Alex (27)
Alex no podía dejar de mirar los pedazos de carbón, aún encendidos en la chimenea. El sol había salido ya y la atmósfera del solar estaba completamente iluminada. Sobre la estancia pequeña que conectaba con el comedor, se encontraba el más amplio tragaluz que no había visto más que en mausoleos góticos o construcciones barrocas de diseño bastante polémico. El gusto era todo Carice, se fijó muy bien.
Elevó la mirada al techo, mientras pensaba en la manera más viable de comenzar una conversación con el hombre que compartía la mesa a su lado. Charlie se encontraba leyendo el ejemplar de Hombres Oscuros, una parte en específico, con las cejas arrugadas y el gesto deformado por la agudeza de su concentración. Le recordó a su adolescencia, cuando se sentaban en la biblioteca pequeña de Dunross a leer los libros prohibidos que custodiaba el conde.
La historia de los Mornay siempre lo había mantenido constantemente ocupado. Pero hasta ahora había descubierto que toda su carrera la había dedicado a ello; a estudiarlos, a comprender su optimismo. Dentro de sí, Alex comprendía que todos sus esmeros eran por y para Charlie; habían trabajado en tantas cosas juntos.
Parecía increíble que los años hubieran transcurrido así de rápido, y de manera tan terrible sobre ellos. Frente a sí ya no tenía a un chiquillo tímido, de gafas con montura gruesa, a veces pretensioso, a veces agradable a las chicas; era soberbio, pese a que no podía admitirlo. Le gustaban los blues, la música clásica, y la quinta sinfonía de Beethoven era su preferida encima del opus 93, la octava, que era la favorita de Alex. Por la tragedia.
En más de una ocasión, cuando soñaba con él, Alex se había levantado de la cama con el sentimiento de pérdida en su pecho. Se reunía con Leibniz y ese sentimiento se esfumaba. Su vida terrenal era detestable cada vez más. Las emociones que guardaba, en su mayoría oscuras, siempre tenían que ver o bien con Jane o bien con la decisión de seguir a Jane aquella noche, abandonando a Charlie.
—Leerla desde esta perspectiva lo hace un libro macabro —puntualizó en ese momento.
Alex lo miró.
—¿Solo hay dos perspectivas? —preguntó.
—No, me parece que son tres, si contamos con que Jane interpretaría esto de manera más perturbada.
—Jane no terminaría de leerlo —dijo—. Ella subrayaría lo que le interesa. Pasajes solamente. Lo demás le parecería aburrido.
Tras guardar silencio, Charlie lo miró también a los ojos.
—Tú la conocías mejor. —Sacudió la cabeza—. Yo me cerré a la idea de que simplemente era una muchacha distinta.
—Porque era lo que decía tu padre —Alex dijo—. Si te hubiera contado de los delirios de tu madre otra cosa hubiera sido. O de lo que te hacía Jane a escondidas. —Se rascó una ceja, incómodo ante la repentina atención que le prestaba—. Conjuros, rituales, cosas que tu padre ocultó. Y por eso te convenció de Eton.
Con las cejas enarcadas, Charlie se recostó en su silla. Dijo, más tarde—: Hubiera querido escucharte esa noche. Debí...
—Mientras acomodabas los libros, pensaba —atajó, con una sonrisa cansada en el rostro—; le digo o no le digo, le digo o no le digo. Decidí no decirte que tu hermana quería hacer un ritual satánico en las tumbas Mornay. Solo dije lo básico, para...
El gesto de Charlie cambió de pronto. Alex supo que aquel era el momento al que le había temido por años. Ahí, en su mirada dilatada por el enojo y la recriminación, vio los años de silencio, la traición de su padre, el conjunto de cosas con las que él había tenido que lidiar solo. A ciencia cierta, la razón principal por la que quería arreglar todo en el castillo, era porque cada uno de sus habitantes habían manchado de alguna manera la vida de Charlie, el único ser que trataba de ver todo con las mejores intenciones posibles.
Hasta a Nazareth.
—También podrías haber buscado otra manera. —Bajó la mirada.
—No, no hubiera podido.
Los ojos de Charlie lo inspeccionaron.
—La mataste frente a mis ojos. Sé lo que te pasaba, pero yo no... No puedo creer que lo hicieras.
—No era ella. No más. En el mundo espiritual, el que no puedes ver, Charlie; si vendes el alma lo pierdes todo. Jane se obsesionó con las maldiciones. Estaba mal. ¿Piensas que no me duele aun lo que hice?
Sintió calor en las mejillas. Charlie se levantó y le dio la espalda, llevándose las manos a la cabeza. Alex puso la mirada en la chimenea llena de carbones rotos. La ceniza estaba ahí, vulnerable a cualquier ráfaga de viento. Se irguió luego de sopesar lo que sentía, lo que había en el fondo de todo el autodominio del que era capaz.
—Lo intenté, ¿sí? —espetó. Charlie no se giró y la libertad que sentía para hablar era profunda como el océano que se encontraba a tan solo un kilómetro de distancia—. La amaba. Por supuesto que quise que fuera de otra forma, pero era demasiado tarde. Cuando los demonios toman posesión del alma, por completo, no hay nada que se pueda hacer a menos que el alma renuncie o, en su defecto, sea rescatada. No la rescaté yo, y no la rescató Dios, Charlie. Y eso fue porque tu hermana jamás renunció. Se quedó ahí. Aún con sus últimas fuerzas, siguió hasta el final del rito. El demonio estaba a tu lado y tú no lo viste. Lo sentiste, pero te cerraste. Si tenemos que reclamar algo, es precisamente que no aceptamos la realidad: la muerte de Jane, antes que terrenal, fue espiritual. —Le rodó una lágrima por la mejilla. Alex se la limpió de un manotazo—. Sabes que de esa no hay regreso.
—El infierno está lleno de muertos espirituales —murmuró el otro, que se volvió a encararlo en ese instante—. Página 999. En las conclusiones.
Alex asintió.
—Lo siento —gruñó; tenía una estaca en el pecho. Charlie no se inmutó—. Perdóname. Te traicioné. Traicioné lo que éramos.
—También yo.
Miraba al solar, la expresión tranquila, pero Alex pudo verle las lágrimas derramadas en las mejillas, gruesas y tal vez calientes por la novedad. A él nunca le había dado vergüenza llorar. Era una persona consciente de su existencia, de la rama a la que pertenecía. Estaba rodeado de seguridad mental. Algo que Alex no tenía... Algo que solo había conseguido con él. Y lo había sacrificado por otro tipo de amor. El que lo consumía desde adentro, como un hoyo negro.
¿A dónde iba todo lo que sentía una vez que se adentraba en ese agujero de gusano que era su consciencia?
—Eras mi hermano, Alex. Y te dejé solo.
—No eras tú, tampoco —dijo él; no quería negarlo. Charlie se había negado a cualquier tipo de contacto con él. Sí, lo había dejado completamente solo, sin fuerzas ni un sitio seguro de dónde asirse—. Lo que Jane te hizo puede traerte consecuencias. Una muerte prematura, tribulación espiritual perpetua... Tantas cosas. La vida es más que la comida y el cuerpo más que la ropa. No lo olvides, Charlie.
Alguien abrió la puerta. Eco entró, con su apariencia más desgarbada. Alex se imaginó transfiriéndole una cantidad de dinero exorbitante... Por haber intervenido hacía unas horas en el castillo. Pero en el hombre no veía ninguna intención de marcharse. Ni siquiera de apuro porque le contaran qué ocurría. Él parecía ya saberlo todo. Había ido a buscar a Carice el castillo y, por petición de Charlie, también a revisar que los empleados de Dunross se hubieran marchado.
—El cuerpo de la muchacha está en la cámara fría, la de la alacena pequeña —dijo, sentándose en una silla. Parecía fatigado. Alex miró a Charlie antes de que este imitara a su antiguo chofer—. El del conde sigue en el salón, el más frío, junto a la biblioteca pequeña.
—Y cerca de la Torre —asintió Charlie.
—No sé si eso fue buena idea —dijo Alex. Se sentó a un lado de Charlie, frente a Eco. La balanza había cobrado un balance muy extraño—. La Torre del Reloj es la fuente.
—Lo sé, por eso dejé cerrado con llave —satirizó Eco—. Mi estado... —Cerró un momento los ojos y suspiró, para decir de inmediato—: Gracias a mi familia tengo ciertas ventajas en todo esto.
—Limitadas —dijo Charlie.
—Pero ventajas, aun así —Alex habló sin titubeos.
—Puedo llegar a la Torre contigo siempre y cuando no sucumbas a las virtudes de tu novia —dijo Eco entonces.
Alex se acomodó mejor en la silla, de pronto consciente de que tenía que hacerlo él o... Era su sangre, la de nadie más, la que podía acabar con todo eso.
—Imagino que ya no representa ninguna tentación —terció Charlie.
Escucharon más pasos en el pasillo trasero, pero nadie tuvo que volverse porque Dune empezó a hablar mucho antes de que se materializara frente a ellos. Sujetó una silla, la sacó de su sitio y se sentó, pasándose una mano por el pelo, ya de por sí desprolijo.
—¿Los demonios pueden actuar en el día? —les preguntó.
—Este, sí —contestó Alex, todavía pensando en la tentación que representaba verse cara a cara con Jane.
En la habitación del conde no había podido hacerle frente, suponía que por falta del diccionario. Pero Elmar, seguro, habría podido erradicarlo con un chasquido de los dedos, sin diccionario tan solo. Sin embargo, Alex sabía que lo de Jane con el castillo, específicamente con Charlie, era un ajuste de cuentas, algo demasiado personal como para arreglarlo con un exorcismo simple y mecánico.
—¿Y Carice?
—Lo mismo pregunto yo —dijo Charlie.
Alex se tapó la boca con la mano.
—En el castillo, al menos en las habitaciones que vi, no estaba.
—Tal vez se marchó —espetó Alex.
—Voy a ver si está en el descampado —insistió, incorporándose—. Ya vuelvo.
Alex permaneció en silencio mientras Dune hacía preguntas, más curiosas de lo que Alex podía tolerar, de modo que abandonó la mesa bajo el escrutinio de Eco, que siguió charlando con Duncan y se limitó a darle respuestas vagas.
Cuando salió al exterior, Alex se maravilló de nuevo con el perfecto paisaje que le ofrecía el jardín frontal de los Mornay; una curiosa recopilación de flores delicadas y exóticas bordeaban los distintos caminos. Desde esa posición, podía ver la enorme fuente y al Highlander que sostenía al halcón en vuelo, y también la punta de la Torre más alta del castillo, del otro lado, de cara al océano. La construcción debía de tener al menos doscientos años tras la primera remodelación. Charlie y él habían indagado durante dos años en su historia, pasando por una quema, y descubriendo que había sido uno de los castillos amurallados casi inexpugnables. Pero lo habían vencido una vez, y luego se les había entregado el condado a los señores más opulentos de Aberdeen, específicamente a un sobrino del rey, llamado Enric Mornay, el primero de la estirpe actual, aunque, al casarse con su prima inmediata, había conservado el linaje de la casta puro.
Descendió el camino hasta la verja y el muro de contención, de piedra dura y fría. Aún estaba húmeda cuando Alex se sentó ahí, mirando el ala sur del poderoso castillo. Ni siquiera parecía habitado por un demonio antiguo. Estaba repleto de colores veraniegos, rojos, azules, y el verde que queda después de una tormenta como la de la noche anterior.
Aun así, sin importar todo aquel derroche de hermosura, siguió el camino empedrado con la mirada, hasta la colina kilómetro más allá, donde se elevaba un nuevo monumento sacrosanto. El elegante escudo de los Mornay, el que a Nazareth le habían dibujado en la espalda, se alzaba en la mitad del arco gigante. A lo lejos, el cielo despejado y azul cobijaba las tumbas y tal vez los recuerdos de los que yacían en ellas.
—Hace diez años que no veo este jardín en otoño —dijo Charlie. Cerró la verja y se sentó a su lado de nuevo, sobre la roca fría. Clavó la vista en la misma dirección que él—. Fui a su tumba cuando llegué. —Alex apretó los párpados. Nunca la había visitado—. El brezo apestaba a ella.
—A muerte, querrás decir.
—No podía verlo hasta que llegaste —murmuró Charlie—. Entonces vi a Nazareth, la escuché reírse.
—Se estaba riendo de mí —completó Alex, que miró el perfil del que, en una época, había sido su compañero de aventuras. Luego lo cambió por Jane—. Es una mujer increíble. Crecí con ella. Créeme, si quieres una opinión sincera, ella es la indicada para dártela.
—No quiero solo su opinión —aseguró. Se cruzó también de brazos—. Pero imagino que, siendo como es, sería el último hombre en la tierra que tendría oportunidades con ella.
Alex se maldijo internamente. Sabía muy bien cómo funcionaba el amor. Era así, silencioso, como una melodía a la que se le iba subiendo el volumen con lentitud, hasta alcanzar el clímax. Era un sitio también, un lugar venerado por filósofos y al que muy pocas personas tenían verdadero acceso. La intensidad siempre dependía de qué tanto se arriesgara. Por eso su amor y el de Jane dolía tanto: lo habían arriesgado todo. Charlie, en cambio, era pasivo, un ser que, si amaba, lo hacía con fuerza y entereza, no al borde de la locura, siempre desde una posición de seguridad para ambas partes. La única vez que lo había visto emocionado por una muchacha, en el colegio, no había presentado atenciones a ella: sus padres eran judíos, y él cristiano, así que era imposible que los dejaran tener nada. Además, en aquel entonces Charlie le contó que no quería que la sometieran al escarnio. En Eton los muchachos podían ser crueles. De modo que se negó a cortejarla siquiera. Le había ahorrado, en sus propias palabras, el tener que involucrarse con alguien como él.
Bajo la perspectiva juvenil de Alex, George Mornay tenía la culpa de que su hijo pensase de forma tan frívola sobre sí mismo; no debía de ser así. Charlie, de buenos sentimientos y corazón intacto, debía merecerse algo bonito, puro, que le hiciera justicia a todo lo que le había dado. Paz, principalmente.
—Uno hace sacrificios por trabajo, por salud y por dinero; ¿por qué los sacrificios que se hacen por amor tienen menos validez para la gente de este mundo? —Sonrió—. ¿Dónde estará la chica judía que te gustaba en el colegio?
Charlie esbozó una sonrisa lánguida.
—Mila —dijo.
—Sí, tal vez trabaje en la sastrería de su padre. O en la cocina de su madre. Quizás esté casada en estos momentos, con dos hijos, y mucho más feliz de lo que tú lo serás nunca. —Frunció las cejas para mirarlo—. En aquel entonces, sacrificaste el impulso porque sabías que, si prestabas atención a ella, los compañeritos de tu clase iban a someterla a la ignominia.
El gesto de Charlie se tornó confuso. Alex no pudo leerlo del todo.
—Tenía dieciséis años.
—Y hoy tienes más de treinta —le dijo—. No has cambiado, Charlie. Sigues creyendo que te mereces un matrimonio infeliz solo por ser hijo de quien eres, y por heredar lo que te ha dejado tu padre. Eso no es un legado, es una cruz. Por favor, deja de crucificarte.
—Me estás diciendo que, para poder pretender a Naza, tengo que renunciar al condado de mi padre y todo lo que implica ser su hijo —había diversión en su tono—. Soy quien soy. No puedo cambiarlo. Nazareth piensa eso; que es demasiado conmigo.
—¿Te lo dijo ella?
Charlie recostó los codos en sus piernas, bajando la mirada al suelo. Luego miró al jardín. El pelo se le veía más rubio y las facciones más juveniles. La ropa sencilla que llevaba puesta le daba, además, cierto aire rebelde que Alex interpretó como una injusticia de la naturaleza. Vestido con fracs y ropa de sastre, era la representación de un miembro de la realeza. Vestido como un tipo normal... Pues nada. Una visión surrealista.
Negó con la cabeza.
—La escuché hablar con Poppy —lo miraba de vez en cuando, avergonzado por la confesión—. Fui a buscar a Carice y las oí por accidente. Al parecer ella no es el tipo de mujer que se casa con un tipo que está casi obligado a engendrar hijos varones para poder heredar un condado.
—Eso era antes —se rio Alex—. Y no la creas. Nazareth es una romántica empedernida. Tiene que estar asustada. No lo va a decir jamás, pero sé que lo está. —Pensó en Jane—. El amor puede resultar abrumador cuando no se le conoce de nada.
—Pues a mí no me abruma —confesó Charlie—. A mí me da placer. Sentir, ya sabes. Como sea, no pienso torturarla con una pretensión que no desea. Vivimos en extremos opuestos del mundo...
—¿No irías a verla, si fuera tuya?
—Precisamente la sentencia de ser mía es lo que creo que le incomoda —se mesó el cabello—. Pero lo haría. Dios sabe que lo haría. Cada semana, a ser posible.
—Ahí lo tienes. Solo necesitabas admitirlo. Aunque, si quieres pasar página con ella, déjame decirte que a mí me interrumpió en una conferencia para refutar el argumento y también llamarme misógino. —Charlie lo miró por encima del hombro, sonriente—. Y por lo que veo eso a ti te enorgullece.
—Es impresionante. —Se irguió—. Solo desearía haberla conocido en mejores circunstancias.
Alex observó su postura desgarbada por unos momentos, saboreando el dolor de aquella frase. Charlie lo miró y cerró los ojos.
—Eso también es mi culpa.
Él dijo que no en un suspiro, y añadió—: Las cosas pasan porque tienen que pasar.
—Lo sé —admitió, pesaroso—. Tú tenías que conocer a Nazareth, invitarla una temporada a Dunross y hacer que se enamorara de ti. Comparten muchos pensamientos e ideologías. Ella también quiere ponerse a la antropología lingüística, ¿sabías?
—Sé muy pocas cosas sobre ella —susurró Charlie—. Pero lo que sé me basta.
—Del romance incurable —farfulló Alex, con un nudo en la garganta—. Lo que es para ti, será. No conoces los medios. Deja que Dios acomode las cosas.
Alex quería creerse lo que había dicho. Charlie, como buen hombre de fe, se limitó a asentir. Pero él miró al cielo, preguntándose por qué debería Dios arreglar algo que él mismo había provocado.
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