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Alex (17)




Alex escribió...

Y escribió y escribió. Todo en una hora, mientras le temblaba la mano y se le llenaban los ojos de lágrimas. Escribir era cosa de Charlie. Él era el de las investigaciones, el que buscaba y encontraba. Dios, habían sido un equipo. Antes.

Antes.

El gruñido de Leibniz, a su costado, despertó en él un extraño sopor. Alrededor olía a incienso. Todavía le dolía la herida en la palma. A pesar de los años, jamás se había acostumbrado a cruzar la línea; y es que no lo hacía desde la muerte de Jane. Alex sacudió la cabeza para deshacerse de los pensamientos macabros que recorrían su mente.

Salían por su cerebro a borbotones.

—El sacrificio humano es asqueroso —hipó Leibniz; desde que había desaparecido Jane, el demonio parecía borracho de alegría. Alex no estaba feliz. Estaba asustado—. No sé qué te hace creer que Charlie va a entenderlo. Es obtuso hasta la mierda.

—Tiene buen corazón. No hace falta más —espetó Alex por lo bajo.

Siguió escribiendo.

El demonio se inclinó para ver qué decían las líneas de su prosa, en los folios blancos que tenía al frente.

—Se te dan bien las cartas de romance. —Fue a sentarse al otro lado de la mesa—. Confiésate, hijo.

Alex levantó la mirada.

—Ya déjalo —farfulló.

Le sudaba la frente a pesar del frío que había comenzado a hacer.

—No, no lo dejaré —bufó Leibniz—. Te hice un favor y ahora me debes más... Alex, Alex... Ojalá tuvieras más tiempo. Pero, por lo que veo, estás decidido a enfrentarte a tu novia; eso sin saber si algún día Charlie te lo va agradecer. Quizás hasta te odie más de lo que ya lo hace.

—No me importa que me odie; mientras esté vivo.

—¿Y Nazareth? Al menos deberías disculparte; no sé, podrías decirle que viste su futuro y que, para que Charlie no se quedara con ella, le quitaste la virginidad.

Alex apretó los ojos.

Qué asco se daba a sí mismo a veces.

—Eso fue obra tuya —dijo.

Los ojos de Leibniz eran más rojos ahora, como si se hubiera bebido un litro de sangre. Alex lo estudió con repudio. Mucho tiempo lo había negado, pensando que sería mejor de ese modo; pero ahora lo tenía al frente. Jane lo había dicho; estaba ahí para tratar de redimirse. Pero los demonios no se podían redimir, lo sabía de sobra.

En vida, Jane no había sido ni dulce ni pasiva. Era aventurera, llena de vida y ambiciones. Pero, tanto tiempo después, Alex entendía lo sufrido que era estar enamorado de ella. La amaba tanto que el corazón le dolía aún. Por Nazareth sentía una devoción sobrehumana. Quería que tuviera lo que fuera que la hiciera feliz. Aunque se revelara contra su propia carne.

—No, no, Alex; recuerda que yo solo actúo conforme a tus más bajos instintos. Desvirgarla como método y vía rápida para robarle algo a Elmar, e indirectamente a George si tomamos en cuenta que el futuro de Nazareth es Charlie, eso si se salva, es algo que se te ocurrió a ti. Yo no tengo consciencia.

—Entonces no me explico por qué sigues aquí.

—Ya te lo he dicho muchas veces; tu novia empeñó su alma y la tuya para saber todo. Si te dejo, te mueres.

—Cómo se nota que no recuerdas lo que es estar vivo, escoria —levantó la voz.

—No creo que signifique tanto si preferiste amar a Jane en lugar de a Nazareth.

Alex bajó la mirada. Estaba cerca de escribir la última línea. No era un testamento, no era una lista. Era una carta. Una larga y extensa misiva que explicaba lo que había ocurrido; si querían, podían venderla, quemarla o estudiarla. Dependía del destinatario. Lo único que quería era sacarlo todo, aunque fuera en palabras escritas.

Se prometió a sí mismo, mientras daba el último trago a su vino, que Charlie mejor que nadie podría entenderlo. Pero, ¿qué otra cosa podría hacer sino guardar esperanzas?

En ese instante, las luces de las lámparas parpadearon. Alex firmó los folios y los dobló uno por uno, apretando el puño que se había cortado como último recurso para suprimir a Jane. Mientras Leibniz flotaba por ahí, con su olor recalcitrante, oyó el chasquido de la puerta. Guardó la pila de papeles en un cajón del buró y fue abrir. Era Dune, cuyo aspecto era más bien desaliñado.

Alex supo que había llegado la hora.

—Creo que deberías venir. Carice fue a por Charlie, pero... —titubeó.

—Es tarde —fingió Alex.

Dune asintió, pero dijo—: George ha muerto, Alex. Un paro cardíaco, según lo que veo; tratamos de llamar a las autoridades. Las líneas están desconectadas, quizás se cayó una antena. Deberías venir. No sabemos cómo va a tomárselo Charlie.

Era obvio que todos, incluido él, tenían miedo por eso. Pero Dune, para fortuna suya, no tenía idea de que un demonio muy fuerte, de jerarquía alta, había invadido Dunross desde adentro; casi había destrozado a la familia. Por eso Alex tenía más miedo que ninguno de ellos; sabía de lo que era capaz alguien con tanto poder, con tanta ira.

Su madre había vivido poseída hasta su muerte.

Había sido una víctima tanto del mundo terrenal como del infierno.

—Ahora voy —susurró.

Dune se marchó, y cuando se dio la vuelta, Alex volvió a su tarea de preparar la larga carta que relataría el acto de esa noche. La metió dentro de un sobre carta junto con su medalla de San Benito, una fotografía, un disco viejo y una llave. Las dejó sobre el escritorio y se ajustó las mancuernas de la camisa. Luego abandonó la habitación.

Los pasos de Leibniz rechinaban en la moqueta del piso. Alex podía sentir el ritmo de su latir, el corazón que le bombeaba hasta la locura. También oía cosas; a los lados, en los pasillos. Las luces relampagueaban en esa ala del castillo. Cambió el rumbo por otro corredor y se internó en uno más oscuro que llevaba a dos de las galerías. En un ventanal, se detuvo para vislumbrar el arco que recibía al cementerio.

Un poco más.

—No vamos a poder mantenerla a raya mucho tiempo —dijo el demonio, también mirando la tormenta que se había desatado afuera.

—Lo sé.

—Y ese sacrificio tuyo...

—Está decidido.

—Como quieras —Leibniz refunfuñó, dándose la vuelta—. Todos estos años enseñándote a hablar como un demonio y vienes a estropearlo.

—Quiero paz.

—En el infierno no hay paz —sentenció el demonio.

Alex cerró los ojos y se dejó llevar por sus ideas.

—No, en el infierno no hay paz.

Murmuraba para sí.

A los quince, Charlie, Dune y él fueron a una excursión a Irlanda. Charlie era tímido, nunca veía nada atractivo en ninguna muchacha, aunque fuera la más bonita del pueblo; pero en Ulster las cosas cambiaron. Empezaron a interesarse por el oscurantismo, la caza y quema de brujas; investigaron las obras de arte de su padre, la caída de Lucifer, los libros prohibidos, leyeron la biblia hasta que se memorizaron pasajes. Se internaron en un mundo que los hizo olvidarse de todo alrededor. Lo único que los ataba a la realidad era Dune. Esos recuerdos mantenían a Alex con vida. Sus charlas, sus vivencias, las cosas que Charlie y Dune le habían dado.

Diez años no le habían bastado para repetirse que todo cuanto pasaba era por un motivo. Pero nunca, hasta que vio cómo Nazareth caía al suelo, desorientada y herida y en sus sueños, se había sentido tan cansado de la vida. Su alma estaba hecha trizas, condenada y humillada a grados irrecuperables. Y encima tenía que ver también cómo la de Charlie se hundía. Se lo imaginó como George en un futuro. El mero pensamiento le dio arcadas.

—En cuanto a Nazareth...

El demonio se le puso en frente de nuevo.

Alex siguió caminando.

—Asunto cerrado.

—No; lo dices porque no lo recuerdas. Pero, si te hubieras dado la oportunidad, te habrías enamorado de ella. No es Jane y no lo será nunca, lo sabes. Y sabes también que Nazareth es sinónimo de paz mental, de estabilidad.

—Tú mismo has dicho que te debo demasiado.

—Sí, hay deudas que valen más y otras que valen menos.

—No seas sentimental, Leibniz.

—Escucha, demonólogo —le agarró, por primera vez en años tras su aparición, la muñeca; Alex intentó apartarse para evadir el escozor que le causaba. Era como una brasa ardiendo, sus dedos—. Mi intención es no volver al infierno. Si vuelvo, me harán trozos, y me tejerán otra vez solo para volver a destrozarme. Así funciona el infierno.

—Es ahora o nunca.

Instantáneamente, la herida de su palma había sanado.

Cuando llegó a la habitación de George, Charlie estaba sentado en el borde de la cama, una pierna flexionada. A George lo habían cubierto con una sábana. Al otro lado, Poppy se había abrazado de sí misma.

Charlie se puso de pie.

Alex no supo qué fue peor, si el pinchazo que le provocó ver tanta furia en sus ojos, o el hecho de que los clavara en él.

—¿Tú lo sabías?

No tenía que preguntar el qué.

Se le acercó con pasos trémulos. Charlie se despeinó el pelo. Le dio la sensación de que estaba aliviado. A Alex le dio mucho gusto poder provocarle alivio.

—Me enteré esta tarde. —El otro miró por encima del hombro. Poppy se dio la vuelta.

—¿Tan egoísta soy que no pude darme cuenta?

Alex miró la cama, el bulto muerto, y a Poppy.

—Te lo ocultó a propósito, Charlie. Lo sabes.

—Sí, porque vivo dentro de una maldita burbuja.

—No, porque eres su único hijo. Parece que no, pero en este mundo todavía hay quienes darían su vida por proteger a otros. Aunque sea en lo espiritual.

Charlie hizo una mueca.

—Estamos malditos, ¿no es así? Los Mornay.

—Puede.

Sonrió, con pesar.

Charlie dio un paso hacia la puerta, echó la cabeza atrás y respiró hondo. Luego se volvió para mirar hacia Poppy, que aguardaba junto a la ventana. Los bufidos de la tormenta golpeaban las ventanas y hacían chirriar los alféizares.

—Nazareth está en mi despacho, esperándome —dijo entonces—. Dile que por favor me disculpe. Iré a verla más tarde si no está dormida. Solo... —bajó un instante la cabeza, pero se repuso y agregó—: Necesito un momento.

—Ya voy.

Él asintió y los dejó a solas.

Al momento, el semblante de la bruja se tornó diabólico. En su estirpe, había muchos con condiciones sobrehumanas. Paranormales. Ella, sin embargo, tenía facultades especiales. Pocos veían verdaderamente el futuro. A Alex le llegaban fragmentos, pero le dolía recibirlos.

—Tú lo hiciste. Lo sé.

No sonaba agitada ni molesta, pero la decisión de su rostro era aterradora. Alex clavó la mirada en el bulto del cadáver.

—Él me lo pidió —dijo y fue a sentarse junto a lo que quedaba de George—. Hablamos sobre Jane y lo que podemos hacer para expulsarla del castillo. Pero George la alimentó durante diez años y diez años ha estado chupando la vitalidad de Charlie. —Vio que su rigidez facial se relajaba. Se le acercó—. Si no hago algo...

—Mi madre decía que los espíritus vengativos son los peores.

—Pero más cuando el móvil es el amor.

Poppy asintió.

—Charlie está muy débil, ¿no? —preguntó Poppy, con voz inocente.

—Mucho —musitó él—. Tendríamos que hacer que piense en cosas más positivas.

—Bueno, Alex, matar a su padre no ha sido un buen comienzo —se rio el demonio a sus espaldas.

—No estamos hablando contigo —dijo Poppy; no se molestó en mirar al ente, sino que siguió hablando—. Dime qué hacemos.

Alex miró a Leibniz un instante, sabiendo que el demonio era lo único que se interponía entre ellos y Jane. Pero, en cuanto Leibniz se debilitase, cosas malas ocurrirían. Y eso era lo que tenía que evitar a toda costa.

—Para empezar, Charlie cree que si Naza se marcha de Dunross estará a salvo —dijo.

A Poppy le brillaron los ojos.

—Dios, Nazareth me da miedo —respondió; cerró los ojos—. Pero creo que puedo manejarla.

—No la manejes, ayúdala a que piense que no la necesitamos aquí —sonrió.

—Supongo que eso no le gustará.

Alex se cruzó de brazos, recordándola.

—Va a odiarlo. Siempre creí que iría soltera por la vida, escribiendo libros para feministas. En fin; nos conviene que piense que fue Charlie el que la excluyó de esto; se hará mil ideas y querrá discutirlo con él. Ella siempre discute, no es de las personas que se quedan calladas nunca. Charlie necesita aprenderle eso. Mientras nosotros podemos hacernos cargo del asunto mayor en el que se ha convertido Jane.

—Mmm... —Poppy se puso una mano en el mentón—. Me marcho. Tengo una idea.

—Poppy, por tu propio bien, no le hables sobre fantasmas. —Ella ya caminaba hacia la puerta; Alex apenas alcanzó a decirle—: Es atea.

Se quedó solo con el muerto. Leibniz hurgaba por ahí.

—Suculento —dijo—. Los secretos en este castillo son de terror.

—Y mortíferos. Eco seguro que ya habló con Charlie...

—No se irá el muy cobarde. Le ha tomado cariño a la familia. Y se siente conectado por sus raíces. Qué ironía, ahora Van Helsing es quien cuidará de Drácula.

Alex no dijo nada, aunque en aquello no veía ironía alguna. Entrar en Dunross y no albergar afecto para los Mornay era, a decir verdad, imposible. A él le habían robado el corazón al instante. Sentado todavía, se giró para mirar al cadáver. Le quitó la manta de la cara. El muerto yacía ahí, como lo había dejado.

En su carta, Alex le había explicado a Nazareth un sinfín de cosas. No le pedía disculpas por aquella noche. Y si no recordaba, siempre se había maldecido por ello; quería, pero era incapaz de amarla. No se pertenecía a sí mismo. Cada hueso de su cuerpo llevaba grabado el nombre de Jane Mornay, fuera lo que fuera. En esta vida y en las siguientes que hubiera por delante.

—Creí que nunca iba a encontrarte —dijo Carice, que entró junto con otros tres empleados.

Alex le cubrió el rostro a George y se retiró. Lo empezaron a acomodar en un camastro improvisado. Miró a la asistente general de Dunross y se concentró en mirarla.

Era, si le ponía cabello más largo y ojos azules, idéntica a Jane.

—Lo encontré, Carice —susurró Alex, sin dejar de mirar cómo movían los miembros aún laxos de George.

La mujer estaba de pie a su lado.

Ambos ignoraban al demonio.

—Espero que funcione.

—También yo. Y espero que te dé paz. Los ángeles también caen de la gracia si se quedan demasiado.

La miró, para tantear su gesto.

Ella esbozó una sonrisa temblorosa.

—Es mi culpa. Todo esto. Jane, su muerte, tú; cada desgracia que ha caído sobre mi familia ocurrió porque me enamoré de otro, fui infiel y...

—Si ya te han perdonado no le veo caso al culparte —dijo—. Lo único que puedes hacer es poner tu granito de arena.

Ella arrugó las cejas, sin comprender.

—En las sesiones de hipnosis que Elmar y George llevaron a cabo les hablé de un vocabulario extenso y nuevo; hay material para un libro completo. Un diccionario. —Tanteó sus facciones. Pero siguió hablando al notar que no lo interrumpía—. Contraté a Eco hace cuatro años para que se infiltrara en el servicio; luego descubrimos los archivos reales de la muerte de Jane. Y decía que no había arma homicida. Pero sí la había. Eco creyó que La Oz era un artefacto literal. Yo no tenía idea de qué exactamente me habían hecho, así que solo le di divagaciones. Él descubrió lo demás, y luego Leibniz lo recordó.

Carice miró al demonio.

—Buen chico —dijo, burlándose—. Ahora muéveme la cola y siéntate en tus dos patas.

Alex ignoró el gruñirlo furibundo del demonio y la carcajada de la que era un ángel.

Siguió hablando. Varios minutos atrás se habían llevado a George.

—En nuestra lengua natural no puedo pedirle a un demonio que vuelva al infierno —confesó—, pero sí en su lengua. Y en el diccionario está todo.

—¿Y si invocamos el nombre de...?

Alex miró al Cristo Crucificado en la pared del frente. Le dio un escalofrío.

—¿Sabes de alguien en este castillo, vivo, que sea bautizado en su nombre?

—No, por desgracia.

—Ni yo.

—Pero Nazareth...

—Nazareth no cree en Dios.

—Su alma...

—Es incrédula aún —atajó; comenzaba a exasperarse.

—Ángel mediocre —se burló Leibniz; Alex estuvo a punto de darle la razón.

Se volvió completamente a ella.

—¿Cómo es que estás aquí, Carice?

—Él nos da cierta energía y potestad. No para cuidar de nadie, solo para velar. Pero ver a George y a Jane, me provocó un dolor que no creí que fuera posible experimentar en mi estado.

Alex sonrió.

—Siempre se puede contristar al espíritu —dijo, mirándola—. Pensé que lo sabrías.

A continuación, las ventanas del cuarto se abrieron con estrépito. Libros de distintos grosores saltaron de sus lugares en los estantes; lo único que se mantuvo inamovible en su sitio fue la cruz, que Alex miró durante un segundo. Se giró en los talones. La luz se apagó por completo.

—Está aquí —dijo Leibniz en un gruñido—. Mierda.

—Necesito La Oz, Carice; ve con tu general alado y pídesela amablemente —dijo Alex; le señaló la puerta; la luz de los relámpagos era todo lo que iluminaba la habitación.

Ella se movió entre las sombras, mientras Alex se tocaba el pecho y murmuraba el inicio habitual de las palabras que Cristo había usado para frenar la tentación cuando Pedro se había ofrecido a tomar su lugar. Las repitió en su mente tres veces y después las susurró al viento.

Jane apareció al otro lado de la cama. Escuchaba sus murmullos...

—Miguel Arcángel custodia las Torres del Atalaya. Se ha postrado en las esquinas de esta casa y ha tocado para que todos sepan que, ninguna hueste, puede tomar posesión de lo que ya ha hecho suyo. Porque es el guerrero, el general, el que expulsó el mal no una, sino varias veces; es el príncipe de los ejércitos, y Él le ha enviado para vigilar —le tembló la voz cuando ella empezó a contornear la cama, arrastrando los pies; sus ojos eran por completo rojos—. Sus alas abatirán a miles a mi derecha, y a cientos a mi izquierda.

Jane esbozó una sonrisa.

Alex no se inmutó.

El aire olía muerte de nuevo.

—Tengo un hambre feroz, y no solo de pan vivimos todos —dijo ella, pero su voz eran un millar.

Había depositado su mirada de fiera sobre Leibniz, que estaba agazapado a las sombras, como un gusano.

—Oh, no —dijo el demonio.

Esa fue la primera vez que Alex supo realmente lo que era el miedo. 

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