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𝟷𝟾. 𝙶𝚛𝚒𝚝𝚘𝚜 𝚍𝚎𝚕 𝚙𝚊𝚜𝚊𝚍𝚘

Samuel vaciló unos momentos antes de emprender la persecución a la que Nona lo había orillado. Tampoco era como si necesitara de un automóvil para seguirla; la mujer apenas si caminaba debido a la desnudez de sus pies y, sin embargo, la tarea le resultó repulsiva y absurda. No deseaba perseguir a una abogada miedosa por toda la ciudad, no lo habría hecho ni en sus mejores días.

Se ciñó el abrigo negro al cuerpo, imaginando el frío que Nona debía estar sintiendo en esos instantes, alejada de él a tan solo unos pasos por delante. Un hecho que constató por la manera en la que esta se abrazaba, y su cuerpo tiritaba con cada paso recorrido. Una vez que la esbelta figura de la mujer se perdió tras las puertas de aquel edificio, Samuel se obligó a detener su disparatado acoso, observando con desdén las puertas circulatorias.


Cerró el puño entorno al pequeño diario que tenía resguardado en la parte interna de la gabardina, sintiendo que las fuerzas se le estaban agotando. No puedo hacerlo, se dijo con severidad. Tornó para volver tras sus pasos con la plena convicción de que en cuanto llegase a casa su único propósito sería el de mantenerse ahí, lo suficientemente alejado del mundo y ocultando para siempre aquel macabro diario que lo tenía vuelto loco.

Comenzó a caminar en dirección contraria, aspirando con dificultad el frío aire que inundó sus fosas nasales. En pocos minutos todo se quedó en un profundo silencio y los transeúntes parecieron disminuir de un modo considerable hasta que se vio completamente solo recorriendo las calles silenciosas.


El hombre frunció el ceño a la expectativa de que sucediera lo peor, pero sin dejar de caminar e incluso apretando el paso. Holly le había contado historias; historias que no deseaba recordar por el momento, sobre lo que les había sucedido a todos esos humanos que se atrevieron alguna vez a desobedecerlo. Hombres y mujeres a los que ÉL había desollado de un solo tajo con el poder de su mente, manteniéndolos vivos para que de esa manera tuvieran la despiadada oportunidad de pedir clemencia.

Se detuvo al notar que las luces de los faroles comenzaban a apagarse, desde el siguiente hasta aquel que apenas si podía distinguirse. Volteó hacia atrás, observando con unos ojos atónitos que lo mismo sucedía con los faroles a su espalda. Se quedó quieto bajo el único que se había mantenido encendido sin poder evitar que su cabeza se tornara de un lado a otro de modo desesperado.


Cuando su cimbreante sombra, proyectada hacia un lado de la acera se esfumó junto a la menguada luz, Samuel apretó aún más el diario oculto entre sus ropas, ahogando el grito de terror que intentaba escaparse de sus labios.

De súbito, sintió que algo se aferraba a su brazo izquierdo, se volvió e intentó quitarse de encima aquellos dedos delgadísimos sin poder encontrar el brazo al que se supone que estarían ligados; no había nada. De pronto pudo escuchar una sonora carcajada muy cerca de su oreja, una risa demencial e infantil que le crispó los nervios por completo y, presa de un desesperado instinto por salvar el pellejo, comenzó a correr hacia ninguna parte; ni siquiera interesaba el destino mientras pudiera alejarse de eso, de ÉL... ¿Qué demonios buscaba ÉL ahí? ¡¿Qué diablos quería?! ¿Acaso deseaba su piel colgada junto a su oscura y macabra colección?


Echó una breve mirada hacia atrás, las luces comenzaban a encenderse una a una hasta alcanzarlo, pero Samuel no podía sentirse tranquilo debido a ello, especialmente cuando vio aquella sombra que comenzaba a elevarse desde una alcantarilla, como si hubiese estado oculta ahí todo ese tiempo. El rubio aguzó la vista y sacudió la cabeza para quitarse de los ojos el sudor que estaba entrando en ellos. Ahí, a unos cuantos metros de distancia, aquello se ponía de pie con extrema lentitud, manteniendo en vilo la poca paciencia del hombre.

Creyó oír muy a lo lejos los gritos de una mujer demasiado conocidos y se cubrió las orejas con tal terror que el mismo desespero se sintió como un líquido caliente escurriéndose en su cuello. No podía ser posible. No podía estar escuchándola, no a ella, no a Elisa.

—¡Para, por favor! ¡Detente! —aulló roncamente—. ¡Qué diablos quieres de mí! ¡He hecho todo lo que has querido!

La sombra, que a simple vista pertenecía a una niña pequeña ataviada con un vestido sencillo se quedó estática, apuntándolo con un diminuto dedo; un par de ojos rojos tomaron forma en aquella cabeza sin rasgos.

Samuel sintió que algo brincoteaba dentro de su gabardina y la abrió con estrépito para permitir que el diario saliera disparado hacia el suelo en donde continuó rebotando de un lado a otro.

—¡Lo siento! —exclamó Samuel. Un viento azaroso lo impulsó hacia un lado; se cubrió el rostro, pero sin poder quitar la vista de aquella sombra cuyo simple aspecto provocaba cientos de escalofríos agudos en todo su cuerpo—. ¡Le daré el diario, te juro que se lo daré! —La presencia no daba señales de querer comunicarse con él, por el contrario, seguía apuntándolo con ese dedo inquisitivo.

Fue entonces cuando Samuel tuvo la plena certeza de que había llegado su final.

Con pausados movimientos, aquello dejó de apuntarlo. Solo era visible el tenue parpadeo de aquellos carbones al rojo vivo, hasta que una sonrisa completamente distorsionada se dibujó un poco más abajo, y de la torcida mueca macabra brotaron cientos de carcajadas de niños pequeños. Samuel cayó sobre su trasero sin poder dejar de mirar el rostro negro con esa horripilante mueca de burla exultante y los hombros que comenzaron a sufrir espasmos debido a la risa. Se irguió lo más rápido que pudo y echó a correr en dirección opuesta sin importarle el maldito diario. Sin duda alguna era una carga que estaba feliz de soltar.


Las piernas se le debilitaron y sintió los pulmones casi a punto de reventarle dentro del pecho; pero Samuel no dejó de correr, ni siquiera cuando su cuerpo había chocado de frente con otro cuerpo y cuando de este había salido aquel hijo de puta, que dejó en la distancia. Ni cuando observó la calle atiborrada de transeúntes que a esa hora estarían saliendo de sus aburridos trabajos, caminando como zombis sobre la acera. No le importó aventar a todo aquel que se interpuso en su camino, así como no hizo distinción de género en esa tarea. Hombres y mujeres le gritaron maldiciones mientras se perdían tras sus pasos.


Samuel, aquel asesino con un secreto aterrador, ese joven amante de prostitutas que un buen día creyó que el mundo entero cabía en su mano; que disfrutaba de los placeres que ese mundo ofrecía; ese elegante e intelectual Samuel Collins simplemente no dejó de correr durante varias horas, y no fue sino hasta que sus piernas dejaron de serle útiles y lo hicieron caer, dando tumbos por todo el pavimento.

Solo al sentirse traicionado por su propio cuerpo, el hombre se rindió ante el pánico sin deseo alguno de ponerse de pie. Las personas a los alrededores pasaban de él pensándolo un ebrio más.


Pero qué alejados se encontraban de la realidad. Seguramente ninguno se atrevería a pensar que Samuel daría su brazo derecho si con ello pudiera convertirse en un simple borracho callejero, un indigente entre una avalancha de podredumbre y miseria; y su vida entera si con eso obtenía la indulgencia y era por fin capaz de borrar para siempre el día en que vio por primera vez el odioso rostro de Holly Saemann.



Brent se terminó el café con ahínco para observar después la taza vacía. Al fin había sucedido, se había bebido doce tazas de café bien cargado y para su sorpresa no sentía la menor ansiedad debido a ello.

Dejó la taza en la mesa que tenía ya varios círculos perfectos de color negro y volvió la mirada a las fotografías y los documentos que tenía desperdigados por toda la mesa. Se había grabado en la memoria tantas grotescas escenas, tatuado en su mente las fotografías que los forenses de campo habían tomado, que ya tenía el cerebro hecho mierda. Y aun así no lograba comprender el cómo y el porqué de todos esos asesinatos. Aunque la segunda pregunta jamás tenía una respuesta lógica y eso lo sabía de sobra, no en vano sus treinta y dos años de servicio.


Melancólico, sostuvo entre sus manos un par de fotografías en las que se apreciaba la asquerosa bañera de la caníbal. Un par de brazos, un torso y algunas manos humanas se apilaban dentro de ella, pudriéndose. A un lado, una placa amarilla con el número 16 se apreciaba algo borrosa. No obstante, Hagler volvió a lastimarse dándole la vuelta a la fotografía.

—Claire Jhonson 22, Adam Borrows 34 y Julie Champman 19 —leyó él por lo bajo. Se trataba de los nombres y edades de las personas a las que esos miembros habían pertenecido.

El detective, desesperado buscó entre el papeleo las imágenes de personas desaparecidas que había solicitado en la comisaría. Cuando los halló no pudo ni quiso controlar ese vuelco en el estómago al observar aquellos rostros sonrientes. Al mirar esas caras tan jóvenes le pareció inevitable ponerse a pensar en las vidas potencialmente largas y valiosas, los triunfos recolectados, el bien ejecutado, todo lo que habrían podido ser.

No sabía si sentirse triste o mesuradamente alegre de que su humanidad y devoción por las víctimas hubiese regresado. Tenía mucho dentro de sí para dar, aún había personas muertas que no podrían descansar tranquilas si su asesina no recibía su merecido. Tenía que hacerlo por ellos, se los debía. El sueño pretendía vencer su cuerpo, pero Hagler se sentía más despierto que nunca, de modo que volvió a llenar su taza y tomó asiento una vez más.

Se puso a leer los informes por enésima vez, las fotocopias que había hecho a los pequeños extractos del diario de Holly y los registros médicos que Ryan le había hecho llegar; observó una y otra vez las fotografías del interior de la maldita propiedad de la gorda, esa que en lugar de una casa había terminado pareciendo una carnicería.

Tripas en pequeños trastos dentro del refrigerador, pies y manos en la enorme hielera del sótano, torsos despellejados flotando en la bañera. Ni siquiera podía ni quería hacerse una imagen de cómo era que Holly vivía en ese lugar; ahora comiendo junto a las vísceras que se remojaban en el lavatrastos, haciendo a un lado la cabeza congelada para tomar la botella de jugo fresco de la nevera; ahora sorteando el camino de la cocina hasta su recámara, entre los tres cadáveres que colgaban del techo; ahora lavándose los dientes con el pestilente olor proveniente de la bañera o aún peor, tomando una ducha junto a los fríos cadáveres de aquellos tres jóvenes.

Dejó que su espalda cayera sobre el respaldo de la silla al tiempo que respiraba hondo. El silencio se hizo mucho más profundo de pronto, como si todo a su alrededor se hubiera quedado a la expectativa de sus movimientos. Se quedó un par de minutos así, contemplando la nada, disfrutando del mutis de la estancia; sin duda era lo que necesitaba, relajarse y tomar ese caso como toro por los cuernos, vencer a Holly.


En medio de sus meditaciones escuchó un chasquido. El viento golpeó con fuerza las ventanas, sacándolo de su ensimismamiento. Brent se levantó sigiloso, con la extrema curiosidad centelleando en su mirada.

No sabía porque, pero desde que había visto a Holly en la sala de interrogatorios, cosas extrañas comenzaron a sucederle, por alguna razón Hagler no se sentía solo jamás, y aunque a muchos podría parecerle placentera la sensación, lo cierto es que el detective sentía que se le erizaba el cuerpo entero al sentir esa presencia a su lado.


Desde luego que Hagler no era católico, jamás en la vida se le había ocurrido convertirse a ninguna religión, no creía en nada que no miraran sus ojos o tocaran sus manos. Por eso quizás no se sentía el más competente para resolver el caso de Saemann; aunque podía percibir que para ello necesitaba de algo más que de su eterno escepticismo y sus ideas absolutistas que hasta el momento le habían funcionado de maravilla, pero que ahora solo le estorbaban. Necesitaba sentir ese crujir de entrañas que muchos nombraban —falsamente a su parecer—, como intuición; ese conocimiento teórico de que se va por buen camino, de que se tiene algo entre manos.

No dejaba de mirar con recelo la vieja ventana que en esos momentos recibía los finos golpeteos de la lluvia en el exterior, como si estuviese retando a aquello que lo perseguía desde su encuentro con Holly.


Así transcurrieron algunos minutos hasta que el detective se sintió cansado y, restregando sus ojos con ambas manos comenzó a caminar hacia la recamara, apagando todas las luces en su recorrido.

—¡Qué estúpido soy! —dijo para sí—. Pensar que algo así podría existir.

Se metió entre las cobijas decidido a no pensar más en el asunto y durmió, esta vez mucho más tranquilo y complacido con su decisión de no desatender más el caso. Metería a Holly a la cárcel durante muchos años, y si ese Samuel en verdad resultaba ser un cómplice, también a él le aguardaba mucho tiempo confinado en una oscura celda.



El rubio tomó un taxi apenas logró ponerse en pie y volver a la realidad de que se encontraba tirado en la acera y lamentándose como un crío. En el auto, se abrazó con furor, tratando de deshacerse del frío brutal que lo inundó por completo, pero era imposible, el frío provenía de lo más profundo de su interior.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó el hombre calvo, echando un breve vistazo hacia atrás. Samuel lo miró. Solo era distinguible la nariz aguileña del conductor.

—En realidad no.

—¿No desea que lo lleve a un hospital?

—Descuide —susurró, echando la vista a los charcos de agua que el auto, en su recorrido, levantaba con violencia—, no podrían ayudarme.

El conductor no dijo más, pero volteaba a verlo a cada instante, quizás temeroso con la idea de que fuese a desplomarse ahí mismo.


Samuel bajó del auto con una mirada fría y cansada. Apenas si levantaba los pies del suelo y su andar desgarbado hacía pensar en una especie de zombi que en esos momentos fue tragado por la oscuridad de la imponente casona. Subió con paso lento las enormes escaleras sin siquiera tomarse la molestia para encender una sola luz. Una vez en la recámara principal, se dejó caer en la cama.

No obstante, su cuerpo se dobló de modo fugaz debido al objeto que interrumpió su suave caída, y las manos de Samuel lo buscaron con desesperación para poder al fin descansar—o al menos intentarlo—, los blancos dedos se sujetaron a un cuaderno.

—¡Maldita sea! —exclamó este, atónito al acercar la libreta a sus ojos.

Efectivamente, era el diario que apenas una hora atrás había dejado abandonado en el pavimento, frente a aquella cosa que se había aparecido ante él.

Lo arrojó al suelo, llevándose acto seguido las manos al rostro de modo desesperado. No sabía qué diablos hacer para librarse de aquel maldito cuaderno, ni del tormentoso pasado que se encontraba narrado en sus páginas.

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