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Nona taconeó con seguridad hasta penetrar en el juzgado en el que docenas de miradas se voltearon para mirarla y seguir su apacible recorrido hasta su asiento, junto a la silla de la acusada.

Holly aún no había sido llevada hasta ahí, lo cual fue un gran alivio para su abogada, quien agradecía no tener que verla, al menos durante unos cuantos minutos más. No obstante, cuando aquella férrea puerta en el interior del recinto se abrió de par en par, y tras ella apareció la figura fuerte del guardia del juzgado cogiendo el brazo paliducho de la "gorda caníbal" —como era llamada Holly por la prensa local y nacional de forma despectiva— su corazón dio un tumbo tan tremendo que menguó por segundos su sentido auditivo.


Saemann la observó una vez que se acomodó en su lugar. Sus ojos eran dos pozos oscuros que menguaban el valor de la abogada con cada segundo que transcurría.

—¿Te están tratando bien? —atinó a preguntar sin poder mirarla a los ojos.

—¿Te interesa acaso? Hace días que no me visitas. Ni siquiera me has llevado mi dotación semanal necesaria para no arrancarle la cabeza a alguien ahí adentro.

—Lo siento, no he podido hacerlo. Estos últimos días han sido agotadores, estamos comenzando el juicio y necesito poner toda mi concentración en él. Además, no es tan fácil conseguir eso.

—¿Dices que no has visto a mi detective?

Nona torció levemente la boca.

—No, Holly... no lo he visto salvo por las ocasiones en las que nos encontramos en los pasillos. Pero no hablamos más.

La mujer sonrió por lo bajo.

—Vaya. Sí que me equivoqué contigo. En verdad creí... deseaba que tú fueras capaz de controlarlo, incluso hacerlo trabajar para nosotras. ¿Te imaginas? El detective encargado de encarcelarme, de mi lado... ¡Cielos! Habría sido fabuloso.

—¿Por qué piensas que yo iba a ser capaz de hacer semejante cosa? Él es un hombre íntegro.

—Por ello creí que solo tú podrías lograrlo. Pero, en fin... no siempre se obtiene lo que quieres, ¿verdad?


Nona se movió incómoda en su asiento cuando las puertas del juzgado se abrieron una vez más. Aquellas habían estado haciendo ruido durante toda la charla con Holly. Las personas entraban y salían, deseosas de que el juicio diera comienzo. Pero Nona nunca se había sentido atraída a husmear quién entraba hasta esos momentos. Sus ojos almendrados se encontraron directamente con los de Brent. El detective no pudo dejar de mirarla sino hasta que tomó asiento, disimulando su inesperado estado de hipnosis mientras se arreglaba el traje gris.

La abogada tornó la vista al frente, cohibida y agitada. No era posible que, a su edad, un hombre pudiera hacerla sentir todas aquellas emociones; se sentía como una colegiala enamorada de su profesor.

Holly sonrió con descaro. Un gesto que Nona intentó eludir.

—Así que es verdad.

—¿De qué hablas?

—Las guardias dicen que mi abogada se enamoró de mi detective. No creía que fuera verdad, pero esos ojos de borrego a medio morir te delatan por entero. —Nona apartó la mirada nerviosa—. La pregunta ahora es, ¿él siente lo mismo por ti? —Holly observó a Hagler, quien no tuvo reparo alguno es sostenerle la mirada. La mujer asintió sin recibir el saludo que esperaba por parte del detective—. Yo creo que no.

La abogada estaba a punto de decir algo, pero la orden del guardia de seguridad apostado a un lado del estrado atrajo su atención. Todos los presentes se pusieron de pie y guardaron silencio ante la entrada al juzgado del juez del condado.

El hombre tomó asiento y pidió silencio en la sala mientras él acomodaba un par de hojas esparcidas en el estrado. Poniéndose al día con las últimas averiguaciones y reportes del fiscal y la abogada de la defensa, que no eran muchas salvo por un cambio en la solicitud de testigos.

—Muy bien —tersó—. Iniciamos esta sesión. El estado en contra de la ciudadana Holly Saemann. Por favor...

El guardia recibió la hoja tamaño carta que el juez Macmaon tenía extendida en su dirección. Leyó lo que ahí contenía escrito y después comenzó.


Aquel día tocaba el turno de los testigos del fiscal —que no eran muchos— se trataban únicamente de algunos vecinos de la acusada, la forense y un psicólogo criminal. Ninguno aportó grandes datos al jurado. Los vecinos solo mencionaron que Holly era una buena vecina, muy servicial, presente en cada misa dominical y buena con los niños. Ofrecía comidas y parrilladas siempre que podía y todos acudían a ellas, pensando que su presencia era sumamente agradable. Salvo quizás por los últimos meses.

—Ya no salía demasiado de casa —dijo con voz trémula aquella mujer de cuarenta y dos años sentada en el estrado. Ni siquiera podía hacer contacto visual con la mujer que durante tanto tiempo había sido su vecina—. Y las pocas veces que podía verla afuera, ella se comportaba de manera extraña. Un día fui hasta su casa para saber si estaba enferma o consternada por algo, pero ella parecía nerviosa.

—¿Nerviosa? —inquirió Ryan Bradbury.

—Así es. Usualmente me invitaba a pasar, e incluso hubo un par de veces en las que compartimos una buena taza de té. Pero esa mañana ella... no sé cómo decirlo. Parecía asustada.

—¿Le preguntó por qué?

—No exactamente —la mujer bajó la mirada. Era incapaz de controlar su nerviosismo ante tantas miradas puestas en ella—. Le pregunté si estaba mal, si tenía algún problema.

Ninguno con el que puedas lidiar.

Los ojos castaños de Sharon, pegada al asiento de madera barnizada, se quedaron fijos. Como si en aquellos momentos estuviera mirando de modo nítido esa mañana. El rostro de Holly y su indudable capacidad para hacer que las personas que mirasen su rostro sintieran que su piel se erizaba por entero.

—¿Qué fue lo que ella le respondió? —interrumpió el abogado sus pensamientos.

—Ninguno por el que yo pudiera hacer algo—respondió la mujer—. Después de esa ocasión yo no volví a su casa. Aunque sí me daba cuenta de que con el correr de los días ella parecía más nerviosa, en constante tensión. Me apena admitirlo, pero... debo confesar que durante esas semanas me dediqué a vigilarla constantemente. Temía que alguien la tuviera amenazada. Las pocas veces que salía de casa no dejaba de mirar a todas partes, como si alguien la estuviera acechando. En verdad llegué a temer que cometiera una locura, que atentara contra su vida. Pero nunca me imaginé esto.


La mujer estaba a punto de llorar, no obstante, trató de conservar la poca calma que le quedaba, apretando su vestido floreado.

El abogado Bradbury echó una mirada al jurado y comenzó:

—Holly estaba en constante tensión, parecía que era acechada por una amenaza invisible, pero lo que los buenos vecinos de la señora Saemann desconocían, era que Holly se encontraba más tensa que nunca debido a sus descuidos. Su casa entera comenzaba a desprender un aroma pestilente del que las autoridades no tardarían en reparar y ella estaba loca de temor al ver que pronto sería descubierta. Un hecho que avala mi deducción de que la señora ni estaba loca ni actuaba por impulso, comprendía a cabalidad todas y cada una de sus acciones y por tal, debe ser juzgada con base a ello. No tengo más preguntas, su señoría.

—Señorita Grecco —dijo el juez.

Nona se puso de pie.

—Ninguna pregunta, su señoría.


En el primer receso, la abogada salió disparada a la puerta de salida sin siquiera dirigirle una sola palabra a Holly, quien le importó poco su desplante. Sabía de sobra los sentimientos que le provocaba a su propia abogada; un hecho que ella disfrutaba siempre que la tenía cerca.

Brent siguió con la mirada a la mujer castaña que pasó a su lado. A pesar de las ganas que tuviera de hablarle, jamás se atrevería a buscarla de nuevo y, no obstante, un hilo haló de él hasta ponerlo de pie y atravesar aquella misma portentosa puerta de madera pintada. Acechando a los alrededores en busca de aquella sedosa cabellera cuyo perfume aún tenía grabado en la memoria.


No la encontró sino hasta el otro extremo del pasillo. Lucía nerviosa, emocionada quizás. Tenía el celular pegado a su oreja derecha y a Hagler le pareció que sonreía. Un gesto que no pudo comprobar debido al constante movimiento de la abogada que iba y venía de un lado a otro.

Hagler se acercó con lentitud mientras intentaba disimular el hecho de que no podía quitarle los ojos de encima.

—Sí, te digo que te necesito aquí.

Alcanzó a escuchar. Se acercó más... casi podía percibir su delicioso perfume y escuchar con claridad sus palabras. A un metro de poder tocarla cuando una mano apretó con fuerza su hombro.

—¿Qué diablos quieres, Barker?

El detective delante de él sonrió por lo bajo y siguió a Brent en lo que a él le pareció una improvisada huida.

—¿De quién nos ocultamos? —cuestionó con una sonrisa.

—¿Qué quieres?

—Tenemos un asunto pendiente, ¿lo recuerdas?

—Escucha, perdona que te haya confundido de esa manera, de verdad. Pero no tengo a tu asesino, ¿de acuerdo? Fue un maldito error mío. —Michael frunció el ceño, incrédulo—. Sabes que no puedes fumar aquí.

—Nunca han intentado sacarme. Pero no trates de cambiar el tema, Brent. Te conozco, y tú jamás te equivocas, no de esa manera.

—Quizás haya una primera vez para todo —respondió el detective de modo tajante y sin interrumpir su marcha.

—No, Brent, no tú...

Hagler se detuvo de súbito y lo miró a los ojos. Michael no desvió su mirada ni un solo segundo. No parecía intimidado por él, más bien podía intuir destellos de ansiedad en los ojos ambarinos de aquel detective.

—Yo sé que tú tienes la respuesta. Pero no te preocupes, porque yo daré con ese malnacido sin importar nada. Y entonces comprenderé el porqué de tu silencio.

Barker sonrió de modo mordaz con el cigarrillo encendido entre los labios, para dirigir acto seguido su mirada hacia el guardia que en esos momentos pedía a todos que volvieran a reunirse en la sala.

Hagler sin embargo no le quitó la vista de encima.

—Pues te deseo suerte, Michael —dijo con severidad antes de penetrar en la sala, provocando que el rostro del detective se frunciera en una sonrisa espontánea que, por toda respuesta, servía como medio de demostrarle que aceptaba el desafío.

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