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𝟼. 𝚃𝚎𝚗𝚝𝚊𝚌𝚒𝚘𝚗𝚎𝚜

Hagler dejó la libreta a un lado.

En esta ocasión no la arrojó con desprecio, por el contrario, la había depositado con tal cuidado, que él mismo se sintió avergonzado al segundo. No sentía ningún tipo de sentimiento por Holly, si es que algo había en su pasado que hubiese provocado el horror de su presente, eso no aminoraba los asesinatos que, indiscriminadamente había cometido en Oyster Bay. Nada podría aminorarlos.


Sacó un cigarrillo de la cajetilla que yacía sobre la mesa y lo encendió con tranquilidad para, una vez degustado el humo y el sabor que Este dejó impregnado en sus labios, volver a coger el diario. La siguiente página no parecía haber sido escrita el mismo día que la anterior, pero algo le hacía pensar que tenía mucho que ver con aquel platillo: el filete Johnny mignon.


Anoche intenté quitarme la vida.

Sí, sé que suena estúpido intentarlo a mi edad, si hasta decirlo suena condenadamente estúpido, pero es un sentimiento que nunca había experimentado con tanta violencia como ahora.


Creo que perdí la cordura, las horas se me vienen encima y los minutos pasan como una carcajada que se burla en mi cara, mi torpeza es más terrible de lo que yo hubiera imaginado.

No sé cómo es que llegué hasta este punto, pero no puedo más, este es mi límite.

Tenía las muñecas rajadas, ambas con una profundidad que solo pudo haber sido hecha con tal desesperación demencial que casi estoy segura de que corté los tendones.


Al hacerlo, ÉL dijo: "no te matarás" y yo no lo creí, decidida me encerré en el cuarto de baño y tomé la navaja, mutilé mi carne hasta que me cansé de hacerlo, arañé incluso gran parte de mi cuerpo. Hilos de sangre se desparramaban por doquier, iluminando el suelo del baño. Sé que me costará una eternidad limpiar las gotas de sangre de la bañera, pero yo aún sigo aquí. Viva... ¡Viva!

Cuando salí, seis horas después de hacer mis cortes, cansada de llorar, adolorida y avergonzada, ÉL solo repitió: "no te matarás".

¡Y no pude hacerlo!



—¡Quién demonios es a esta hora! —exclamó Hagler al escuchar el timbre de la entrada. Se levantó apesadumbrado aún con el diario en las manos. Lo ocultó en uno de los cajones de la cocina y miró el reloj; eran las diez de la noche. Demasiado tarde para su gusto.


Dio un respingo cuando una sombra lo recibió en el cobertizo. Encendió la luz de entrada, pero el foco estaba fundido, de modo que lo único que podía divisar en mitad de la penumbra era una abundante mata de cabellos castaños.

—¿Qué se le ofrece? —preguntó confundido.

—Espero no importunarlo —era una voz de duermevela, conocida sin duda alguna.

—¿Señorita Grecco?

—Oh, por favor, llámeme Nona.

—¿En qué puedo ayudarle? ¿Necesita algo?

—Lo necesito a usted —dicho esto se adentró en la casa.

El detective quiso detenerla, pero ¿cómo hacerlo al percatarse de las crueles lágrimas que rodaban por su rostro?

—¿Qué le ha sucedido?

—Nada... nada malo detective, no es lo que usted se imagina. Solo necesitaba conversar con alguien. Es decir, con alguien capaz de comprenderme.

—Pues yo haré mi mejor esfuerzo, aunque dudo que pueda serle de ayuda. Por favor, tome asiento —respondió este, apretándose la bata de dormir y dirigiéndose a la estufa—. ¿Le gustaría una taza de café o té?

—Solo un poco de agua, por favor.

Hagler se apresuró a servir el agua, preguntándose por la extraña aparición de la abogada de Holly en su departamento. Quizá se había percatado de que la seguía y quería averiguar qué se traía entre manos, ya sabía de sobra que con los abogados había que andarse con cuidado, y aún más con las mujeres.

Después de que la chica bebiera ávida del vaso con agua y de que él se acomodara en la silla de enfrente, ella comenzó:

—No estoy segura de hacer lo correcto viniendo aquí, pero no sé a dónde dirigirme. Yo sé que usted es un hombre de fiar, se comenta mucho en el juzgado acerca de su sed de justicia y de sus fuerzas que jamás disminuyen sea el caso que sea, también de su eterna y sincera lealtad. Es por ello por lo que vine aquí. Necesito pedirle un favor.

—Pues, diga usted.

La joven lo miró a los ojos por primera vez. Solo ahí fue que Hagler notó que eran de un color aceituna muy precioso, y aún más lo que expresaban. Esa mirada hablaba de una fortaleza sin igual. Sus labios eran carnosos y parecían tan suaves que casi le produjo lástima el hecho de que se vieran contorsionados por el llanto.

—Detective Hagler, necesito que detenga esta cacería contra mi clienta, Holly Saemann.

Hagler se levantó de la silla.

—Imposible —dijo solamente.

La chica hizo lo mismo.

—Es imperativo que lo haga. Todos corremos un grave peligro con ella en la cárcel.

—¿No cree que lo corríamos con ella en libertad? ¿Quiere acaso que continúe tan campante por el mundo mientras asesina y devora a todo cuanto inocente se le cruce en frente? ¿Eso es lo que quiere?

—Por favor, detective Hagler, por favor confíe en mí. Es necesario que ella sea puesta bajo observación médica de inmediato.

—Ah, ¿sí? ¿Y por qué es tan necesario? ¡¿Qué demonios le ocurre en la cabeza para pensar semejante estupidez?!

La chica se desplomó una vez más en la silla, hecha por completo un mar de lágrimas.

—Usted no lo entendería —dijo después de un tiempo—. Creí que sería sencillo entenderme con usted. Creí que todo estaría bien. Tengo miedo, ¿sabe? —se quejó, mirando un segundo a Hagler para después continuar llorando.

El detective se aproximó a ella, sintiéndose terrible por haberle gritado de aquella manera.

Colocó una mano en su hombro y ella la aceptó al tiempo que posaba la suya encima. No dejaba de llorar.

—Por favor, señorita, no llore más. No ha sido mi intención ofenderla.

—No se preocupe. Solo soy una niñata miedosa —respondió esta, ofreciéndole una delicada y triste sonrisa.

El detective suspiró hondo y, aproximando una de las sillas a ella, se sentó a su lado en un intento por darle algún tipo de consuelo con su muda presencia, aunque en realidad era inútil, la chica no podía dejar de llorar.

—Lamento haber venido a provocarle este problema, detective. Le aseguro que no es mi intención contrariarlo de este modo. Es solo que, este caso, esa mujer...

—La comprendo, señorita Grecco.

—Nona, por favor, Nona —le interrumpió ella, aún entre sollozos.

—Disculpe. Señorita Nona, yo puedo imaginarme muy bien por lo que debe estar pasando, una chica tan joven, por más sagaz e inteligente que sea, un caso así le viene muy complicado, pero estoy seguro de que podrá con ello. —Se aclaró la garganta, la verdad es que no sabía qué rayos estaba diciendo—. Sé que somos rivales, por decirlo de alguna manera, pero confío en que podrá lidiar con su clienta. Solo no lo tome tan en serio. Después de todo, si no resultan las cosas como usted las espera, usted ya no tendrá la culpa de ello, no está en sus manos el veredicto del jurado. Y su reputación como súper abogada no se verá manchada en lo absoluto, estoy seguro.

—¿Súper abogada? —cuestionó la chica, dejando de llorar por un instante.

—Así es como han comenzado a llamarla por aquí.

Nona no pudo evitar sonreír de modo inocente, la etiqueta que le habían colocado le pareció graciosa de momento.

—¿De verdad piensan que soy una súper abogada?

—¡Ni que lo diga! Todos los abogados en el ministerio le tienen pavor, y es bien sabido que en su bufete citadino es usted la predilecta.

—¡Vaya! —sonrió ella—. Nunca pensé que me consideraran una súper abogada, seguro que mi imagen ha caído ahora frente a sus ojos al mostrarme como realmente soy.

—No piense usted eso. Creo que momentos difíciles los tenemos todos, ¿no es así? Yo también me he sentido así algunas veces. Es normal.

—¿Usted? —cuestionó la chica, apuntándolo con su dedo índice.

—¡Claro! Y le aseguro que de formas peores. He terminado en las calles, ahogado en alcohol solo por casos difíciles, bamboleándome como un demente y diciéndole a mí amigo Ryan lo mucho que lo quiero.

La chica sonrió espontánea al escucharlo hablar. Ahora que la veía, y pese a su aspecto de mujer fatal, a Hagler le pareció una chica inocente, carismática y frágil.

—No lo imagino —dijo ella, sonriendo.

—¡Y tratando de besarlo! —continuó Brent Hagler, complacido con las sonrisas que logró arrancar de la joven abogada.

—Pues no lo creo, detective. Sé que tengo poco de conocerlo, pero desde que lo vi me pareció un hombre muy capaz, sabio y por completo seguro de sí.

—Nada de eso, señorita Grecco

—Nona.

—Sí, disculpe.

—Desde ese momento en que le vi quise hablar con usted a solas —interrumpió la chica.

—¿De verdad? ¿Y por qué? Si es que puedo saberlo.


La joven no respondió, pero asintió con dulzura sin dejar de observarlo con fijeza a los ojos. Una sonrisa más amplia afloró de sus labios al tiempo que se aproximaba al detective, acechándolo como lo haría un león a su presa. Se acercó tanto que Hagler apenas si podía respirar con naturalidad, y cuando menos lo sospechó, sintió el dulce y apasionado beso que la chica le plantó en los labios. Devorándolo como una desesperada.


Su aliento tan fresco y el cabello perfumado lo confundieron por un instante antes de que él se decidiera alejarla.

—Por favor, señorita Grecco. Esto no está bien.

—Llámame Nona y, ¿por qué no estaría bien? ¿Acaso no te parezco atractiva?

—Por supuesto que sí, pero soy demasiado viejo para usted.

—Tonterías —alegó ella, volviendo a besarlo apasionadamente. Sus manos exploraban con vehemencia el cuerpo de Hagler, que de pronto se sintió indefenso y ridículo con la bata puesta.

Trató de levantarse, pero solo consiguió que, una vez parados, ella lo arrastrara hasta la alcoba. Tampoco era como si él estuviera poniendo demasiada resistencia. En el fondo él ansiaba tanto o más que la chica aquella unión.


Quiso sucumbir al deseo. La tentación era tan insoportable que el detective se desconoció por entero. Nona le impedía moverse, le impedía respirar, le impedía hasta pensar y, sin embargo, las fuerzas y voluntad del detective fueron mucho más poderosas que su propio instinto y apetito carnal.

Cogió las manitas de la abogada y las separó de modo enérgico sin dejar de observarla muy fijamente.

—Basta por favor, abogada.

Nona se quedó pasmada ante la negativa. De forma disimulada observó su propio cuerpo en busca de algún defecto, una prenda mal colocada, una mancha en su atuendo, pero era inútil, estaba impecable.

—¿Por qué? —susurró con cierto pesar.

—Está mal y punto. Me temo que esta visita se terminó, señorita Grecco.


La abogada se alejó del detective. No podía creer lo que estaba sucediendo. De alguna manera había intuido que todo sería pan comido y que mucho antes de que comenzara el juicio, ella ya tendría de su lado al detective. No era así como estaba acostumbrada a trabajar, pero de alguna manera tenía que asegurarse su victoria en el caso.


Dio un paso hacia atrás sin voltearse siquiera, le era imposible desviar su mirada de los ojos de Hagler que, a pesar del deseo latente que percibía en ellos, estaba colocando sus principios y su razón por encima de la oportunidad que ella le estaba colocando en frente.

Dio media vuelta y caminó por el oscuro corredor mientras sentía que la vergüenza la devoraba sin compasión alguna. El trayecto hasta la puerta de salida le pareció eterno, casi no podía colocar con seguridad las zapatillas sobre la moqueta desgastada y cuando finalmente consiguió llegar hasta el picaporte y abrir la puerta, el viento helado de la noche la recibió con toda su brutalidad.


Nona se sintió perdida ante la noche estrellada. Una especie de vacío se apoderó de ella sin que lograse concretar el motivo para su extraña reacción. No sabía por qué, pero el rechazo de Brent Hagler, una víctima a la que había considerado débil, fácil de atrapar y muy por debajo de sus capacidades, le estaba haciendo un nudo en el estómago que ella no logró resistir.

Echó a correr por la avenida sin importarle el atraer las miradas de los pocos transeúntes que aún se encontraban en las calles, no le importaban los cuchicheos a los que los pobladores de Oyster Bay estaban tan acostumbrados.


La luna era el testigo mudo de su desesperanza e incomprensión. No sabía cómo diablos podría encajar una herida como aquella, ni qué haría por la mañana siguiente cuando tuviese que toparse con él en los fríos corredores del juzgado.

Nunca habría pensado que alguien como Hagler podría resistirse a sus encantos.

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