𝟸𝟻. 𝙿𝚛𝚎𝚐𝚞𝚗𝚝𝚊𝚜
Samuel abrió la puerta y sintió al instante que los últimos fulgores de la puesta de sol frente a su rostro aguijoneaban sus ojos.
Viró la cabeza hacia un lado para librarse del fulgor y le permitió el paso a Nona, quien sonreía mientras pasaba a su lado, cubriéndose el rostro para que la luz no la cegara como al rubio.
Echó su cabello hacia un lado en un movimiento demasiado coqueto, tal y como era ella. Aunque Samuel no pareció interesado en observarla a detalle, en realidad se le veía confundido.
—¿De verdad no deseas que llame a un taxi? —preguntó él mientras bajaba las pequeñas escalinatas, siguiendo a la abogada.
—Descuida, tengo el auto aparcado a un par de calles, así que no hace falta.
Samuel asintió.
—Entonces...
—Entonces, ¿mañana? —cuestionó la mujer con una expresión severa en el rostro.
El hombre asintió al tiempo que abría la verja de hierro que daba a la calle.
—No sabes cuánto agradezco esto que haces.
—No lo agradezcas. Si esto en verdad funciona nos ayudará a todos.
Nona asintió, tratando de encontrar en las palabras de Samuel algún tipo de alivio a su culpabilidad. Entonces se aproximó a él y le obsequió un delicado beso en la mejilla a modo de agradecimiento. Samuel se lo recibió sin mucha emoción por su parte. No podía terminar de digerir lo que estaba a punto de hacer al día siguiente.
Y ahí, con la cabeza repleta de marañas, observó a la abogada que en esos momentos se colocaba las gafas oscuras y se daba media vuelta, para terminar por perderse en la siguiente esquina.
El rubio suspiró hondo para volver a la penumbra de su hogar. De nuevo a convivir con sus demonios.
Al otro lado de la acera unos ojos inyectados de furia y decepción no podían dejar de observar la puerta de caoba oscura por la que Samuel acababa de ser engullido. Las manos de Hagler se cerraron alrededor de un par de hojas que había arrancado del viejo arbusto frente a él, mismo que le llegaba casi al cuello.
Miró una vez más la calle por la cual se había dirigido Nona y, después de echar otra mirada despectiva a la casa de los Collins, se dirigió hacia ella decidido a enfrentarla. No le importaba nada más. Si esa mujer en sí era ya una bomba de tiempo, prefería que explotara de una maldita vez.
Sí, el dolor sería agónico, ya lo era. La traición en su vida era como el veneno que inyectara una horrenda alimaña y el cual nunca terminaba de circularle por todo el cuerpo. Lo torturaba con ese cruento dolor, pero no acababa con él.
Corrió frente a los autos que se detuvieron frenéticos a un palmo de sus piernas sin importarle su propia seguridad. Dobló la esquina, mirando hacia todas partes con desesperación. A lo lejos pudo distinguir aquella esbelta figura vestida de negro que se contoneaba por la calle. Y casi como si se tratara de un lobo hambriento, siguió sus pasos hasta que pudo percibir el embriagante aroma que emanaba de sus cabellos castaños.
Estando a unos centímetros de ella un temor lo azoró por completo. No deseaba que fuese verdad. Quería dar media vuelta y omitir por completo de su cerebro toda remembranza de su reciente descubrimiento. No obstante, la cólera se apoderó de él por completo. ¿Cómo es que había sido tan estúpido?
Nona se detuvo en seco al sentir una sensación penetrante en el corazón. Tenía la impresión de que alguien la seguía. Amoldó las llaves con las que segundos atrás había estado jugando, a su mano —a modo de clavarlas a quien fuere que intentara atacarla—, y dio una media vuelta de modo drástico. No había nadie ahí. Las personas iban y venían a lo ancho de la acera sin prestar atención a la súbita interrupción de sus pasos.
Entornó los ojos y volvió la vista atrás, emprendiendo de nuevo la marcha hacia el estacionamiento en el que había aparcado. Mas no podía liberarse de ese extraño estremecimiento.
A lo lejos, Hagler salía de la pequeña tienda de abarrotes en la que se había ocultado. No volvió a poner un solo pie al frente. Solo se quedó ahí, observando cómo aquella frágil mujer se perdía en la distancia.
Percibió el sensual perfume que se desvanecía en al ambiente, al igual que su confianza en ella.
Samuel cruzó una vez más el amplio y oscuro vestíbulo
No sabía con exactitud cuántas veces lo había recorrido en los últimos minutos, pero conocía la sensación de memoria. Ese saberse a punto, en el límite de la oscuridad, de lo imperdonable: con frecuencia lo había remembrado durante su medio año de sequía. Quizás con la intención de engañar un poco a la mente y hacerle creer que obtiene lo que tanto anhela; aquello que tanto teme.
Durante los meses posteriores a su última víctima, justo después de darse cuenta de que lo que hacía no le estaba satisfaciendo en lo absoluto y que, contrario a lo que había esperado en un comienzo, parecía asfixiarlo y sumergirlo en un mar tórrido y nauseabundo; el hombre había hecho esfuerzos sobrehumanos por controlar a la bestia que anidaba en su interior, al punto en que creyó que la había vencido por completo. Esa especie de autoengaño le había funcionado a medias, logrando perder parte de su vehemencia por los muertos. Pero no podía engañarse del todo. Él lo había necesitado.
En incontables ocasiones había estado a punto de hacerlo sin saber por qué. A ello se debía la perpetua necesidad por fumar, eso aminoraba, aunque solo fuera un poco, los terribles deseos de volver a hacerlo. Y si de ese modo conseguía morir antes, mejor. Pero ¿y si volvía hacerlo? Solo le faltaba una víctima para que se cumpliera el pacto con ÉL. Una víctima y tendría su preciado don, pero ¿aún deseaba obtener el beneficio de tan demencial convenio?
Salió de la mansión Collins y cogió el primer taxi que encontró, decidido a hacerlo y terminar de una buena vez con eso.
Abrió la ventanilla del auto y sacó un poco la cabeza.
—Es una noche calurosa, ¿no es así? —le dijo el chofer al mirarlo por el rabillo del ojo.
—Lo es.
—Una noche de perros para cualquier actividad, ¿no lo crees?
—Sí, bueno —repuso él nervioso—. Solo quiero ir a tomar un trago con algunos amigos.
Boris Tarasov residía en uno de los barrios más pobres al sur de Oyster Bay en Massapequa. Lo que era una amplia aglomeración de departamentos diminutos y mal hechos. No era un lugar peligroso, por el contrario; abundaban las familias honradas con bajos recursos económicos. Gente que se conocía bien y cuidaba una de la otra. Un hecho que quizás llegaría a afectar los planes de Samuel, pero confiaba lo suficiente en el mal carácter de Boris como para suponer que no tendría muchas amistades ahí.
Este sacó el billete de veinte dólares con el que iba a pagar el transporte al darse cuenta de que el motor del auto comenzaba a bajar la intensidad. Le extendió el dinero. Solo ahí pudo percatarse de que aquel hombre carecía de su ojo izquierdo y el derecho lo observaba de modo pétreo, ofreciéndole una malévola sonrisa carente de dientes frontales.
—Diviértete con tus amigos, Samuel —dijo este mientras tomaba con una delicadeza casi femenina el billete que el rubio soltó enseguida al escucharlo nombrarlo, para abrir la puerta del auto, presa de un histérico pavor. Cerró la puerta de un golpe sin poder dejar de mirarlo: aquella carne mórbida y el ojo inquisidor y grotesco que no paraba de mirarlo—. Son diez dólares, Samuel. ¿Samuel? Solo son diez dólares, ¿no quieres tu cambio? Ven aquí, te devuelvo tu dinero.
El hombre se alejó confundido. El taxista le mostraba la lengua y le mandaba besos a la distancia al tiempo que de su ojo brotaba un líquido viscoso y pútrido.
Samuel comenzó a respirar agitadamente, echando a correr hacia ninguna parte sin siquiera voltear a ver el camino que dejaba a sus espaldas. Con un movimiento fluctuante se recargó en la pared más próxima a un pequeño minisúper. Las luces de neón que golpeaban su rostro le hicieron volver a la realidad.
Se limpió el sudor de la frente y se acomodó la gabardina negra antes de suspirar con todas sus fuerzas una y otra vez hasta sentir el mareo que el exceso de oxígeno en su cerebro le provocó. Apretó las manos e intentó tranquilizarse. Tenía que convertir el pavor en coraje si deseaba terminar con eso. Si la teoría de Nona daba resultado, todos serían libres al fin.
La abogada se recogió el cabello en una coleta alta y, después de dar un sorbo al vino que llevó consigo hasta la estancia, se recostó en el sofá, para tomar acto seguido, la libreta de cuero negra que Samuel le había confiado
Buscó la página en la que se había quedado la noche anterior y continuó con la lectura.
Ella se llamaba Alisa. Un diamante en bruto que intenté pulir al máximo; sin conseguirlo. Mis padres se habrían opuesto a lo nuestro, de eso estoy seguro. Así que mantuvimos en secreto nuestra oprobiosa relación. Ellos eran un modelo a seguir para el pueblo. La mayoría ignorantes de quién era en realidad esa "feliz" pareja de vida perfecta que otorgaba grandes sumas de dinero a toda cuanta fundación de caridad encontraban. Por dentro eran mucho más complicados.
Mi madre era una mujer fuerte, aguerrida e independiente cuyo matrimonio forzado le hizo perderlo todo. Era una mujer frustrada, decepcionada con la vida y amargada desde el instante en que supo que yo venía en camino. No obstante, no puedo quejarme, jamás me faltó un solo gesto de amor por su parte, ni en los momentos más flemáticos. Siempre se mantenía inquebrantable y apacible. Aunque nunca he alcanzado a discernir si aquello era del todo bueno.
Mi padre, Jonathan Collins —un hombre que se debía a su apellido intachable—, él era un beato de los pies a la cabeza. Siempre recitando versículos de la Biblia y obligándonos a aprenderlos de memoria.
Asfixiante.
Esa es la palabra que me viene a la mente en cuanto trato de describirlo. No era un hombre malo, si se considera que el fanatismo llevado al extremo es algo por lo cual sentirse orgulloso. Él lo hacía, y no dudaba un solo instante en restregarlo al mundo entero.
Jamás habrían consentido mi relación amorosa con ella, después de todo, "no era más que la sirvienta de color que limpiaba los baños".
Así es, maldito y jodido diario. Ella fue mi primera víctima y la única mujer a la que he amado.
Esta tarde Holly me ha pedido que escribiera este apartado. ¿Por qué? No tengo ni la más remota idea, y lo dicho con anterioridad; ni siquiera me importa. Si debo escribir cada puta noche con tal de que ÉL cumpla su palabra, entonces lo haré. Lo haré, aunque eso me duela en lo profundo.
Alisa...
Ni siquiera puedo escribir su nombre sin sentir que este pedazo de papel en el que he narrado cosas atroces le reste mérito a su belleza y a la fiel importancia que tenía para mí.
¿Qué diablos puedo decir de ella? Era una chica estupenda, de esas que no se encuentran con facilidad: inocente y sensible, al menos hasta que tuvo la desdicha de caer en mis manos.
No voy a mentir —no tiene caso—, pero yo me enamoré de ella en cuanto la vi cruzando aquella puerta de vidrio. Con una sonrisa encantadora me hechizó por completo y desde luego que no pretendía respetarla. Al menos no en esos momentos; yo quería que fuese mía. La deseaba, ansiaba desvestirla en medio de la estancia con mis padres a un costado. Observar cada palmo de su piel oscura y degustar del sudor de su cuello. Poseerla del modo salvaje con el que había poseído a muchas antes que a ella. Pero, supongo que esto le tiene que suceder hasta al más perverso de los hombres, pues ella consiguió fácilmente ganar mi corazón.
Durante meses fuimos felices y, exceptuando el hecho de que teníamos que ocultarnos para amarnos como lo deseábamos, también fuimos una pareja común y corriente. Alisa estuvo a mi lado cuando mis padres murieron, cuando todo comenzó.
Viéndome con la libertad que tanto había exigido antes y los bolsillos repletos, me hundí en una vorágine de sexo y alcohol. Y no es que antes de los diecinueve años yo no hubiese tenido ya encuentros con prostitutas, pero es que las mujeres con las que solía follar en aquellos entonces no eran ni la mitad de perversas como las que conocí en Oyster Bay Cove. Quienes parecían mucho más dispuestas a complacer mis apetitos. Aquellos que hasta ese momento no me había atrevido a saciar.
Por supuesto que Alisa se enteró de aquellas salidas.
Esa noche, ella entró a la casa llena de odio. En esta misma habitación comenzó a abofetearme mientras las lágrimas inundaban cada centímetro de sus mejillas. ¡Cuánto me dolieron sus lágrimas!
Intenté controlarla sujetando sus manos, pidiendo perdón. Pero ella no deseaba escuchar una disculpa, ni siquiera pretendía obligarme a humillarme ante ella. Sus únicas palabras eran "por qué". ¿Por qué lo hacía? Ni yo mismo lo sé. La amaba, de eso estaba seguro, pero no podía serle fiel, no mientras tenía tan a mi alcance el placer y el deleite que durante años había creído prohibidos. Cuando me había castigado físicamente en innumerables veces al sentirme un sucio pecador solo por desear satisfacer esas necesidades que yo no tenía la culpa de sentir.
No me fue difícil convencerla de que lo que sentía por ella era real. "Te necesito, no me dejes ahora, por favor", le dije una y otra vez al pegar mi frente en la suya. Derramé todas las lágrimas que no había derramado hasta entonces, ni aún en el funeral de mis padres. Le prometí que todo cambiaría en adelante, que dejaría esa vida absurda y comenzaría una nueva a su lado.
"Crearemos una familia", le dije.
"Estaremos juntos para siempre..."
Alisa no podía dejar de llorar y yo percibía que en aquellas lágrimas refulgía un amor profundo e incondicional hacia mí. En aquellos instantes cada una de mis palabras era sincera y creo que ella también lo sentía, pero el rencor le nubló la conciencia y cortó su bondad.
Con unos ojos llenos de furia y llanto se dio la vuelta y me soltó la mano, tratando de huir. Y yo no podía permitirlo, no podía dejar que unos cuantos errores me arrebataran a la única mujer que sabía bien que podría amar.
Intenté abrazarla, de forma estúpida me aferré a su cintura, lloré como un maldito crío que implora las caricias de su madre. En mi desesperación por impedir que se marchara forcejé con ella. Peleamos, y por un segundo, nuestra disputa se asemejó tanto a esas ocasiones en las que nos habíamos devorado uno al otro a besos y caricias.
Me expulsó de sus brazos, yo no lo hice, jamás lo haría, pero entonces mi impotencia originó la rabia que después se apoderó de mí. Quería dejarme, abandonarme para siempre. La tomé de los brazos y la empujé para que se calmara. Ese ha sido el peor error de mi vida.
Alisa cayó de espaldas, golpeándose con el maldito escritorio. El mismo que ahora me sirve de apoyo para escribir estas líneas. Al verla ahí tendida en la moqueta bermejo y sus ojillos apostados en el techo de madera, todo me nubló la vista.
Esa fue la última noche que nuestros cuerpos se fundieron, pero entonces no lo había hecho por el placer que ahora me invade al amar a un muerto, sea hombre o mujer. En esa ocasión mi deseo era el de unirme a ella para siempre, quizás de ese modo la muerte que venía a reclamarla como suya me llevaría también. Tenía el deseo absurdo de fusionarme a ella, lo suficiente como para que nuestras almas se desvanecieran juntas en el manto agónico de la noche.
Más tarde, cuando el amanecer espabiló mis sentidos y vino hasta mi nariz el penetrante aroma a cadáver, cuando me sentí ahogado por el tacto frío y pétreo de mi amada Alisa y degusté de esos labios tumefactos que me brindaron la satisfacción que hasta ese momento había desconocido. Fue entonces cuando mi maldición dio inicio. El castigo por asesinarla.
Nona suspiró hondo al terminar la última línea. Más que nunca sintió pena por haberlo enviado con una tarea tan difícil. Matar a Boris había sido su plan desde que supo de su existencia, y con una mente tan fría como la de Samuel, aquella estrategia —según creía—, daría estupendos resultados, pero después de conocer el trágico pasado de aquel extraño hombre comenzaba a dudar de su capacidad para emprender semejante misión. ¿Y si flaqueaba? ¿Qué sucedería si renacía en él aquel viejo deseo?
Samuel entró en la vivienda del viejo Boris Tarasov después de asegurarse de que se encontraba solo. Él mismo lo había visto entrar trastabillando al lugar. Ebrio, como seguramente estaba la mayor parte del tiempo, como había pasado casi la mitad de su vida.
Se golpeaba con las paredes y tropezaba con todo lo que encontraba a su paso —que era demasiado ya que el departamento entero se encontraba plagado de basura, trastos por doquier y ropa sucia regada en el suelo—. El hombre se ocultó tras el muro que dividía la pequeña sala de la aún más pequeña cocina. Su agitada respiración y el esfuerzo que hacía por contener los nervios habían terminado por perlar su blanca frente llena de sudor.
No podría hacerlo. ¿Es que tendría que revivir al asesino necrófilo que con toda seguridad aún se ocultaba en él? Si deseaba hacerlo, tendría que hacer uso de toda la sangre fría que sus actos cometidos en el pasado le habían proporcionado.
Si hacía cuentas, aún le faltaba una víctima para que el trato que había hecho con ÉL se diera por finalizado. Sin embargo, Samuel ya no estaba tan seguro de querer recibir la paga por tantas muertes y violaciones. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Cómo regresar a ese infierno después de todo lo que había visto y hecho?
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