𝟹𝟶. 𝙵𝚊𝚗𝚝𝚊𝚜𝚖𝚊𝚜 𝚍𝚎𝚕 𝚙𝚊𝚜𝚊𝚍𝚘
La chica se ajustó la falda escolar y acomodó su cabello con cuidado para no tirar los libros que abrazaba a su pecho. No quería tener que explicar de nuevo por qué llegaba tan tarde y además con la ropa hecha jirones. Ya Vicky le había advertido con anterioridad el castigo que se ganaría si volvía a casa con moretones o golpes en la cara.
¡O te defiendes o yo seré quien te azote contra las paredes!, le había gritado en esa ocasión en la que Holly había cometido el grave error de llegar llorando y pedir un abrazo a su madre.
Sería algo que jamás se atrevería a pedir.
Penetró en la pequeña casita de madera pintada de un azul pálido y dejó que el viento la cerrara de nuevo mientras ella atravesaba el oscuro corredor hasta su alcoba. Miraba con desconfianza todo a su alrededor. Quizá Boris no se encontraba en casa... quizá Vicky había llegado más temprano.
En cuanto puso un pie en la habitación, cerró la puerta con rapidez pasando el cerrojo. Solo entonces pudo respirar con tranquilidad.
Se sentó en la cama y depositó los libros en ella, sintiendo que la vida volvía a su cuerpo.
Sin embargo, no había terminado de exhalar aquel suspiro de consuelo, cuando un sonido brusco se escuchó dentro del armario. Holly abrió los ojos de par en par, se puso de pie y dio un salto hacia la puerta, cual canguro asustado. Pero no sirvió de nada, se había encarcelado ella misma.
El hombre salió del armario, sus ojos evidenciaban la profusión de alcohol que había ingerido. Ostentaba ante ella un viejo cinturón con el que jugueteaba, mientras se acercaba a la joven de quince años.
—¿Por qué has llegado tan tarde? —le dijo sin dejar de acortar la pequeña distancia. Holly se aferró a la puerta.
—Tuvimos que quedarnos a terminar un trabajo.
—No te creo —su voz brotó con una rugosidad pastosa.
—De verdad... ¿en dónde está mamá?
—Se fue a trabajar, pero me pidió que te reprendiera si volvías a llegar tarde. ¡Date la vuelta!
Holly tragó saliva. No podía suceder, no de nuevo.
Sin embargo, el pánico que le tenía a ese hombre y aún más el poder que su madre le había conferido, lo convertían en un ser todopoderoso, alguien que, como bien se lo había demostrado tantas veces atrás, podía hacer con ella lo que le diera la gana.
La joven se dio vuelta con las lágrimas inundando sus mejillas.
—Súbete la falda —le ordenó y Holly lo hizo al tiempo que suspiraba con fuerza para no caer de rodillas. Las piernas le estaban temblando y sus pulsaciones eran tan violentas que comenzó a sentirse mareada.
Boris se aproximó a ella con lentitud. Degustaba de la visión que se le presentaba frente a él. La carne sonrosada de Holly y la forma casi instantánea en la que se tornó roja con el primer latigazo que propinó en ella. Holly exclamó un quejido de dolor, pero el hombre no dejó de golpearla una y otra vez hasta que los glúteos de la chica estaban tan rojos que casi comenzaban a sangrarle. Fue entonces cuando Boris se aproximó a ella. A calmar, como él decía, el terrible dolor que acababa de provocarle. Limpiando con su boca las grotescas heridas, como una muestra de su arrepentimiento...
—Tengo registros que demuestran que Boris Tarasov era un criminal peligroso. Ese hombre vivía en unión libre con Vicky Saemann. Ella y sus dos hijos tenían una pequeña casa al sur de Oyster Bay, herencia de su madre. Según los vecinos, la familia vivía con relativa normalidad, aunque en una situación sumamente precaria, hasta que Boris entró a esa casa. —El doctor se acomodó las gafas una vez que vomitó aquella información que, sin lugar a duda, se había aprendido de memoria.
Nona sonrió con recato.
—¿Podría explicarnos por qué?
Echó la vista atrás. Holly enrojecía de rabia. Parecía a punto de levantarse y romperle la cabeza con sus propias manos, pero no podría. Nona lo sabía, jamás podría actuar frente a toda esa gente. Lo que fuera que la ayudara a tener esas capacidades extra normales, no la ayudaría entonces.
—Bueno, al parecer el hombre abusaba de ellos.
—Explíquelo mejor, por favor.
—A la madre la golpeaba demasiado, los vecinos se quejaron constantemente porque los gritos que salían de esa casa eran aterradores. Y hay registros policiales que demuestran que Boris estuvo en prisión cuatro días por una de esas llamadas a la policía. Habría cumplido más tiempo en prisión, pero Vicky Saemann lo sacó.
—¿Los niños también sufrían maltratos?
—La señora Saemann no me lo confesó directamente, pero sí, puedo deducir con base a mis estudios en psicología, que sufrió de varios abusos en su niñez. Tanto físicos como psicológicos.
—¿Cree que esas experiencias pudieran crear en ella un síndrome homicida?
—Ya lo creo que sí. Mi diagnostico ha sido: Síndrome Amok.
—Y, ¿puede decirnos en qué consiste ese síndrome?
—El Síndrome Amok se caracteriza por episodios repentinos e intensos de agresión o violencia. Estos episodios pueden ocurrir una sola vez en la vida de una persona o pueden ocurrir varias veces a lo largo de su vida. Este síndrome conduce al paciente a tal estado de ira y rabia que es capaz de asesinar a sangre fría y de forma indiscriminada, y en la mayoría de los casos, sobreviene una amnesia absoluta después del homicidio. Es por esa razón que los vecinos de Holly la describen como una mujer amable, incapaz de afectar a cualquier ser vivo. Esa es la verdadera Holly Saemann, la que no recuerda nada de su conducta pasada. Todo potencializado por el síndrome.
—¿Podría ilustrarnos un poco más sobre los síntomas que se presentan con este síndrome?
—Por su puesto. El síndrome amok pueden incluir un aumento de la actividad física y la agitación, así como una pérdida de control sobre los impulsos y un comportamiento violento dirigido hacia los demás. El individuo puede experimentar una sensación de ira, desesperación y tristeza antes del episodio violento.
Nona asintió con tranquilidad, apoyándose en el estrado frente al juez y el testigo.
—Dígame, doctor, ¿cuáles son los factores que detonan esta afección?
—Bueno, los especialistas en el área han propuesto que el síndrome Amok puede estar relacionado con factores culturales, sociales y psicológicos, y se ha observado que ocurre en personas que han experimentado un estrés bastante significativo, una vergüenza o una pérdida importante en su vida.
La abogada agradeció al doctor para después tornar la vista hacia el jurado. Todos tenían unos rostros confundidos, como si la explicación del doctor hubiera creado disturbio ahí donde ellos creían ver con tanta claridad.
En el pequeño trayecto hasta su asiento, Nona no pudo evitar dirigir su mirada al rostro de Hagler, que para ella brillaba entre la muchedumbre corriente que lo rodeaba. Aunque, para su pesar, el semblante del detective parecía demasiado alicaído y cansado. Estaba consternado y no había duda de ello. Y pese a que la abogada se había prometido olvidarse de ese hombre, no podía hacerlo. Algo la obligaba a pensar en él cada segundo, no era capaz de quitárselo de la cabeza, y si bien, miles de veces se había dicho a sí misma que no tenía motivos para sentirse así, de que era casi un desconocido, le era imposible apartar sus pensamientos. Se sentía como enamorada.
Sin embargo, aquellos pensamientos volaron como abejas de su mente al sentir junto a ella la furia contenida de Holly Saemann. No quiso voltear a verla, y en esos momentos, la voz del juez le dio el pretexto perfecto para mantener su mirada fija en el estrado. Aun así, podía sentir en su cuerpo la mirada penetrante y fría de Holly, que comenzaba a congelarle el corazón. Le tenía tanto miedo a esa mujer, que no sabía cómo diablos podía seguir sentada a su lado. Cualquiera otra habría huido despavorida desde el primer momento.
—Abogado Bradbury, tiene la palabra —comenzó el juez, dirigiendo su confiada mirada a Ryan, quien se puso de pie mientras se abrochaba los botones del saco gris.
No tenía ni la menor idea de qué diablos preguntar. Siempre había odiado los casos en los que un psiquiatra estuviera involucrado. Esos siempre sabían cómo gastárselas y parecían olvidar que su ciencia era en realidad una maraña de hipótesis y conjeturas que jamás se han comprobado.
Se aproximó a él con las manos en los bolsillos.
—Señor Griffin —comenzó.
—Doctor —rectificó el hombre de nariz aguileña mientras se acomodaba las gafas. El abogado sonrió despectivamente.
—Doctor, podría decirnos, ¿qué le hace saber sin atisbo alguno de duda que la señora Saemann sufrió de abusos en su niñez, y que estos han sido el motivo de su hambre por la carne humana, si ella no se lo ha confesado directamente?
—Bueno, hay ciertos comportamientos que lo indican. Su manera de dirigirse a los hombres, de gesticular cuando se le menciona su infancia.
—¿Podría dar algunos ejemplos?
—Pues, cuando se le mencionó el nombre de Boris Tarasov sus ojos se dilataron y ella comenzó a apretar la mandíbula hasta que el choque de sus dientes se hizo perfectamente audible. Sabemos que ese hombre no tiene buenos antecedentes, y hay una gran posibilidad de que haya sido su agresor durante años. Además, tenemos el registro policial que confirma que Vicky Saemann sufrió de graves contusiones debido a él y que estuvo en la cárcel por ese delito.
—De acuerdo, Doctor Griffin —contestó el abogado, haciendo un especial énfasis en el sustantivo, doctor—, la reputación de Boris Tarasov lo precede. Sin embargo, no hay en ese registro nada que ligue a este con maltratos físicos a ninguno de los hijos de Vicky Saemann. Me he dado a la tarea, señoría, de investigar todo lo concerniente al núcleo familiar de la acusada, los papeles los tiene en su poder. Los niños fueron cuestionados muchas veces sobre el hombre y ambos hablaban solo maravillas de él. Por ejemplo. —El abogado volvió a su escritorio y cogió un folder—. En mis manos tengo la copia del expediente oficial de los psicólogos de aquel entonces que tuvieron contacto con los niños Saemann. Ambos querían a Boris y lo consideraban parte de su familia y cito: "Él nos ayuda con las tareas de la escuela, en ocasiones nos lleva de paseo y pasa tiempo con nosotros. Es lo más cercano que he tenido a un padre". —Ryan elevó los ojos hacia el doctor Griffin—. Palabras textuales de Holly Saemann a la edad de quince años. Dígame, ¿acaso encuentra aquí algún indicio de abuso o maltrato?
—Bueno, es común que los menores acepten al agresor como un miembro vital de sus vidas. Es una manera de autodefensa, de aminorar el trauma
—Señores del jurado. Boris Tarasov era un hombre alcohólico de pocos recursos, que, a pesar de su penosa situación económica, aceptó la responsabilidad de mantener y criar a los hijos de su pareja, Vicky Saemann. Se sabe que la mujer era una prostituta que en más de una ocasión fue detenida por manejar en estado de ebriedad y posesión de sustancias ilícitas. El hombre tenía que hacerse cargo de los hijos puesto que la madre estaba en la cárcel la mayoría del tiempo y en la escuela se han encontrado registros de que era él quien los llevaba y acudía de vez en cuando a las juntas del comité. Es verdad que en algunas ocasiones golpeó a su mujer, pero la propia Vicky Saemann testificó ante el ministerio, que el hombre estaba atravesando por una faceta destructiva motivada por sus escapadas, adicciones y su trabajo como bailarina exótica. Las autoridades de la época permitieron que Boris saliera de prisión con la promesa de ingresar a un taller del control de la ira, mismo que completó con éxito un mes más tarde.
El abogado elevó un par de papeles, las pruebas de todo lo que acababa de explicar y volvió a arrojarlos en su escritorio, mirando a Nona con seriedad. Después, mirando fijamente al doctor, continuó:
—Ahora bien, sin pruebas claras de los traumas que la acusada supuestamente sufrió durante su infancia, ¿se sustenta aún el síndrome?
—Durante mis revisiones pude observar que la señora efectivamente sufrió de traumas durante su niñez, pero me es imposible obligarla a confesarlo.
—¿Y no cree que su rechazo a hablar del tema se deba precisamente a su madre alcohólica?
—En realidad no puedo asegurarlo.
—Entonces, ¿puede afirmar sin ningún atisbo de duda que Holly Saemann padece de dicho síndrome?
El doctor enmudeció unos segundos. Volvió a empujar el puente de esos lentes gastados que volvieron a resbalarse por su nariz. Después de aquel incómodo silencio que con toda seguridad pareció eterno al psiquiatra de ojos castaños, este comenzó.
—En realidad... no.
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