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𝟹𝟼. 𝙷𝚘𝚛𝚊 𝚍𝚎𝚕 𝚎𝚜𝚙𝚎𝚌𝚝á𝚌𝚞𝚕𝚘

La abogada Grecco se presentó en el despacho de abogados, sonriendo a diestra y siniestra. Sus pasos lucían seguros y serenos, como si estuviese danzando en un Edén del cual ella era la única propietaria. Así se sentía. A un palmo de ganar el juicio, a tan poco tiempo de obtener aquello tan valioso como para exponer la vida.

Se dejó caer en el asiento delante del diminuto escritorio que habían asignado para ella. Después de todo, no era más que una citadina, una abogada, no muy bien vista en Oyster Bay que además vestía como una zorra de carretera. No era de sorprender que nadie ahí la quisiera.


Desde luego que aquello era algo que la tenía sin cuidado, especialmente cuando estaba comenzando a sentir su victoria sobre Ryan Bradbury.

La mujer castaña sonrió sin dejar de observar el rostro de Holly en el periódico local.

No era una buena fotografía, pero contaba a gritos lo que ella deseaba que la gente creyera sobre la mujer caníbal.

—Esto va a ser pan comido.

Brent Hagler abrió de nuevo la libreta de Holly. Si bien, no tenía validez alguna ante el jurado como una evidencia acusatoria en contra de su dueña, él no podía dejar de buscar en sus páginas aterradoras una solución. Una prueba fehaciente de que sus sospechas eran ciertas.


Pero ¿qué podría haber ahí sino disparates? Aún si no hubiese decidido llevarla consigo, el detective sabía de antemano que un diario no sería una verdadera prueba en el caso. Porque se suponía que los asesinos —o al menos la clase de asesinos con la que él estuvo lidiando durante tantos años— no solían apuntar sus hazañas con todo lujo de detalle y tener la prueba tan accesible para el mundo entero. Holly jamás intentó esconder ese diario; de la misma manera en que jamás había negado su culpabilidad en aquellos macabros asesinatos. Aunado al hecho de que cualquier jurado que leyera aquellos disparates, no duraría ni un segundo en enviarla a una institución mental.

Hagler tenía las de perder desde el comienzo.

Se mordió el labio inferior al tiempo que pasaba las hojas, una por una. El verde de sus ojos se deslizaba por las palabras de modo descuidado.


Su sangre me bañaba por dentro, sentía su calor derritiendo cada órgano de mi interior. Me estaba desgarrando de un modo delicioso...


Holly mencionaba cada vez más a Samuel y su oscura participación en sus rituales de caza. Juntos salían cada noche, vagando sin un rumbo fijo cerca de centros comerciales, parques e incluso escuelas. Entonces elegía a su víctima; la mayoría mujeres jóvenes, pelirrojas y con algo de sobrepeso. Por ello el que la policía creyera en un principio que se trataba de un hombre, quizás un enfermo con una extraña fijación por las chicas gorditas.

Jamás se habían imaginado que detrás de aquellas desapariciones se ocultara un rostro femenino y más escalofriante aún, tan querido por todos.


Las familias se habían vuelto locas al enterarse, exigiendo con mayor ahínco una justicia que comenzaban a creer, quizá nunca llegaría. Y él no podía culparlos. Si hubiese sabido que un ser amado había terminado devorado por una mujer con severos problemas mentales, quizás él mismo habría intentado hacerse justicia.

Una página más.


Una lágrima salada brotó de su ojo celeste y yo no pude contener mis deseos de probarla. Con suavidad, saqué la lengua y recorrí con ella su mejilla. Me rompía escucharla llorar, pero su llanto era exquisito...


Mientras Samuel estuvo con ella, Holly tuvo oportunidad de ocultar sus crímenes. Y aunque se encontraron numerosos cuerpos desmembrados en su casa, los restos de aquellas víctimas que tuvieron la suerte de ser desechadas por Samuel no habían sido hallados aún. Si es que puede considerarse como suerte el hecho de no ser engullido por esa delirante mujer. Y aunque la policía no tenía motivos para suponer que Holly pudo haber tirado los cuerpos en otro lugar alejado de su propiedad, Hagler sabía muy bien de la existencia de Samuel.


Sin embargo, ¿qué sentido tenía dar con los cuerpos desaparecidos? La lista de asesinatos incrementaría, solo eso. A esas alturas, era un hecho que Holly iría a parar a una institución mental, de la cual saldría eventualmente. A no ser que Samuel revelara ante la corte todo lo sucedido junto a Holly. Y cómo es que ambos, cegados por la veneración a una entidad ilusoria, cometieron juntos aquellas barbaries. Quizás él tendría pruebas de ello, de la cordura de su cómplice. Pero ¿sería tan grande el arrepentimiento de Samuel como para obligarlo a entregarse?



—Señora Saemann se le ha otorgado la posibilidad de continuar presente en el juicio, siempre y cuando prometa comportarse. Aun así, una escolta la vigilará durante el resto del proceso legal. ¿Está de acuerdo? —preguntó el juez MacMaon, mirando a una Holly que no parecía presente del todo. Nona asintió en su lugar, para echar después una breve mirada más a su clienta. Ahora sí que parecía una desquiciada.

Los sucios cabellos bermellón iban a todas direcciones, haciéndola parecer una medusa adulta y desgastada. La mirada perdida en un vacío inconmensurable, tan lejana que era imposible acceder a ella.


Nona se había encargado de que así fuera. Sin dudarlo un solo instante, esa mañana pagó lo suficiente para que una de las celadoras le hiciera beber el potente narcótico que la mantendría quieta y repulsivamente desquiciada por un tiempo.

De esa manera podría ofrecer un gran espectáculo a la prensa, quienes, al verla aparecer, arrojaron presurosos chispazos de luz a su perdido semblante.


Hagler penetró en la sala sin interesarle las miradas que le dirigieron los presentes. Llegaba tarde, pero poco importaba. Después de todo, su presencia era inútil en el caso.

Se acomodó el traje y tomó asiento en la primera silla que encontró disponible. No deseaba perder un solo movimiento de Nona. Estaba ansioso por saber qué diablos haría esta vez. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar esa mujer?

—Bien. Tengo entendido que ya el jurado recibió los últimos cambios en la lista de testigos. El siguiente testigo ha sufrido un accidente y no puede acompañarnos. Ni en el resto del juicio.

—En realidad murió —susurró Nona, lo suficientemente cerca de Holly como para que la entendiera a la perfección.

—Sin embargo —prosiguió el juez—, no hay razón alguna para creer que su accidente haya tenido nada que ver con este caso, de modo que solo queda el registro de su ausencia. Por favor... —señaló con la mirada al policía, quien asintió al tiempo que buscaba en su lista el nombre del siguiente testigo.

—¿Quién? ¿quién era ese testigo? —Holly pestañeó con lentitud. Como si ese gesto le supusiera un esfuerzo grandísimo.

—¿En verdad deseas saberlo? —La mujer solo pudo asentir con suavidad—. Murió hace poco, de hecho. Al parecer, alguien irrumpió en su hogar y lo asesinó a sangre fría. Más tarde, cuando sepa los pormenores del hecho, te contaré con mayor detalle.

—¿Quien? —Los ojos de Holly se entornaron. Quiso sacudir la cabeza para despejar sus ideas, pero por alguna razón, todo le estaba dando vueltas. ¿Qué sucedía?

La estancia entera le parecía borrosa, apenas era perceptible la voz del juez. Pero lo que estaba diciéndole, la mirada que le dirigía mientras esa media sonrisa se escurría de sus labios. No podía dejar de notarlos. Presentía lo que estaba a punto de rebelarle.

—Será mejor que te lo diga más tarde, cuando estemos a solas.

—No —dijo ella con firmeza. Nona la miró a los ojos—. Ahora.

—¡Vaya, Holly! Me pones en un gran aprieto.

—Quiero saberlo.

—Vale, aunque no creo que ese hombre durara demasiado, ¿sabes? Era demasiado viejo. Y te diré algo; ¿la pinta de hombre viril y atractivo que cualquiera podría imaginarse al saber que era ruso? Nada que ver con ese pobre anciano.

Los ojos de Holly se tornaron acuosos y trémulos.

—¿Estás hablando de?

—¿Sí? —sonrió—. Dilo, Holly... anda. Di su nombre.

—¿Boris?

—¿Sucede algo, abogada Grecco?


El juez apenas había terminado la oración cuando el gesto violento de Holly lo obligó a ponerse de pie. La mujer caníbal tenía a su propia abogada por el cuello, apretando con un salvajismo que nunca había visto en sus extensos años de carrera.

—¡Guardias, por favor! —atinó a exclamar. Ya los policías intentaban detenerla, sin conseguirlo.

Uno a uno, fueron arrojados hasta la pared tan solo con un pequeño movimiento de la mujer caníbal, quien se sacudía las manos fuertes que le apretaban los brazos, tal y como si se tratasen de moscas.


Brent se aproximó a ellos, embravecido por la mirada cada vez más perdida de Nona. Sus frágiles dedos se aferraron a las manos regordetas de Holly, pero era imposible hacerla desistir. Su cuerpo arqueado en el asiento le impedía ejecutar movimiento alguno.

El detective echó a un lado a los camarógrafos y a los presentes que se amontonaron cerca de la escena sin ayudar en nada. Un par de reporteras y un asistente fueron a dar al suelo, aturdidos por la fuerza de Hagler.

—¡Maldita! —gritó Holly, aunque su voz brotó pintada de un tono gutural que atemorizó a todos los presentes—. ¡Él era mío, maldita perra! ¡No tenías derecho a quitármelo! ¡Era mío, mío! ¡Era el último!


Brent miró a su alrededor con desespero. Y motivado por la urgencia del momento, le importó poco tomar la silla plegable de metal, elevarla por encima de su cabeza y atestarla en la mata pelirroja de Holly con todas sus fuerzas. La muchedumbre exclamó gritos ahogados y de sorpresa. Pero aquel violento gesto fue suficiente para que la mujer soltara a su abogada, cayendo cuan larga era en el suelo, justo a los pies de Nona.


El detective se apresuró a tomarla entre sus brazos, comprobando que se encontrara bien. La mujer se desmayó al mirarlo, provocando en él un sentimiento de impotencia y desesperanza. La tomó con fuerza en sus brazos y recorrió con ella el ancho pasillo, pidiendo a gritos un médico. Extrañamente todo se había tornado silencioso.


Pocas fueron las personas que salieron en busca de la urgente ayuda médica, otras más marcaron con rapidez los números conocidos de emergencias. Pero la sala entera parecía consumida por un silencio mordaz. Hagler no supo explicarse después, si aquel silencio se lo habría imaginado, si las miradas de extrañeza que todos le dirigieron habían sido solo el fruto de su imaginación. Pero poco o nada le interesaba descubrirlo. En aquellos instantes su única preocupación era la mujer que yacía desvalida en sus brazos. Esa mujer manipuladora y dañina que le había complicado todo desde el comienzo.

Salió del juzgado, buscando desesperado un rostro amigo. Pero en el largo y oscuro corredor no había nadie. Solo la nada lo recibió.


Se sentó en el suelo y acomodó a Nona entre sus piernas. Después cogió su mano para comprobar el pulso, hizo lo mismo en el cuello. Sin pensarlo, las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Eran salvajes y parecían poseer vida propia, pues él era incapaz de detenerlas.

No supo cuánto tiempo había pasado ahí tendido cuando un hombre se acercó corriendo hasta ellos. Hagler sintió un poco de alivio al ver que dejaba el distintivo maletín de doctor a un lado y comenzaba a verificar que Nona estuviese aún con vida. Sus posteriores maniobras le confirmaron que lo estaba, que podían hacer aún algo por ella. Aunque no podía relajarse del todo. No podría hacerlo hasta que escuchara de sus propios labios que esa mujer estaba a salvo.

Entre aquel paroxismo de desesperanza, el detective echó una breve ojeada a su alrededor; los presentes en el juicio estaban saliendo sigilosos. No dejaban de mirarlo, confundidos por su extraña actuación con Nona; la abogada defensora de la mujer a la que todos los presentes odiaban de modo especial. Desde luego que los reporteros no se hicieron esperar, y en un segundo, Hagler se vio invadido por una vorágine de flashes que cegaron sus ojos por breves momentos.


Se cubrió el rostro con una mano, aturdido por la conmoción, mientras que con la otra continuaba deteniendo la frágil cabeza de una inconsciente Nona. Quien tal vez recibía su lección por meterse con algo demasiado grande para ella.

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