𝟷𝟻. 𝙲𝚘𝚖𝚒𝚎𝚗𝚣𝚊 𝚎𝚕 𝚓𝚞𝚎𝚐𝚘
Samuel se decidió por fin a marcar el teléfono anotado en la hoja, ya desgastada. La misma que Nona le había entregado aquella tarde durante su pequeña entrevista junto a Hagler.
Y a pesar de su anterior vacilación, esperó con tranquilidad mientras el celular marcaba el tono conocido, frunciendo el ceño al escuchar la voz varonil que le contestó.
—¿Diga?
—¿Quién habla? —Las palmas comenzaron a sudarle tanto que temió que en cualquier instante se le resbalaría el celular de las manos. No tardó en reconocer la voz—. Nona no se encuentra, ¿es usted un familiar? —preguntó Hagler.
Bajó la voz y se puso de pie, aproximándose a la salida. Al pasar a su lado, la recepcionista del hospital lo miró de modo juicioso, como si lo aborreciera de años; y no era para menos con la paciente que llevó aquella noche. Hagler sabía bien que, al día siguiente, ambos serían la comidilla de pueblo.
—¿En dónde está? —inquirió este, maldiciendo por lo bajo al escuchar el nombre, tenía la esperanza de que en verdad se llamara Abigail, tal y como ella misma se lo había dicho aquella tarde, pero no, ÉL no cometía errores y al nombrarla, fue Nona Grecco el nombre que usó.
—Está en el hospital. No es nada grave, pero ¿quién es usted?, ¿desea que envíe a alguien para recogerlo? Estoy seguro de que Nona estará feliz de ver una cara conocida.
Samuel se levantó y atravesó la habitación que se encontraba en penumbra. Metió una mano en el bolsillo, observando con detenimiento la calle silenciosa tras el cristal. Era una noche fría y cruel, aunque él habría dado cualquier cosa por sufrir las peripecias del clima a la intemperie, que encontrarse encerrado en esa oscura e inmensa casona.
—Eres el detective, ¿cierto? —Una sonrisa se esbozó en su rostro varonil.
—¿Te conozco? —exigió saber Hagler.
El hombre tras el auricular dejó que la risa brotara de sus labios. Le parecía mentira que justamente aquel con el que deseaba tanto hablar le hubiera contestado el teléfono. Y aunque estaba a punto de revelar su identidad cuando el detective comenzó a exasperarse, pidiendo casi a gritos que dijera su nombre, Samuel sabía bien que no era el momento de actuar.
Esa conversación que tanto ansiaba tener con él no se suscitaría nunca si antes no perfeccionaba las condiciones necesarias para ello. De modo que, ante el desespero y la ira que comenzaron a apoderarse de Hagler, matizando con furor los tonos de su voz, Samuel cortó la comunicación.
—¡Maldito, hijo de puta! ¡¿Quién demonios te crees?! —gritó por último Brent.
Pero sus absurdas exigencias no consiguieron otra cosa más que hacer que todos a su alrededor lo miraran con ojos de sorpresa y confusión. Incluso la regordeta recepcionista, quien apenas unos minutos atrás había hecho su malsano y poco bondadoso juicio mental sobre el detective, ahora lo observaba con una especial mueca de desconcierto y temor. Casi como si el conocido detective Hagler estuviese perdiendo aquel buen juicio que lo había hecho destacar a través de los años.
Él los miró solo un par de segundos antes de guardar en su gabardina el teléfono que había tomado del abrigo de Nona. El mismo que le había puesto encima cuando se dio cuenta de que los paramédicos tardaban más de lo esperado y, lleno de pánico ante la idea de perderla, la tomó en sus brazos y cargó con ella en medio de la noche hasta su auto.
Al llegar al hospital, depositarla en la camilla que la enfermera le indicó y observar cómo desfilaba por los pasillos, alejándose más y más de él, Hagler quiso gritar como un desesperado. No podía soportar verla en ese estado de inconsciencia tras el ataque del que había sido víctima.
Nunca había imaginado que Nona sufriera de ataques epilépticos, pero estaba seguro de que, de ser así, ella jamás lo habría mencionado. No obstante, cuando el doctor le preguntó sobre su historial médico y él no supo cómo contestarle, se sintió impotente. Además de que, al pensarlo con mayor detenimiento, se sabía un completo desconocido en la vida de Nona. Incluso se había reído en silencio de sí mismo y de su repentino enamoramiento. Se sentía como un estúpido. ¿Qué diablos hacía esperando noticias sobre ella? ¿Por qué no decididamente volvía a casa y se olvidaba del asunto? Ya había obtenido de Nona lo que muchos otros hombres desearían tener de ella y lo había disfrutado como ninguno. Entonces, ¿qué otra cosa buscaba en ella?
Se dejó caer en el asiento. Estaba solo en la sala de espera salvo por una mujer anciana que parecía haberse quedado dormida. El sueño comenzaba a invadirlo también a él, pero se negaba a volver a casa sin antes haber oído el diagnóstico del doctor. Habían pasado casi dos horas desde que Nona se perdió tras aquellas puertas de vaivén sin que él tuviera más noticias de ella.
Entonces, como una forma de mantenerse despierto, volvió a sacar el celular de Nona para grabar en su mente el número de aquel tipo tan extraño que minutos atrás había llamado. Se aseguraría de encontrarle y enseñarle un par de buenos modales. Sin embargo, torció la boca al mirar en la pantalla azul la leyenda de número privado.
Maldito, pensó él.
Sus ojos se entornaron. De alguna manera le parecía conocida aquella voz masculina, aunque, por más intentos que hacía por recordar, su mente se quedaba en blanco por completo. No podía pensar teniendo a Nona a unos metros, quizás enferma de gravedad.
Samuel permaneció de pie ante el ventanal durante un largo tiempo, observando el pueblo que dormía en esos instantes y luego, un tiempo aún más largo, pensando.
Conque esa abogada estaba jugando un juego doble. Lo comprendía a la perfección. Pero lo que no llegaba a comprender era el porqué de su insistencia en conversar con él. ¿Por qué Holly le había hablado de él cuando cientos de veces prometió no hacerlo? ¿Acaso pretendía cobrarse lo que le había hecho?
Pese a lo que la propia Nona pudiera pensar, Samuel no se encontraba en buenos términos con Saemann, quien, por lo que ella misma le había asegurado, creía que estaba muerto. Si descubría ahora que se encontraba con vida y lo que era aún peor, viviendo en las afueras de Oyster Bay como si no le temiera en lo absoluto, estaba seguro de que no habría un mañana para él. Esa mujer no dudaría en cazarlo y darle muerte de la forma más cruel y desalmada que lograra encontrar. Incluso más despiadada aún que los asesinatos más atroces que pudo presenciar cometidos por ella.
No, él no podía morir en sus manos. Se negaba a aceptar esa realidad, aunque la mereciera. Algo tendría que hacer para ganar aquel juego.
Pero antes tenía que cerciorarse de que esa abogada continuaba con vida. Debía darle el diario. Hacerle saber las reglas de ese juego demencial que Holly había estado jugando sola.
Era el momento de darle un contrincante digno.
Una simple crisis nerviosa. En eso se resumía el flamante diagnóstico del doctor que lo tuvo esperando toda la noche con el corazón pegado a la garganta y su trasero fijo en el horrible asiento de metal.
Además de que únicamente había salido un par de minutos a darle la breve explicación sobre el estado de salud de Nona, sin ninguna emoción o detalle sobre el mismo; está bien, solo se ha tratado de una fuerte crisis nerviosa, recomiendo mucho reposo y tranquilidad, había dicho, antes de dar media vuelta y volver tras sus pasos como un zombi sin alimento. Ni siquiera esperó a que Hagler le hiciera un par de preguntas más sobre su salud o si es que ya le estaban permitidas la visitas y cuándo sería dada de alta.
No obstante, y pese al enojo momentáneo, no podía sentirse más que tranquilo de que Nona se encontrara bien.
Como había pensado, le fueron negadas las visitas debido a que no se trataba de un pariente cercano, de modo que decidió volver a casa para asearse y volver más tarde por Nona.
La chica despertó, aletargada por los fármacos que le habían suministrado para mantenerla tranquila.
Desconcertada, alargó un poco el cuello para mirar en el vestíbulo las cabezas que iban y venían de un lado a otro. Enfermeras que atendían a los enfermos, enfermos que atravesaban el pasillo, los doctores que murmuraban cosas a las enfermeras sin detenerse apenas para ser escuchados con claridad.
Nona se llevó una mano a la cabeza al sentir que todo comenzaba a dar vueltas. La habitación le pareció tremendamente pequeña. Para ella, el encontrarse en un hospital no le era para nada grato. Aquel peculiar aroma a desinfectante la ponía de los nervios, le recordaba tanto a su madre muerta.
La pobre había fallecido casi en el instante en que ella había llegado hasta su habitación en ese sucio hospital. Le había enviado mensajes con Rita, su amiga de confianza, pero ella le había devuelto cada carta con un rechazo abrumador que fue consumiendo con lentitud las menudas fuerzas de la mujer que, sintiéndose poco menos que deshecho, falleció murmurando —porque en aquel momento postrero no le quedaban fuerzas para gritar— el nombre de su única y preciada hija. Suplicando al cielo que algún día llegase el perdón para ella. Cuando Nona se había dignado a darle una visita rápida, la encontró con los ojos entumecidos, como si la observaran con fijeza antes de que la enfermera entrara a cubrirla por completo. Aquella imagen de su madre jamás se le borraría de la cabeza, y sería lo más aterrador que hubiese visto sino hasta la noche pasada, cuando "aquello" se apareció en su alcoba.
No sabía lo que era, ni siquiera estaba segura de lo que había visto, pero sabía con total claridad que tenía mucho que ver con Holly.
Al comienzo de todo aquello creyó que Hagler sospechaba algo y por ello decidió, de modo abrupto, irrumpir en su hogar con la única intención de arrebatarle el diario. El mismo del que Holly desconocía su verdadero paradero. Aún no tenía el valor necesario para revelarle que aquel diario sangriento se encontraba en su poder, pues Holly en verdad parecía gustosa de saber que Hagler seguía conservándolo.
No sabía por qué demonios había optado por tomar una decisión tan espantosa, pero de alguna manera necesitaba saber, conocer el pasado de Holly, sus verdaderas intenciones para hacer lo que había hecho.
Sin embargo, el robar el diario había sido su peor equivocación pues, una vez que aquella maldita libreta había tocado sus manos, las visiones sepulcrales comenzaron a acecharla cada vez con mayor intensidad. La sombra de la noche anterior era una prueba de ello; de que algo seguía a Holly, algo no humano que le daba ese poder excepcional y la sangre para asesinar y comer la carne de seres inocentes.
Algo que con toda seguridad era terriblemente maligno. Lo sabía bien, si esa condenada caníbal quedaba en libertad, o incluso si la recluían en una prisión de por vida, ningún ser humano que se encontrara cerca de ella viviría para contarle qué era aquello tan misterioso que ocultaba.
Samuel no dejaba de mirar con insistencia el teléfono celular que se encontraba en la cama, así como era incapaz de mantenerse quieto por más de dos minutos. En lo que iba de la mañana había recorrido la estancia al menos unas mil veces sin dejar de resoplar por lo bajo; fumando un cigarrillo tras otro y mesándose el cabello con delicadeza hacia atrás —ese gesto lo tenía arraigado como tic—. Por fin, después de arrojar la colilla hacia el balcón y sentarse en el sofá frente a la cama, resolvió por coger el celular; pero solo consiguió que sus dedos se aferraran con fuerza para dejar caer la pesada carga que cayó como arena del desierto sobre el edredón color vino.
En su mente no había otra cosa que la imagen de Nona incrustada, demasiado profunda como para intentar sacarla. Era la primera persona a la que le revelaba algo tan aterrador como vergonzoso, y ni siquiera él alcanzaba a comprender por qué.
Lo más sorprendente es que se lo había confesado con toda la calma del mundo. Como si algo le estuviera indicando que ella era la elegida para conocer tan atroz verdad. Tal y como si algo lo hubiese obligado a hacerlo.
Volvió a resoplar, cansado y hastiado por la situación, mientras retorcía entre sus dedos la nota que no podía arrojar al cesto de basura, por más deseos que había tenido de hacerlo. Ahora la sostenía con resignación, aunque, tornó de nuevo la vista hacia la pequeña sala frente a la cama; los muebles se encontraban volteados, los cuadros fuera de sitio, el tapiz desgarrado y vidrios rotos por doquier.
Al mirar la escena, Samuel no pudo evitar recordar su anterior descontrol, la forma en la que había arrojado todo con la única intención de destruir, expulsar toda su ira y su impotencia al descubrir en su buró la odiosa nota. ÉL se estaba comunicando, tal y como lo había hecho con Holly tantas veces atrás. Y Samuel solo se preguntaba sin parar: ¿por qué él? ¿Por qué tenía que elegirlo a él? ¿Por qué la vida tendría que ser tan injusta que no le permitía descansar ni un solo día?
—No... —Se dijo para sí mientras recordaba—. No podré descansar jamás, no después de todo lo que he hecho. Me lo merezco, me lo merezco.
Cogió con la otra mano el crucifijo que llevaba siempre colgado al cuello. Aquel artilugio de metal le ofrecía esa especie de paz que tanto necesitaba, y a pesar de que en los últimos días ni siquiera eso había logrado brindarle algo de alivio, Samuel no podía perder una vez más la fe en que todo acabaría bien. Ya con anterioridad se había librado de Holly, quizás podría hacerlo de nuevo.
Entonces se arrodilló frente a la cama, elevó la cruz por encima de su cabeza y rezó, rezó tantas veces el padre nuestro que las palabras habían dejado de tener sentido en sus oídos. Pero sus labios no podían parar, necesitaba sentir que no se enfrentaba completamente solo a ese ser desconocido cuya presencia en Oyster Bay le había hecho dudar infinidad de veces en la existencia de Dios.
Aquella idea, tantas veces formulada con anterioridad, le pareció espantosa y, sin embargo, él se sentía con la necesidad de acatar cada una de las órdenes dictadas por aquello, lo había prometido.
Permaneció arrodillado en el suelo durante largo tiempo, apretando el crucifijo, rezando, arrepentido por sus acciones pasadas; no obstante, y después de terminar —tal y como terminaba siempre todo humano que se empeña en suplicar a Dios por un milagro que jamás llega—, totalmente decepcionado y herido en su orgullo, Samuel se levantó con pesadez, volviendo a tomar el celular.
Era tiempo para la acción, no había marcha atrás. Si deseaba verse libre por completo tendría que hacer cambios en su forma de pensar, en la manera tan derrotista de lamentarse y resignarse por su cruel destino.
Conocía bien la forma de hacerlo, aunque no estaba seguro del todo de su efectividad, al menos lo intentaría. Tenía que hacerlo o terminaría volviéndose loco.
En la cama, justo en el lugar que segundos atrás ocupara el celular, se había quedado la temible nota en la que se podía leer con una caligrafía torcida y poco entendible:
Entrégale tu diario a Nona Grecco.
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