𝟺𝟺. 𝙰𝚗𝚗𝚎
Anne arrastraba a Alex por el jardín sin siquiera hacer el menor esfuerzo. Su fuerza sobrenatural, así como su juventud, solicitadas hacía años a lo que fuera que se comunicara con Holly, le había sido de gran ayuda en incontables ocasiones. Tanto en aquellas en las que se apoderaba de una nueva vida, como en esas en las que su propia vida estuvo en juego.
Era una sociópata, echada a los brazos de la delincuencia cuando apenas era muy joven, manipulada al extremo, llevada al límite con la finalidad de convertirse en una asesina. A la tierna edad de trece años, ella era tan inteligente como para ganarse la vida y lo suficientemente fría como para no importarle los medios con los que conseguía hacer su voluntad. Su crueldad y deseo de venganza, así como sus crímenes pasados, habían servido para atraer la atención de eso y por ende la visita de Holly y Samuel a aquel viejo motel de paso en el que la mujer caníbal se presentó con ella.
Aquella tarde pensaba cobrarse la vida de un viejo rabo verde que la estuvo acosando durante semanas. Si bien no era la primera vez que se quedaba a solas con él, en esa ocasión sucedería bajo sus reglas y en el lugar que ella había elegido; alejado de la ciudad. No supo cómo es que Holly se enteró de lo que iba a hacer una vez que la puerta del cuarto alquilado se cerrara con ellos dentro, pero no le importó que deseara observar, y aun cuando la idea de verlos revolcándose como conejos no le pareciera a Steven, ella terminó por convencerlo. Las palabras de Saemann habían logrado tentarla.
"Permíteme verte ejecutando tu arte oscuro. Sí, quiero verte ejecutándolo"
Ella sonrió al escucharla y no pudo resistirse más.
Los tres subieron las angostas y pestilentes escaleras hasta el cuartucho elegido. Steven estaba drogado. Ese maldito anciano con la coronilla calva y finísimo bigote cano, apenas si podía terminar una frase entera. La chica se había encargado de doparlo lo suficiente. Tenía decidido hacerlo. Lo deseaba con todo su corazón. No iba a permitir que la tocase una vez más, aún si ello significaba perder su empleo como bailarina exótica y acompañante de primer nivel. Steven no saldría vivo de aquello.
Holly tomó asiento una vez que el hombre se encontró desnudo y recostado en el apestoso colchón. La jovencita lo había atado de pies y manos a las barras de la cama y ahora besaba y lamía los bellos de su pecho. Steven parecía confundido. Se encontraba tan alejado de ahí que ni siquiera parecía sentir las caricias de la chica.
Esta se montó en él y comenzó una danza lenta al tiempo que elevaba los brazos, como si se encontrase en un éxtasis profundo. Llevó sus deditos al broche de mariposa que mantenía su cabello recogido y lo soltó con suavidad, liberando sus sedosos cabellos negros. Acto seguido, se inclinó para lamer los labios del hombre mientras apretaba sus mejillas con una mano, tal y como si deseara mantener la cabeza en la misma posición. Apretó el torso con sus piernas y, con una apabullante seguridad, metió el broche del tamaño de su puño, en la boca de Steven que ella misma mantenía abierta. El hombre se sacudió su abrazo e intentó apartar la cara, pero todo esfuerzo era inútil. Ni siquiera podía ver claramente a la chica, la habitación entera le estaba dando vueltas y cada sensación en su cuerpo le parecía irreal y lejana.
La chica cogió la corbata que le quitara a Steven y que había dejado convenientemente a un lado, y con ella lo amordazó aún con el broche dentro de su boca. Miró de reojo a Holly, esperando ver algo de sorpresa en sus ojos, pero solo encontró la aprobación más rotunda, así como una exultante mirada de gozo. Sonrió.
Volvió la mirada a Steven quien se sacudía de modo cada vez más frenético. Le atisbó una cachetada y luego otra y otra más hasta que el hombre se mantuvo quieto, presa del pánico que lo acogía cada vez que el broche intentaba penetrar hasta su garganta. Pestañeando constantemente, no podía quitarle la vista de encima ni de preguntarle con la mirada qué había hecho para merecer aquello.
La joven rio con desesperación, una risa escalofriante que contagió a Holly. Se levantó de un salto y corrió hasta su mochila entre canturreos. La abrió con calma y comenzó a sacar diversos utensilios. Con diversión comenzó a colocar cada cosa sobre la cama: un frasco de acetona, barniz de uñas, un par de navajas depiladoras, labiales, un enchinador de pestañas y, por último, su arma maestra; aquella navaja que había utilizado para asesinar en incontables ocasiones.
—Humm. ¿Qué utilizaré primero? Recuerdo que te gustan las chicas con labiales rojos, ¿no es así? A ver...
Tomó el labial y volvió a montarse en él, dando un par de golpes a la mejilla de Steven que intentaba apartarse. Comenzó a dibujarle, aún con la corbata encina, una enorme sonrisa chueca que desfiguró el rostro regordete del hombre.
—Lo estropearás, maldito hijo de puta, ¡quédate quieto! —Holly sonrió detrás—. ¡Mira qué lindo has quedado! Ahora... —abrió el barniz y se acercó a las manos para pintar sus pulcras uñas. Echó un soplido al meñique que acababa de cubrir de rojo, sin embargo, Steven intentó deshacerse de los nudos, provocando que todo su trabajo se hiciera añicos. La chica resopló con fastidio y se apresuró a coger el botecito de acetona. Lo abrió y olió con lentitud para, acto seguido, abrir con suavidad el ojo castaño de Steven.
—Esto te va a doler —sonrió, vaciando sin miramiento el contenido en el orificio. El hombre lanzó un grito inarticulado y echó la cabeza a un lado, pero solo consiguió que el líquido quemara también el ojo derecho, así como fue a parar a su oreja. La joven mantuvo su mirada muy fijamente en la suya mientras este aún intentaba tomar toda la información posible de lo que estaba sucediendo, entre la maraña brumosa de su conciencia. Pero el dolor era tan insoportable que no podía pensar en nada. Sus ojos ardían de terror, miedo y dolor.
La chica le cubrió la boca con ambas manos mientras acercaba su rostro al del hombre.
—Cállate —susurró. Fue suficiente para que Steven se quedase totalmente quieto—. Sabes que lo mereces. Así como supiste siempre de lo que yo era capaz. Conocías mi pasado, intuías que esto podría suceder y no te importó. Preferiste unos momentos de gozo, ahora tendrás que pagar el precio.
Cogió la navaja sin desplegarla y con el mango empujó la corbata hasta que le hizo un pequeño hueco. Steven se removía, apretando con furor el cinturón que apresaba sus manos. El dolor que el broche provocaba en su garganta al intentar entrar a la fuerza en ella era atroz. Ya no podía ver con claridad, el rostro de su asesina se había transformado en una mancha deforme sin ningún rasgo definido, salvo por aquella sonrisa que, sin saber cómo, se teñía con total perfección en esa cabeza borrosa.
La joven continuó apretando, deseaba que ese malnacido se tragase el broche que él mismo le había obsequiado como pago por su primer revolcón. Y todo para conseguir el empleo de desnudista. Ella había llegado a Steven con tan solo quince años, sin estudios, sin inteligencia, sin nada más que su belleza para subsistir, y él se había aprovechado de eso.
La risa histérica de la chica se tornó severa y siniestra cuando empujó la navaja en su cuello y esta pudo penetrar casi en su totalidad. La misma era visible por encima de la piel. El hombre tenía una bola en la garganta que le impedía respirar. No dejaba de patalear desesperado, hasta que sintió en su garganta un dolor caustico e insoportable que terminó por enviarlo a una oscuridad perenne de la que nunca más lograría salir.
Esta, al notar que Steven ya no se movía, prosiguió a hacer un boquete en la garganta, clavando y torciendo la navaja en el tejido. El hueco estaba inundado de sangre, al igual que los dedos de la joven que, una vez hecho un agujero lo bastante grande, comenzó a meterlos en la abertura. Holly se aproximó con lentitud para ver lo que esa chica tenía planeado hacer con el cuerpo. De pronto esta se dio la vuelta y le mostró triunfante el broche que se había quedado estancado en el cuello del hombre.
Tenía una sonrisa mordaz y penetrante que exaltó los sentidos de la mujer caníbal.
—Era un maldito, pero este broche vale mucho.
Holly sonrió.
—¿Cuál me dijiste que era tu nombre?
La chica sacudió un poco el broche para quitarle el exceso de sangre y saliva, y contestó:
—Me llamo Anne.
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