𝟷𝟸. 𝚂𝚊𝚖𝚞𝚎𝚕 𝙲𝚘𝚕𝚕𝚒𝚗𝚜
El invierno estaba llegando a Oyster Bay, matizando el esplendoroso verdor de los bosques adyacentes con pulcras pizcas de nieve. Los contrastes de colores eran hermosos, especialmente en las altas planicies que podían divisarse desde el pueblo; con sus eternas colinas que servían de fondo natural; un paisaje exquisito de ver.
Nona se apretó un poco más el abrigo oscuro a su cuerpo, dejando escapar el vaho que salió de entre sus labios. Odiaba el invierno ya que siempre le traía muy malos recuerdos. Imágenes de aquella niña solitaria la cual observaba a su madre besuqueándose con alguien desde la ventana de su departamento, entre la nieve que caía acompasada. En esas temporadas cualquier hombre era suficiente y durante unos meses, incluso durante un par de semanas, ella estrenaba un padre nuevo.
Jamás comprendió por qué su madre parecía tan resuelta a alejarse de la soledad. Era como si le tuviera un pavor incierto a la independencia, a verse a sí misma cargando con una responsabilidad tan grande como era la de mantener a una hija.
No le cabía duda alguna de que la amaba, pero, nunca había sido capaz de luchar por ella. De su padre, no escuchó nombrarle jamás excepto una sola vez; el día que su madre partió al otro mundo. Fue entonces cuando descubrió que el pobre hombre no tenía ni idea de su existencia, que su madre le había impedido, de modo egoísta, tenerlo en su vida.
Los inviernos eran crudos y crueles en el viejo departamento. Y cuando ella habría deseado con todas sus fuerzas tener las cálidas caricias y abrazos de su madre, solo obtuvo los asquerosos manoseos de sus papás, que después ella, en una paradoja psicológica, sintió como una compensación de los ausentes abrazos de su padre biológico.
Más tarde, harta de aquella situación tan insoportable para ella, decidió escapar con la última conquista de su madre enferma, quien falleció poco después. Un acontecimiento del que siempre se culpó.
El anciano que la ayudó a librarse del yugo de su madre le ofreció una buena educación y cariño, y en cuanto terminó la carrera de derecho penal lo desechó como un trasto viejo y desgastado. Encontrando así que los hombres solo servían para ser utilizados de modo superficial, así como ellos pretendían usarla. Desde luego que, con la experiencia y su inteligencia innata, estos habían dejado de serle de utilidad. Nona lo sabía, no era una cualquiera, solo una mujer sola con un pasado lleno de ausencia y decepciones.
Después de graduarse, pasó dos años soltera, emborrachándose cada fin de semana y oculta entre las paredes de su lujoso departamento. Ni siquiera tenía una sola pareja sexual. Le bastaba y sobraba con las decenas que le inventaban en el bufete de abogados.
Cotilleos que la rodearon desde que entró en la firma y que la han seguido desde entonces, un hecho que la tenía sin cuidado. Sabía muy bien que sus colegas lo decían solo por envidia, como para hallarle un sentido al hecho de que fuera tan buena abogada siendo solo una mujer.
Por momentos aquello la hacía enfurecer, llegando incluso a pensar seriamente en salir de eso para siempre y dedicarse a algo más, pero luego volvía a la realidad de que no había otra cosa en el mundo que le gustara más que el derecho. De modo que terminó por resignarse a las habladurías y a ser la zorra del bufete.
El hecho de que la ignorancia y el machismo fuesen aún posturas constantes en la vida era algo innegable y desde ahí no había nada que pudiera hacer al respecto.
Al llegar a la puerta de la pequeña comisaría y tocar la palanca para abrirla, Nona sacudió la cabeza en un afán desesperado por borrar aquellos pensamientos. Esta vez, más que nunca, debía tener la mente fría y los nervios de acero.
No le fue difícil acceder a los registros policiales. En realidad, nadie le impidió entrar al angosto cuarto rectangular tapizado de ficheros y Nona agradeció por primera vez encontrarse en un pueblo como ese, en donde la burocracia parecía un simple cuento.
—¡Eureka! —exclamó, sonriente, al tiempo que abría una carpeta con registros policiales. En ella, se mostraba la fotografía de un hombre fornido, de cabellos negro azabache y lacios. Su piel era extremadamente blanca y tenía cierto aire extranjero—. Conque tú eres el famoso Boris Tarasov —susurró observando la pequeña fotografía—, y por lo que veo eras todo un problemático en tus tiempos de juventud. Ahora debes tener unos sesenta y seis o sesenta y siete años, malnacido hijo de perra.
Guardó los papeles en su portafolio negro de piel y salió del lugar con paso decidido.
Al llegar a su auto y dejar su preciada carga en el asiento del copiloto, Nona sacó el celular de su bolso de mano y marcó el número de Hagler que había obtenido como un favor exclusivo por parte de una de las abogadas con las que trabajaba.
—Hola, querido —sonrió.
Del otro lado de la línea, el detective se había quedado petrificado y no sabía a ciencia cierta si se trataba de la emoción que le daba volver a escuchar su melodiosa voz o la rabia que sentía hacia ella después de que lo echara de aquella manera tan agresiva de su departamento.
—¿Qué deseas? Me temo que no me quedan más pistas para encarcelar a Holly que puedas robar.
—Aún estás molesto por el diario —afirmó ella. Hagler no respondió, solo se limitó a expulsar el aire con pesadumbre—. No deberías estarlo. Te aseguro que no hay nada en él que pueda serte útil en el caso. Nadie te lo creería.
—¿A qué te refieres?
—En realidad, el motivo de mi llamada es precisamente ese.
—¿Acaso me devolverás el diario?
—Algo mejor, cariño. —Sonrió—. Pienso darte una pista sobre el posible cómplice de Holly Saemann.
—¿Y bien? —inquirió el detective, impaciente e incrédulo al tiempo que cogía la taza de té que se había preparado unos minutos antes—. ¿Cuál es su nombre?
—No, querido. Te daré algo más que un nombre, te llevaré a verlo.
Hagler abrió los ojos de par en par y casi se ahogó con el sorbo de té.
—¿En dónde te veo?
Una hora más tarde, Brent estaba llegando al lugar que Nona le indicó. Se sentía intranquilo y emocionado, como cada vez que veía una pista cerca de él. Aunque en realidad no estaba del todo seguro de las palabras de Nona. Sabía bien cómo se las gastaba para engañarlo y sorprenderlo y con toda seguridad intuía que, de tener una buena pista para refundir a un criminal en la cárcel, no la desaprovecharía por nada en el mundo.
Había descubierto su punto flaco.
En cuanto la observó, de pie sobre la banqueta, volvió a perder la razón una vez más. Le parecía simplemente hermosa, sensual y atrayente. Había un algo en ella que la hacía desearla tanto. No solo por su aspecto físico, por el contrario, se sentía atraído y fascinado por ella, deseaba conocerla a profundidad, protegerla, mantenerla a su lado siempre.
Nona abrió la portezuela del auto y subió a él, sonriente. En cuanto lo vio, no dudó ni un segundo en tomar con delicadeza su rostro y atraerlo hacia ella para plantarle un fugaz, pero apasionado beso en los labios, tal y como lo haría una pareja. Hagler no la rechazó, pero no podría decirse que participó en aquel ósculo.
Pasada media hora, Brent estacionó el auto. Durante el trayecto no se habían dirigido palabra alguna. Después del evidente rechazo, Nona no supo cómo reaccionar y de alguna manera absurda se había sentido cohibida ante su presencia.
—¿Es aquí? —preguntó con una dulce voz de duermevela en cuanto notó que Hagler apagaba el motor.
—Al parecer sí. Al menos esta es la dirección que me diste.
Nona se quedó completamente pasmada con el lugar. Se trataba de un barrio de mala muerte a las afueras de Oyster Bay. Había pequeños círculos de chicos con aspecto desagradable por doquier y grafitis en cada pared que podía ver.
Una pequeña cafetería se alzaba en la esquina, justo frente a ellos. La mujer observó el lugar pensando que era el único establecimiento decente a la vista. Brent bajó del auto y ayudó a la abogada a descender de igual forma. No habían dado ni cinco pasos en dirección al local, cuando un hombre fornido se aproximó a ellos, cuya indumentaria le recordó a Nona aquellos hombres vestidos de cuero y melena abundante y desordenada. Al puro estilo Motorhead.
El hombre, con paso veloz, se apostó junto a ella, observándola de los pies a la cabeza al tiempo que se mojaba los labios con la lengua, murmurando cosas que la chica no pudo ni quiso escuchar.
Brent la colocó detrás, como si se tratase de un escudo humano dispuesto a defenderla de quien fuese. El hombre mostró una sonrisa torcida y continuó su camino.
—Quizá debiste usar jeans —dijo él, dirigiendo su mirada a la diminuta falda negra que mostraba aquellas torneadas piernas.
—¿Qué dices?, ¿es que tengo yo la responsabilidad de en dónde ponen esos imbéciles sus ojos?
Brent bajó la mirada, en realidad estaba de acuerdo con ella, no obstante, prefirió no seguir con aquella conversación y, con seguridad, detuvo a una mujer rechoncha que pasaba a su lado en esos instantes.
—Disculpe, ¿conoce usted a Samuel Collins?
—¿Cómo esperas detener a cualquiera en la calle y esperar que sepa algo de él? —recriminó la abogada. No obstante, la mujer sonrió.
—Señorita, este es un pueblo demasiado pequeño, todos nos conocemos aquí. De hecho, la persona que están buscando se encuentra justo ahí —dijo, conteniendo la risa y señalando un pequeño y oscuro callejón detrás de ellos—. Espero que Samuel no se encuentre en problemas de nuevo.
Ambos voltearon. Un hombre alto y misterioso se encontraba de pie, recargado en la pared y revisando sus bolsillos como si hubiera extraviado algo de suma importancia.
Brent agradeció y se dirigió al hombre quien, al sentir sus miradas clavadas en él, dio media vuelta cubriéndose con el cuello de su chaqueta oscura.
—¿Samuel Collins? —inquirió el detective, seguido muy de cerca por Nona. El hombre tornó los ojos hacia ellos. Un par de luceros verde agua se asomaron de entre la chaqueta y el mechón de cabello rubio oscuro. Nona sintió un vuelco al verlo. Finalmente se encontraban cara a cara.
—¿Qué quieren?
—Solo necesitamos hacerle un par de preguntas.
Samuel se irguió y el detective sintió una leve punzada de temor, como si su instinto estuviera gritándole que había peligro. Era una sensación extraña que desapareció casi al instante.
—¿Sobre qué quieren preguntarme exactamente?
—Por favor, acompáñenos a ese café. Le aseguro que no le quitaremos demasiado tiempo.
El misterioso hombre no dejaba de mirarlo fijamente a los ojos hasta que se percató de la presencia de Nona, detrás de Hagler. Entornó los ojos y, acomodándose la chaqueta de cuero, elevó una ceja.
—No he hecho nada malo.
—Lo sabemos —afirmó Nona, sonriente—. Necesitamos su ayuda.
—¿Y bien? —preguntó desesperado Samuel, al tiempo que se dejaba caer pesadamente sobre el asiento.
—Necesitamos toda la información que tengas sobre Holly Saemann.
En cuanto el macabro nombre salió de los labios del detective, el hombre comenzó a ponerse nervioso. Era evidente que sabía mucho más de lo que el propio Hagler había pensado.
En un par de segundos, el rubio tenía la frente completamente perlada en sudor.
—No sé nada de ella. Ni siquiera la conozco.
—¿Estás seguro? —Él asintió—. Entonces, ¿cómo es que su firma se encuentra en esta fianza que te liberó de un breve arresto hace un par de años? —continuó—. Vamos, ¿después de sacarte de prisión por exhibirte en público, así le agradeces? Y vaya que gastó en ti —exclamó Hagler mientras miraba la nota de modo distraído—. Me pregunto, ¿cómo es que alguien que no conoces en absoluto es capaz de deshacerse de tanto dinero para sacarte de prisión?
Samuel no dijo nada. En realidad, parecía haberse perdido en los movimientos de Nona quien, en esos instantes encendía un cigarrillo.
La morena, al notar su evidente incremento de ansiedad, decidió obsequiarle uno, mismo que Samuel tomó de forma desesperada, encendiéndolo con premura.
Con la primera bocanada, el hombre pareció relajare un poco por breves instantes, como si lo hubiese estado necesitando con urgencia. Cerró los ojos y degustó de la sensación de la nicotina penetrando su organismo. Dejándose llevar por el deleite.
—¿Acaso eres adicto, Samuel? —preguntó el detective sin miramiento alguno. El interrogado se sorprendió con la pregunta tan directa, pero después de unos breves segundos, mostró una torcida y escalofriante sonrisa que incluso a Hagler puso nervioso.
—En realidad a nada que puedan comprobar un par de análisis, detective.
Hagler intentó calmar sus inesperadas ansias por golpearlo. Era la primera vez que un tipo como él lo ponía tan tenso. Había algo en su mirada. Una chispa que reconocía muy bien y que, por experiencia, todos los tipos fríos tenían, sin embargo, también podía notar cierto rastro de humanidad. Esos ojos aceitunados miraban con demasiado afecto, como si dentro de aquella sonrisa sesgada y ese aire falso de chico malo se encontrase una persona con sangre en las venas. A pesar de ello, el detective tenía demasiada experiencia como para dejarse sorprender con un par de ojos buenos.
—Dime exactamente qué tipo de relación mantenías con Holly Saemann —soltó sin más.
Nona se sobresaltó. Estaba deseando escuchar la respuesta.
—Señor..., señorita —dijo, dirigiéndose a Nona para dedicarle una sugestiva mirada—. Puedo asegurarles desde ahora mismo que no lograrán obtener absolutamente nada de mí. Ni siquiera de forma indirecta o inconsciente. No soy un hombre que hable por hablar ni me entretiene la filantropía, así que tampoco tengo intención alguna de serles útil.
—Solo dinos cómo la conociste.
El rostro atractivo de Samuel se puso serio y misterioso.
Observó fijamente a Brent con esa mirada intensa que congelaría a cualquiera.
—Únicamente les diré que ella..., me salvó —dijo sonriendo.
—¿Por qué lo dejaste ir? —inquirió Nona.
Estaban de camino al auto después de un pésimo interrogatorio. Samuel no quiso decir una palabra más después de aquello. Y cuando notó la insistente obstinación del detective, decidió apelar muy inteligentemente a su derecho civil de tener un abogado en caso de que aquello se tratara de un interrogatorio oficial. Desarmando de ese modo a Brent, a quien no le quedó más remedio que dejarlo. Al menos por el momento.
—Entiéndelo, Nona. No puedo hacer mi trabajo fuera de la ley.
—Pero, podrías haberlo instigado. ¿Acaso no lo viste? Seguramente está trastornado por completo. Habría sido fácil provocarlo para obtener algo de información.
—No es así como actúo. Cuando decido hacer algo, lo hago de la forma correcta, sin segundas intenciones. —Nona no pudo evitar sentirse aludida y calló, avergonzada—. No puedo ir por ahí levantando un estandarte que después no pueda ni mirar.
La abogada se quedó confundida. Nunca había conocido a un hombre tan recto en su vida, aunque había deseado hacerlo miles de veces atrás.
Durante el trayecto de regreso ninguno de los dos dijo nada, ni siquiera al despedirse. Brent se limitó a dejarla frente a su departamento y arrancó el auto enseguida sin poder dejar de pensar en Samuel y su extraño proceder.
Nona quiso decir algo antes de que el detective se marchara, pero para cuando logró encontrar las palabras adecuadas, el auto de Hagler se encontraba ya muy lejos de ahí.
Suspiró hondo, confundida. De pronto, el sonido de su celular la sacó de sus pensamientos.
—¿Hola? —respondió con la esperanza de que se tratara de Brent. Después de unos segundos sonrió, complacida—. En media hora en la pequeña plaza de Berry Hill Road.
El detective se acomodó en la cama en cuanto llegó a casa. Se le había pasado por la mente cenar algo, quizás pedir una pizza a domicilio, pero no tenía fuerzas ni siquiera para marcar el teléfono. Era demasiada la presión que sentía sobre él.
No. Sería mejor dormir, dormir y con suerte descansar de una vez por todas. Deseaba olvidar por completo ese desquiciante caso.
Cerró los ojos con fuerza, inhalando todo el aire que pudo contener en sus pulmones. El silencio inundaba la alcoba entera. Al entrar, Hagler pudo notar que no había un solo transeúnte afuera, ningún perro paseándose libremente por las banquetas, ni las acostumbradas niñas que saltaban la cuerda frente a su casa al tiempo que cantaban al unísono una canción infantil.
Ese extraño silencio no se disipó en absoluto en todo el tiempo que tardó en cambiarse de ropa y acomodarse en la cama. Parecía envolverlo todo por entero, alejándolo del mundo, llevándolo a un estado de letargo profundo.
De pronto, sintió que algo se agolpaba sobre su pecho, y el peso le resultó casi insoportable.
No pudo abrir los ojos ni ejecutar movimiento alguno, ni siquiera al escuchar la pequeña, burlona y demencial risa cantarina justo en su oído; aunada al escalofrío que lo recorrió desde la nuca hasta cubrirlo por completo. El detective se llenó de pánico. Las teorías que explicaban lo que estaba aconteciéndole comenzaron a desfilar por su cabeza, amontonándose con estrépito furor. Casi tan desatadas y frenéticas como los latidos de su corazón veterano.
Brent logró hacer acopio de todas sus fuerzas para abrir los ojos, escuchando con detenimiento los sonidos apagados de su alrededor. No podía ver nada con claridad, pero de algo estaba rotundamente seguro y eso era que no había nadie más en la habitación.
De momento, sintió un temor inenarrable y abrumador, una sensación en su pecho, ese presentimiento asequible de que todo se pondría mal muy pronto. El extraño estremecimiento al saber que de ahora en adelante nada volvería a ser igual. Como si se encontrara solo y desprotegido en un mundo completamente aterrador. Sin ningún Dios o deidad divina que pudiera prestarle auxilio.
Se veía a sí mismo en una vorágine perturbadora llena de acontecimientos paranormales que jamás podría llegar a explicarse.
Se encontraba solo y, sin embargo, la habitación se sentía tan llena de algo. Un algo tremendamente sobrecogedor. Una presencia siniestra que lo llenó todo de un hedor pestilente.
¿Sería capaz de dudar un solo instante en que aquello que sentía incluso en cada poro de su cuerpo por el que goteaba el salado sudor? Se trataba de un ser completamente desconocido, incapaz de comprenderlo con la razón burda y humana, y que, además, parecía resuelto a cualquier tipo de abominación ¿Sería capaz de albergar la duda de que se encontraba ante algo no humano?
Algo muy dentro de él le indicaba que no había duda alguna.
Entonces, cuando el abrumador silencio parecía a punto de volverlo loco, el sonido del celular lo sacó de aquel estado de hipnosis. Haciéndolo dar un salto sobre la cama.
Corrió a contestarlo en un desesperado intento por sentirse acompañado y olvidar la perturbadora experiencia que acababa de vivir.
—¿Tienes algo? —preguntó la voz masculina al otro lado del teléfono.
Hagler suspiró hondo, haciendo presión con una mano en el centro de su pecho para tranquilizarse.
—Espera un segundo... —Cerró los ojos, respirando pausadamente para recuperar el aliento. Después de unos momentos, volvió a llevarse el celular al oído—. Parece que encontré a un posible cómplice. Tengo pruebas que lo vinculan con Holly, pero..., aún me falta investigarlo más.
—¡Joder, hermano! Solo faltan dos semanas para la próxima audiencia y el caso no parece avanzar nada.
—Te aseguro que tendré algo. No te preocupes.
—Hagler. —La voz de Ryan, el fiscal del condado se volvió seria—. No puede estar en libertad.
—Lo sé, Ryan..., lo sé.
Al colgar, Hagler dejó el celular en el buró con la mirada completamente perdida. Y como un autómata sin pensamiento ni voluntad alguna, repitió:
—Lo sé...
De súbito, volvió a tomar entre sus manos el aparato telefónico, marcando el número de Nona que se había quedado grabado después de su anterior llamada.
—¿Brent?
—Quiero saber cómo supiste de ese chico.
—No puedo decirlo, Brent. Lo sabes muy bien.
—Necesito saberlo. Al menos dime lo que sabes de él. ¿Cómo conoció a Holly? Si es que solo tienes sospechas de que él era su cómplice o lo sabes con certeza.
—¿Cómo puedes pedirme eso? Soy su abogada, ¿lo recuerdas? —espetó la mujer al tiempo que atravesaba la calle. Los hombres se detenían junto a ella para admirar su sensual cuerpo y el modo hipnótico en que caminaba, moviendo sus caderas.
—Entonces, ¿con qué finalidad me llevaste a ver a ese tipo? —cuestionó el detective.
Nona saludó con una mano al ver a la persona que en esos momentos se levantaba con cortesía del banquillo de piedra, para darle la bienvenida.
—Sin ningún fin en particular —respondió ella mientras caminaba hacia el rubio que sonrió, correspondiendo a su mirada, aunque con un aire indiferente—. Escucha, tengo que irme, pero te aseguro que no hay segundas intenciones en mi comportamiento, ¿de acuerdo? Ya deberías haber adivinado el por qué.
Colgó el teléfono, dejando a un Hagler completamente enredado. No sabía si debía confiar en ella y agradecerle lo que había hecho esa tarde por él. Aunque, algo le decía que pese a lo que Nona pudiera decir, realmente había algo más en su proceder. Pero ¿qué sería eso? ¿con qué motivo Nona le permitió conocer al posible cómplice de esa desquiciada mujer?
La abogada se acercó al hombre y lo saludó con un fugaz beso en la mejilla.
—Te agradezco que vinieras.
—Quiero respuestas.
—Y las tendrás, Samuel. Las tendrás.
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