𝟹𝟾. 𝙳𝚎𝚜𝚙𝚞é𝚜 𝚍𝚎 𝚕𝚊 𝚝𝚘𝚛𝚖𝚎𝚗𝚝𝚊: 𝚞𝚗𝚊 𝚋𝚘𝚛𝚛𝚊𝚜𝚌𝚊
Tres días más tarde...
El diablo de Massapequa. El diablo. El diablo. El diablo de Massapequa.
Samuel dejó escapar un breve suspiro. Los diarios no podían haber sido más acertados al referirse a él. No era más que un pobre diablo que pronto se iría al Infierno y desde luego que no tenía argumentos necesarios para contradecir aquello. Ni siquiera deseaba tenerlos.
Fijó la vista en la camilla al fondo de la estancia. Nona estaba moviéndose con suavidad.
La noche anterior el doctor especializado en casos como el de ella le había dado muy buenas noticias y él se sentía aliviado por ello. Podía respirar tranquilo pese a que las circunstancias estaban tornándose tan oscuras.
No había tenido contacto alguno con Brent después del incidente en el juzgado. Supo gracias a las enfermeras que él se había presentado casi a diario para enterarse sobre la salud de Nona, pero tal y como él había ordenado, no le permitieron el paso. Desde luego que dio instrucciones para que fuera puesto al tanto de todo, pero no quería que la viera. No, la deseaba para él solamente. Quizá no podría decirle jamás que le importaba tanto. Que ella era la mujer que después de tantos años había logrado despertar en él un verdadero sentimiento de ternura y amor incondicional. Pero al menos en la inconsciencia la tendría para sí, podría imaginar que era suya tanto como deseaba serlo de ella. En la inconsciencia y nada más.
Después de todo, sabía muy bien en donde se hallaba el corazón de la abogada y no le importaba reconocerlo. Esos momentos podría guardarlos en lo profundo de su ser, en un rincón que pensaba mantener limpio y puro, en donde solo le pertenecían a él.
No le importaba pasar una eternidad sin mostrarle sus sentimientos, ni siquiera deseaba que supiera de su presencia en el hospital. Solo quería contemplarla, protegerla. Desaparecería de su vida una vez que estuviera seguro de que estaría bien.
Frunció el ceño al escuchar tumulto en el corredor. Se puso de pie y salió no sin antes cerciorarse de que Nona estaba tranquila.
Al salir vio a un par de enfermeras atónitas frente al pequeño televisor del recibidor. La más joven se cubría la boca con ambas manos y al mirarlo con ese semblante compungido, Samuel solo pudo esperar lo peor.
Hagler arrojó los platos al suelo, desbarató un par de hojas y cogió un puñado de fotografías, apretándolas sin poder creer lo que acababa de escuchar en la radio.
Esa mañana darían el veredicto en el caso de Holly Saemann. Los abogados encargados del mismo decidieron que Nona no era más de utilidad y alegando que la acusada podría tener una nueva entrada de rabia al verla, decidieron que lo más oportuno era prescindir de su presencia en el juicio.
Pues bien, a pesar de su ausencia, Nona lo había logrado. Holly sería trasladada al Hospital Central de Oyster Bay, en donde la mantendrían recluida durante un par de meses para su observación y posterior veredicto del tiempo que transcurriría ahí.
El juez acababa de firmar la sentencia y esta sería irrevocable.
El detective suponía que ese sería el resultado, por ello no había querido asistir al juzgado. Y a pesar de ello no pudo evitar que el estómago se le revolviese, amenazando con hacerlo vomitar. Se sentía decepcionado consigo mismo. Loco de rabia...
No podía dejar de pensar en que les había fallado a todas esas familias, a ese inocente al que solo Dios sabría lo que le había sucedido.
No tuvo ocasión de hablar con Holly, las guardias del reclusorio le habían impedido sus visitas tras lo acontecido con Nona. No sabía qué hacer, cómo sacarle esa información. Necesitaba saber si en verdad había una víctima en espera de su salvación o bien, su muerte. ¿Acaso alguien más había fallecido por causa suya?
La lluvia caía impoluta y suave sobre el ventanal. Los leves rayos del crepúsculo iluminaban aquellas gotas que se escurrían sobre él, como lágrimas sobre una mejilla invisible.
Samuel no podía dejar de mirarlas, identificado. Él también lloraba por dentro. El dolor ante el escenario asequible que se avecinaba era demasiado. Con Holly en el psiquiátrico solo sería cuestión de tiempo para que la sangre corriera en todo el pueblo. Y para su tormento, él había ayudado mucho para que eso sucediera.
Pero ¿cómo decirle no a Nona? ¿Cómo frustrar su anhelado deseo de triunfo? Sabía que ella tenía sus razones. Las desconocía, por supuesto. Pero el saber que ella estaba dispuesta a cualquier cosa por ganar el caso era razón suficiente para ayudarla.
Algo se removió en su interior al escucharla suspirar. Parecía tan frágil y vulnerable. Tan ajada. Se aproximó a ella sin dejar de observarla. Era preciosa.
De pronto, su corazón dio un vuelco al mirar de nuevo ese fulgor aceitunado que lo miró con fijeza y confusión. Al fin había despertado.
—¡Si no encuentro pronto la forma de inculpar a ese malnacido mi carrera se jode por completo!
Barker se reclinó en el sofá de cuero mientras echaba una bocanada al cigarrillo. La estancia entera estaba inundada de humo, lo que le daba un aspecto tétrico al lugar aunado a la poca luz que se filtraba a través de la persiana americana.
—Claro que ser un detective de mierda en un pueblo de mierda no era mi plan en primer lugar.
Se restregó la cara con desesperación, permitiendo que el cigarrillo se le escurriera de entre los labios hasta el suelo.
Ni siquiera deseaba elevar la vista. Estaba harto de ese maldito lugar. Hastiado por los casos cada vez más absurdos que le tocaba investigar. No había muchos crímenes dignos en Oyster Bay, la mayoría se reducía a rencillas entre granjeros y dramas domésticos. Y Michael no se había convertido en detective para tener que resolver crímenes entre parejas. Sin embargo, las pocas oportunidades que tenía para brillar solo lo estaban hundiendo más y más en ese pozo olvidado por Dios. Todos sabían que él era el mejor detective en todo Oyster Bay, pero a él poco o nada le satisfacía saberse un pez gordo en un estanque tan pequeño. Quería más.
Quizás el caso del diablo de Massapequa podría significar la oportunidad que necesitaba. Después de todo era un caso complicado y aterrador, de esos que hacía tantos años no le habían tocado. El último caso lo había tenido Brent Hagler, y lo había arruinado por completo.
En esta ocasión enfrentaba a un asesino metódico y al mismo tiempo impulsivo. La escena del crimen era un Infierno que, si bien poco le quitó el sueño, había dado de qué hablar entre sus colegas. Tenía pocas pistas y nada de cooperación entre los vecinos. Boris Tarasov era un hombre que se había ganado el desprecio de la comunidad a pulso. Un antiguo soldado desertor, borracho y bueno para nada. Solía molestar a las jovencitas que miraba por la calle y se había ganado varias multas por exhibicionismo y destrozos públicos, así como de acoso callejero. Una verdadera joya.
De modo que su incógnita no se encontraba en, ¿quién lo habría querido muerto? Sino más bien, ¿quién no lo deseaba muerto?
Lo único que tenía por el momento era la fiel sospecha de que Brent sabía algo al respecto. Y por alguna razón, algo le hacía pensar que Holly tenía algo que ver en aquel asesinato. De una forma indirecta evidentemente, pero estaba dispuesto a entregar su mano derecha si sus sospechas eran erróneas. Esa maldita mujer estaba muy conectada con el crimen, así como el hombre que vivía en la casa de los Collins. En vano lo había hecho seguir noche y día, pero no lograba encontrar nada que lo apuntase como sospechoso.
Lanzó una sonrisa sórdida al viento. Quizás sería tiempo de charlar con la caníbal.
Nona entreabrió los ojos y frunció el ceño al sentir la luz aguijoneándolos con crueldad. Intentó mover la cabeza, pero el collarín que apretaba su cuello con suavidad se lo impidió. Llevó una mano a su rostro para protegerse de la luz. De pronto, un aroma varonil inundó sus fosas nasales. Ese perfume. Lo reconocía, pero ¿realmente era él?
Buscó con la mirada al dueño de aquella fragancia, sin encontrarlo por ningún sitio. Se encontraba sola, perdida entre un vago recuerdo del rostro de Samuel frente a ella y que había estado mirándola con unos ojillos angustiados.
¿Qué había sucedido?
Holly.
Por un instante Nona había deseado que todo se tratase de un sueño. Que su viaje a Oyster Bay no hubiese sido más que una horrible pesadilla. Que aquellos malditos diarios jamás habían existido y que ella nunca se había manchado las manos de sangre en pos de una asesina cruel que la trataba como un animal.
Por un momento, un segundo que le pareció maravilloso, ella creyó que todo estaría bien.
No obstante, la dura realidad provocó que sus lágrimas brotaran sin cesar. Sin que ella pudiera o intentase hacer algo por detenerlas. Nona simplemente lloró... derramó las lágrimas que había deseado derramar desde que pisara ese maldito pueblo. Cuando las imágenes de lo que le esperaba se convocaron ante ella. No podía continuar fingiendo. No podía seguir pretendiendo que estaba bien, que era fuerte. No más.
El llanto sutil podía escucharse tras la puerta en la que Samuel aguardaba. No deseaba entrar ahí, no quería que lo viera. Se había asegurado de que se encontraba bien, había cubierto todos los gastos durante su hospitalización y eso le bastaba para estar tranquilo. No necesitaba que lo supiera. El hecho de verla estable era suficiente recompensa para él.
De tal forma que se ciñó la gabardina al cuerpo y salió del lugar, no sin antes darle las estrictas especificaciones al grupo de enfermeras que se encargarían de ella de ahí en adelante. Quería que fuese tratada como reina hasta que pudiera abandonar el hospital.
Ahora podría concentrar sus fuerzas en Holly...
El pitillo cayó con pesadez en el charco de agua pestilente, empapándose en un segundo.
La lluvia acababa de cesar, pero el azul del cielo no se animaba a iluminar aquella tempestuosa tarde húmeda. Y en realidad no importaba. La vida en las calles aledañas estaba próxima a culminar. En Oyster Bay, las personas solían evitar aquellos páramos que se situaban casi a las afueras del pueblo debido a las terribles historias que empañaban cada muro de un tono amargo y aterrador.
El detective cerró el paraguas al verse frente la institución. La ornamenta de la puerta de filigrana oscura permitía observar en su interior; el amplio jardín que, a pesar del evidente descuido, aún poseía cierta belleza oscura.
De su gabardina negra, Barker sacó el celular desgastado y marcó el número que recientemente había aprendido.
—Estoy afuera.
No obtuvo respuesta, habían colgado. Sin embargo, un ruido tosco brotó de la entramada verja y el detective dio unos cuantos pasos hacia atrás para permitir que esta se abriera en su totalidad. Sonrió mientras expulsaba el aire que su frenesí impulsó hasta sus pulmones y comenzó a caminar, penetrando silencioso en el temible Centro para Enfermos Mentales Roosevelt.
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