𝟺𝟼. 𝙻𝚎𝚊𝚕𝚝𝚊𝚍𝚎𝚜
Centro Roosevelt para enfermos mentales. 11:00 P.M
El cielo estaba negro, ausente; las pocas estrellas eran incapaces de iluminar el camino que Barker intentaba despejarse entre la hojarasca seca. El murmullo de los búhos lo acompañaba y disimulaba un poco el sonido de sus zapatos al pisar el concreto.
No había logrado dormir en las últimas noches. Ni siquiera había logrado progreso alguno en el caso del diablo de Massapequa debido a esas grotescas imágenes que no podía quitarse de la cabeza.
El detective sabía muy bien lo que ocurría por las noches en ese fétido lugar. Lo supo desde siempre, a decir verdad, puesto que los rumores se esparcían como pólvora a los alrededores. Pero él, al igual que muchos otros en el pueblo, había decidido prestar oídos sordos a ellos. En ocasiones eso era más sencillo, pero ahora era inevitable hacerlo. No podía continuar viviendo de la misma manera desenfada y arrogante, orgulloso de su justicia que no admitía filtro alguno ni sentimentalismos de ninguna clase. A base de golpes y tropiezos había aprendido a vivir de esa forma. Enfrentándose a todo y a todos sin importarle nada más. Ese era el disfraz que había elegido vivir. Todos tenían uno.
Ahora iba a ser el gran momentum, ese que tanto había estado esperando. Cuando la vida lo pusiera a prueba. Tenía que enfrentarse con todo su arsenal, tenía que asesinar a sus demonios; desaparecer de una vez por todas aquellas malditas pesadillas. Ser la mano justiciera de Dios.
Con seguridad comenzó a desenroscar el galón de gasolina y a rociarla por toda la verja de hierro. No había problema alguno si se terminaba, había sido precavido y tenía muchos más aguardando en el auto.
Levantó las pinzas quita plomo para romper el candado, sorprendiéndose al encontrarlo abierto, solo le bastó empuja. Enseguida sintió la brisa, como si el pesado portón hubiese estado impidiendo el libre paso de la brisa nocturna.
Exhaló un breve suspiro.
Sí, eso era lo correcto. El centro Roosevelt para enfermos mentales no iba a desaparecer tan solo con levantar una queja. Barker conocía muy bien ese tipo de procesos interminables, y él no podía permitir que las atrocidades continuaran ocurriendo tras aquellas paredes. Mil veces prefería verlos a todos muertos a saber que cada noche padecían torturas inenarrables. Ese era el tipo de justicia en el que creía y confiaba. Era el tipo de justicia que practicaría ahí esa noche.
De modo que, una vez insuflados nuevos ánimos, el detective cogió el galón y penetró en el amplio jardín del Instituto Mental, dispuesto a todo.
Nona no podía dormir. Había estado bebiendo las últimas cinco horas hasta que la noche la sorprendió con sombras y peligro. Como pudo, trastabilló hasta el lujoso departamento. Tampoco era como si se encontrase a un palmo de la inconciencia.
Intentó mirar algo de televisión, pero la estancia no dejaba de dar vueltas y vueltas en torno a ella; hasta que ella decidió darse por vencida y tomar un descanso. Después de todo, ya no había nada más que hacer. En ese maldito pueblo alejado de la ciudad, sin ninguna amistad o conocido al cual acudir en circunstancias como aquellas, no le quedaba más remedio que dormir.
Trepó hasta la cama y, aún con las zapatillas y el traje puestos, se colocó las mantas encima, resoplando por lo bajo mientras pensaba que en la ciudad no hubiese sido tan diferente. Quizás esa noche habría regresado con compañía. Sí, los hombres de Nueva York eran más modernos en cuanto a las relaciones casuales, y sin dura alguna también más atractivos.
No obstante, la abogada no pudo pensar en compañía masculina sin que el nombre y el rostro de Brent Hagler saltaran en su mente. Era como una mancha que se había instalado de modo irremediable en su corazón, una que, por más que lo intentase, estaba segura de que jamás lograría limpiar.
Aún no comprendía lo que le sucedía con ese hombre. Había una extraña conexión entre ellos que había sentido desde el primer vistazo.
Nona sonrió por lo bajini; nunca había dado crédito a la expresión amor a primera vista, pero en esos momentos no podía más que admitirlo; estaba enamorada de Hagler, y sus primeras intenciones para acercarse a él no habían sido otra cosa más que el pretexto perfecto para lo que había sucedido después.
Pasados unos momentos, permitió que el alcohol relajara todos sus músculos. Ni siquiera intentó acomodarse en la cama o deshacerse del incómodo traje que por instantes parecía asfixiarla. La luz aún se encontraba encendida, al igual que el televisor en el recibidor.
No había logrado contactar a Holly y eso la tenía de los nervios; aquello aunado al hecho de que el diario de Samuel había desaparecido y de que ella no podía juntar el valor suficiente para buscarlo, estaba volviéndola loca.
Deseaba acabar con todo. Desistir de la preciada información que Holly le había prometido y mudarse de nuevo a Nueva York. Empezar de cero, abrir un bufete propio y convertirse en alguien importante. Después de todo, su triunfo en Oyster Bay no pasaría desapercibido y estaba segura de que en la ciudad sería reconocida por ello.
Comenzaba a pensarlo muy seriamente, cuando un ruido en la ventana la hizo incorporarse de súbito. Parecía como si alguien estuviese intentando penetrar en su departamento a través del pequeño ventanal que daba a las escaleras contra incendios. Se puso de pie y, sigilosa, se aproximó a la puerta del dormitorio, asomando con sutileza la cabeza. Efectivamente, alguien intentaba entrar.
Sin dejar de observar la ventana, la abogada se acercó hasta la cocina y sacó un cuchillo de la cocineta oscura.
La sombra intentaba forzar la cerradura, sin conseguir nada. Mientras Nona esperaba en el centro de la estancia, oculta únicamente por un pilar ancho que la cubría del todo. Apretaba el cuchillo con todas sus fuerzas, su mano estaba temblando, lo mismo que su corazón desbocado. Se escondió para no atraer la atención. De ese modo, si el intruso lograba entrar, ella tendría la ventaja de su localización y con suerte lograría asestarle una buena puñalada. No le sorprendía que alguien intentara allanar su morada. Su lista de enemigos en Oyster Bay había incrementado aún más desde que Holly saliera de la prisión y fuese trasladada a un centro para enfermos mentales.
Desde su escondite, la abogada escuchó el sonido del cristal rompiéndose y al ignoto entrando hacia el comedor. Su respiración se tornó casi desesperada al punto de que todo le dio vueltas. Era eso o que los estragos del alcohol aún surtían efecto en su organismo.
Un paso muy cerca. El hombre parecía buscar algo. La estaba buscando a ella.
Cuando lo sintió lo suficientemente cerca, Nona dio un pequeño grito de guerra y descargó el arma contra él, pero su brazo fue hábilmente sujetado por una mano fuerte y decidida. En cuanto la abogada vio su rostro, no pudo evitar que una exclamación de sorpresa se le escapara de entre los labios, mismos que fueron cubiertos enseguida por él.
Alex tropezó con el cadáver de una mujer desnuda. Al virar la vista y observar su rostro afligido, al chico le pareció conocida. Claro, la había visto vagabundeando serena por el jardín del psiquiátrico. Era una mujer silenciosa, con una belleza extraña y sombría, demasiado joven. De unos veintiséis años quizás.
No pudo quedarse demasiado tiempo para lamentar su muerte tan repentina, tenía que huir de las llamas voraces que estaban consumiéndolo todo.
No supo cómo diablos se originó el incendio, pero no se iba a quedar para averiguarlo. Especialmente cuando era muy probable que esos psicópatas lo hubieran provocado. No sabía con exactitud si había sido a propósito o un mero accidente, pero no le importaba. En esos momentos lo último que deseaba era encontrarse ahí. Tenía que atravesar el jardín interior para poder escapar finalmente de ese Infierno.
Los gritos desgarradores de los enfermos que se encontraban encerrados en sus habitaciones lo estaban volviendo loco, pero no tenía más remedio que correr, sin mencionar que no tenía modo alguno de liberarlos. No solo escapaba del fuego, también rezaba por no encontrarse con ninguno de aquellos asesinos que, tras aquella horrenda explosión, se habían esparcido por todos los corredores. Lo último que vio fue la salida triunfal de Holly y la forma en la que esos homicidas le rendían todo tipo de pleitesías. Tal y como si se tratase de un mesías para ellos.
Llegó al jardín principal. A lo lejos se podía divisar la verja de filigrana que bien podría saltar para encontrar su libertad en el desolado camino empedrado. Llamaría a la policía y a los bomberos una vez que lograse llegar a su auto, en donde había dejado el teléfono celular. Debía hacerlo. Se lo debía a todo el personal del hospital, a los enfermos mentales. Si él no hubiera caído ante esa chica, nada de eso estaría sucediendo.
El humo comenzaba a salir disparado desde cada habitación, cada ventana semiabierta, cada puerta, cada chimenea. Alex miró hacia atrás una vez más. El sudor perló su frente y fue a parar a sus ojos, pero eso no le impedía que continuara observando, remembrando dentro de sí las torcidas y escabrosas imágenes que acababa de presenciar. Se tornó de nuevo y comenzó a correr de modo frenético, con una sola idea en la cabeza: que jamás lograría olvidar esa noche.
Anne salió arrojada hacia el exterior. No le importó dejar a sus compañeros atrás, ni deshacerse de cada enfermero o enfermera que pretendió impedirle su escape. Una nueva explosión se dio paso en el interior, y la chica cayó de bruces sobre el césped. Al levantarse y echar la vista al frente, observó una figura esbelta que atravesaba el jardín principal con una desesperación que era más que evidente.
Entornó los ojos y, tras tomar una fuerte bocanada de aire, comenzó a correr en su dirección. Sus pisadas eran fuertes, ágiles. Estaba convencida de sus capacidades, esas que ÉL le había otorgado tras asesinar a treinta personas. Treinta hombres maduros que habían encontrado la muerte en sus exacerbados y oscuros deseos de carne joven.
Fácilmente logró darle alcance, arrojándose contra su cuerpo y rodando ambos por el suelo. Se montó sobre él y acarició su rostro con delicadeza.
—¿Piensas dejarme?
—Ya les di lo que querían, ¡déjame ir!
—Todos los hombres son iguales. Es por ello por lo que me convertí en esto. —Aproximó su rostro al del chico—. Quizá puedan ser más fuerte que una mujer como yo, pero tengo el poder para ponerlos de rodillas. ¿No lo crees igual?
Alex no comprendía nada de lo que estaba diciendo. Era un crío apenas en comparación con la experiencia que ella tenía del mundo.
—Me serviste una vez y volverás a serme de utilidad.
—¿Qué haces aquí? —La voz de Nona estaba impregnada por destellos de confusión, asombro e incredulidad—. Creí que jamás volvería a verte.
—Tienes que venir conmigo. Solo he venido por ti.
La tomó de la mano e intentó llevársela hacia la ventana por la que acababa de irrumpir.
—Pero ¿cómo así? ¿De qué hablas?
El hombre la tomó de los hombros y la obligó a mirarlo a los ojos. Nona no sabía cómo responder ante aquella muestra de consternación.
—Holly está en libertad. Vendrá por ti en cualquier instante.
—¡¿Qué?! ¿Cómo lo sabes?
—No hay tiempo.
—¡Espera, Samuel! Yo quiero encontrarme con ella. No puedo irme sin que me de la información que necesito.
La abogada puso todas sus fuerzas para que Samuel dejase de halar de su brazo.
—Recuerda que yo soy parte de esto. Es mi culpa que Holly haya logrado escapar del hospital, lo sabía incluso antes de que entrara ahí. No puedo marcharme y dejar que todos paguen por ello.
—Fui yo quien asesinó a Boris.
—Pero solo porque yo te lo pedí. Tampoco olvido que yo soy la causante de que volvieras a ello. Porque, el deseo volvió, ¿no es así?
Samuel bajó la cabeza.
—Eso no importa, porque, aunque la tentación es insufrible, cuando te veo todo eso se desvanece. Todo el dolor y la oscuridad de mi pasado, los sentimientos de agonía y el pensamiento de que jamás volvería a sentir esto son solo una horrenda pesadilla. Porque tú me haces sentir vivo de nuevo. —Nona abrió los ojos de par en par—. Sé que tienes tus razones para seguir a Holly, pero no puedo permitir que te haga daño. Te acabará en cuanto te encuentre. Jamás podrá perdonarte el que hayas revelado su pasado y aún peor, que me pidieras que asesinara a Boris.
Nona se mordió el labio inferior, respirando de modo agitado.
—Samuel, antes de que Holly supiera lo de Boris, me pidió una cosa más, ni siquiera le interesaba si yo ganaba el juicio, solo quería que te entregara. Yo he pensado seriamente hacerlo. ¿Entiendes? No soy una persona confiable. Soy la peor... si ella me elimina entonces.
Samuel pareció sorprendido por un instante, sin embargo, volvió a coger entre sus manos los hombros suaves de la abogada y se acercó a ella.
—No me interesa si me traicionas. Ni siquiera si decides entregarme a Holly. Lo único que deseo es verte a mi lado. Saberte a salvo y lejos de ella y de su maldad. Me tiene sin cuidado en dónde se encuentra tu lealtad, porque yo siempre estaré ahí para protegerte. No te pido nada más. Sólo que me dejes cuidar de ti.
La abogada no logró articular palabra alguna. Las lágrimas comenzaban a acumularse en sus ojos. Miraba fijamente a Samuel quien, al igual que ella, tenía los ojos imbuidos de lágrimas. ¿Acaso ese era el amor incondicional del que tanto había oído hablar? ¿Es que ella era aún merecedora de algo como eso?
Ahogó un suspiro y se alejó suavemente de él.
—Lo siento, Samuel. Pero yo no puedo corresponderte. No intentes ayudarme, por favor. No quiero tener que entregarte a ella. Yo sé que no lo comprendes, pero no puedo dejar a Holly, no ahora... aún no.
Dio media vuelta, cogió el bolso que había arrojado al sofá y se encaminó a la puerta de salida.
Samuel cerró los ojos, de pie ahí en medio de la estancia, con los brazos y el corazón vacíos. Una lágrima logró escapar y recorrer con velocidad su mejilla. No obstante, apretó los puños con fuerza. Su semblante cambió por entero. No iba a permitir que la tristeza lograse dominarlo. En aquellos momentos él tenía una misión que completar y no podía desperdiciar un solo instante. Salió corriendo hasta el corredor, no había rastro de Nona, pero el elevador estaba llegando al piso inferior. Se dirigió a las escaleras, corriendo como un amante desesperado por darle alcance a la mujer que amaba.
No había mucha diferencia, salvo por el hecho de que Nona podía perder la vida al pisar la calle.
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