decirle.
—A lo mejor necesita que se lo digas en persona. Nazareth es una romántica empedernida, querrá que la sigas.
Él negó con la cabeza. Se levantó y apoyó la espalda en la baranda, mientras se cruzaba de brazos.
—Quiere espacio y está avergonzada. La entiendo. —Se tocó el pecho como un reflejo de sus palabras—. Tengo mucho que hacer y poco tiempo, Poppy; además prometí ayudarte en la empresa que tienes en las manos. Dune es un caso serio. No voy a dejarte sola con él.
Ella chasqueó la lengua.
Alex estaba de acuerdo con Charlie...
—Tengo veintiocho años.
—Ya no tengo a Jane —la corrigió Charlie—. Y Nazareth no está. Si se trata de eventos paranormales, voy a ir contigo.
—Tendrías que buscar al amor de tu vida, no cuidarme las faldas.
Censurado por la aseveración, Charlie no respondió y se echó a reír. Hacía tiempo que lo había visto hacer eso. La carga de sus hombros no estaba. Era una escena que, para cualquiera parecería insulsa, pero Alex la estaba disfrutando más que ver partir a Jane como un ángel de Dios y no como un demonio.
El gesto de su mejor amigo estaba lleno de vida. Y eso le daba paz a él.
—Estaba mal cuando se marchó —le narró Poppy; la mirada de Charlie se ensombreció y dio paso a un semblante tórrido, de incredulidad—. Parecía querer arrepentirse en el último instante, pero salió del chalet sin mirar atrás y aun así yo pude leerla. Es tan transparente que no me...
—No lo hagas más —atajó él, sin pensarlo.
Poppy se interrumpió y carraspeó para fingir que no había sido un ente intangible el que la había interrumpido en realidad. Charlie no dejaba de mirar el jardín. El bamboleo del mar en su superficie había llenado el ambiente de una música tierna, como una canción de cuna.
Dejándose llevar por esos sonidos, Alex cerró los ojos.
Charlie dijo, en ese instante—: Tomó una decisión. Y si esa decisión no me incluye en sus planes, ¿quién soy yo para pedirle que haga lo contrario?
—El amor de su vida, repito.
—Poppy, a veces el amor no arregla todo.
—Pfft. —Alex casi sonrió ante la impaciencia de Poppy, pero no abrió los ojos—. Quisiera saber qué está haciendo ella. Quisiera tener el poder de averiguarlo.
Los ruidos y la canción de cuna, junto a las voces, se acallaron. Alex abrió de golpe los ojos y se irguió completamente. Estaba parado en la puerta de la mansión Kramer, en Cambridge. La puerta se abrió y vio salir a un médico. El corazón le saltó debajo del tórax, aunque no supo cómo era posible.
Dio pasos cautelosos al interior de la casa grande. Estaba igual a la última vez que la había visto, salvo por la decoración, que era un poco más moderna. La casa ya le pertenecía a Nazareth, así que los cuadros contemporáneos debían de ser gusto de ella, pese a que había obras de arte de distintos matices y movimientos.
Bajó las escaleras con lentitud. Llevaba sus gafas, el pelo descuidadamente recogido en un moño y algunos mechones le caían en el rostro. En las manos traía consigo un par de hojas. Se acercó al teléfono y lo descolgó. Después de unos minutos de charla, colgó el auricular y se volvió, leyendo el contenido de la carta. Era más larga que la que le había visto escribir a Charlie.
Una sirvienta se le acercó y dejó una taza de té junto a ella. Nazareth se sentó en el silloncito de lectura. Cruzó la pierna, concentrándose en las líneas perfectamente escritas de Charles Mornay. Alex supo que leía su carta por dos cosas; el membrete del folio con el escudo de armas Mornay, y el rostro de Naza, que palideció. Se le aguaron los ojos.
Para no llorar, dejó de leer un minuto.
—No pensé que fueras tan cobarde —dijo él—. No vas a dejarte del diccionario y a ignorar que eso te va a consumir.
Ella sacudió levemente la cabeza y siguió leyendo.
Al terminar, recostó la espalda en el sillón y se quedó por lo menos una hora así, mirando a la nada. Las sirvientas iban y venían de un lado para otro en la casa; el sonido de un tic tac retumbaba en el interior de su cabeza, mientras se planteaba que Naza estaba así por su culpa y que quizás eso era lo que tenía pendiente con ellos.
No olvidaba lo que le había dicho Jane sobre ser un embajador y todo eso.
Aún no se ajustaba a la idea. O ni siquiera podía asegurar que ya estaba muerto. Por alguna razón, miraba lo ocurrido tras su caída de la Torre y la puñalada que Naza le había asestado a Charlie en el corazón. Sin dudarlo, la siguió escaleras arriba. Ella pasó por un corredor y se asomó al interior de la habitación principal, la más grande. Era la de su padre. Luego siguió andando. Alex se asomó al interior y encontró a Elmar acostado en su cama. La puerta, sin que la tocara, se abrió y él no tuvo más remedio que entrar.
El antiguo doctor Kramer, el respetado teólogo y un miembro de Occultus poderoso, yacía tendido como un muñeco, entre sábanas que olían a naftalina y un desagradable calor que le hizo sentir náuseas. Ignoró todo eso y se acercó a la cama. Él abrió los ojos. Eran los ojos de un muerto. Alguien que había perdido la noción de los días.
—Alex... —murmuró Kramer.
Entendió que no estaba en la casa para contemplar el sufrimiento de Nazareth. Estaba allí para hacerse patente con Elmar. Si debía perdonarlo, no lo creyó necesario porque al incorporarse el doctor le mostró una cruz. Era de oro blanco, con diamantes pequeños; la cadena también era valiosa.
Se lo puso en la mano.
—Deberías dárselo a tu hija —dijo Alex.
—Apenas me habla —murmuró el enfermo—. Y yo...
—No te aceleres —observó Alex, que notó cómo se le dificultaba hablar—. Debe de ser reposición de energía.
—Me estoy volviendo loco —se rio como si fuera algo de lo que jactarse—. Los velos están paralelos para mí, y no distingo el día de hoy del de ayer o el de mañana. Es un castigo. Y lo acepto. Pero tienes que dárselo de alguna forma y hacerle saber que ese compendio la llevará por el mismo camino, que tiene que renunciar a él.
Alex asintió.
No creía que una última voluntad, a pesar de no saber si iba a morirse, fuera a hacerle daño. Se guardó el crucifijo y vio cómo Naza entraba en la habitación. Elmar cerró los ojos, mientras su hija abría una ventana y se le aproximaba para tomarle la temperatura.
Un médico entró y luego dos enfermeros. Luego otros dos con una camilla.
—Es lo mejor para su padre, señorita Kramer —dijo el médico.
Alex miró el cuerpo laxo de Elmar y la manera en la que Naza aguantaba; como una fiera y una estatua de mármol. Se dijo que le iba a poner las cosas muy difíciles a Charlie... A menos que le hiciera ver a él cuánta razón llevaba Poppy en sus palabras.
En seguida, se llevaron a Elmar.
El médico le extendió a Naza una cartilla y ella leyó. Se dispuso a firmar mientras le hacía preguntas graves al doctor, que respondió de forma mecánica y profesional. Además, la voz de Naza era monocorde. Sin emoción alguna.
Una oscura pesadez decayó en el ambiente y Naza se sentó en la cama sin sentirlo; pero empezó a llorar y se llevó las manos al rostro. Parecía mil veces más solitaria que nunca. Alex dudó de que eso le fuera a servir de algo. No entendía el estado tan sumido de su orgullo, del miedo, del rechazo hacia sí misma.
—Alex, aún tenemos una deuda.
Se giró para encontrar a Leibniz cerca de la ventana. Con las cejas fruncidas, se le acercó dos pasos únicamente.
—Vete de aquí.
—El diccionario es obra mía —le espetó—. Le dijiste que decidiera pensando que iba a elegir quedarse con Charlie y que de inmediato iba a quemar el compendio, pero... Te dije que la estabas subestimando.
Cuando la miró otra vez, ella se había erguido y una muchacha se encontraba limpiando de arriba abajo; quitó las sábanas, las cambió, y aseó el resto del cuarto. Alex no quiso volver de inmediato con Charlie y permaneció mirando todos los movimientos de Nazareth; escribía, lloraba, escribía, lloraba, se comía un bocadillo, un té; leía el diccionario, Hombres Oscuros, alguno de los ensayos de Charlie.
Y a veces cerraba los ojos y se quedaba en un estupor chirriante. Alex sabía que se encontraba lejos, en Escocia, preguntándose cosas que podía saber y que bastaba con levantar el teléfono y hacer una llamada.
Sue, la prima, la visitó en el transcurso del día y le señaló que debía de irse de vacaciones.
—Tengo mucho trabajo —se excusó ella—. Aún debo terminar el máster.
En parte, Alex sabía que era cierto; le faltaba poco menos de un año para obtener el grado. Seguiría estudiando, eso seguro. Pero no quería que el diccionario fuera el objeto de su vida. Leibniz no se despegaba de ella en ningún instante; había dado a luz y concebido la idea del diccionario, del lenguaje prohibido, y Naza quería entenderlo.
El precio era alto.
Había, por primer paso, renunciado a quedarse en Dunross. Alex sabía que ese era su sitio. Tal vez habría vuelto a la universidad para concluir sus estudios, pero no en los mismos términos. Se imaginó el dolor y la culpa que sentía, y se imaginó a Leibniz aprovechándose de ello, absorbiéndola.
No, se dijo, ella es más fuerte.
Había algo que ella tenía que él nunca tuvo. Cerró los ojos y se proyectó de nuevo en Dunross. Poppy ya no acompañaba a Charlie y este seguía mirando el océano. Su aspecto era temeroso, como si no supiera en qué eje girar o cómo colocarlo correctamente. Se pasó la mano por el pecho otra vez y apretó los párpados.
—Lamentándote no vas a conseguir nada —le dijo.
Charlie parpadeó, pero no miró hacia él. Sin embargo, se dio cuenta de que lo había oído solo por su aspecto. Una sonrisa tiró de sus labios, una tenue y sencilla, que Alex no le había visto desde Eton.
—Hay mucho que hacer.
Fueron sus palabras. Alex se recargó igual que él en el barandal.
Y Charlie le dirigió una sola mirada.
No bastaba más.
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