𝟺𝟹. 𝙰𝚝𝚎𝚗𝚍𝚒𝚎𝚗𝚍𝚘 𝚎𝚕 𝚕𝚕𝚊𝚖𝚊𝚍𝚘
Anne depositó un beso húmedo en el cuello de Alex. El chico cerró los ojos y degustó de la agradable sensación mientras se sumergía en la visión de aquella joven que acababa de conocer apenas aquella tarde. Ella le había dicho que se encontraba de paso por Oyter Bay y que se marcharía a la mañana siguiente, pero no sin antes tener un poco de diversión.
Desde luego que no podía dejar pasar una oportunidad de tales magnitudes. Sobre todo, si se consideraba que las mujeres del pueblo eran todas unas beatas o reprimidas.
—¿Entonces? —murmuró ella en su oído, después de lamer el lóbulo derecho del chico—. ¿Vamos a entrar o qué?
—¿Estás segura? Conozco mejores lugares, podríamos ir a un hotel, no está demasiado lejos de aquí...
Anne volvió a su asiento con un evidente fastidio.
—¡Me chocan los moteles de paso! ¿Sabes en cuántos he estado ya? No, lo que yo quiero es algo diferente, algo... algo emocionante. ¡Quiero hacerlo en ese maldito psiquiátrico!
La joven sacó una cajetilla de su chaqueta de cuero, la acercó a su rostro y cogió con los labios un cigarrillo, aún con la repulsión en su mirada. Parecía una chica de apenas unos diecisiete años, aunque su mirada expresaba mucha más experiencia. De hecho, había algo en ella que atemorizaba a Alex. Una especie de brillo demencial en su mirada que provocaba escalofríos. Y, no obstante, era dueña de uno de los rostros más bellos que él jamás hubiera conocido. Su cabellera lacia se enroscaba en las puntas y el negro intenso refulgía con cada movimiento. A pesar del maquillaje recargado y el atuendo extravagante, Anne parecía una frágil muñeca.
—Pero ¿estás muy segura de que quieres entrar ahí? —preguntó Alex, aunque en realidad quería saber si es que esos habían sido sus planes desde que él le mencionara que trabajaba como velador en el Centro Psiquiátrico Roosevelt.
Anne frunció el ceño y lo miró de reojo.
—Es obvio. —echó una fumada al cigarrillo—. Pero, en fin. Si no estás seguro de esto, supongo que puedo encontrar a alguien más. Alguien que sí quiera divertirse conmigo.
La chica abrió la puerta del auto y puso un pie fuera, pero Alexander la detuvo en seguida.
—Está bien. —Se rindió él—. Podemos intentarlo. Dijiste que mañana partías, ¿no es así?
—¿Ajá?
—Pues, quizás lo que suceda esta noche ayude a convencerte de quedarte.
Anne esbozó una sonrisa lunática. Se mojó los labios con suavidad y se aproximó a él hasta tenerlo a un palmo de su rostro. Sus ojos eran dos luceros castaños y brillantes.
Alex se sintió inmerso en ellos y cuando ella lamió la comisura de sus labios, fue como rozar por breves instantes la gloria.
Desde luego que no deseaba parecer inexperto, aun cuando aquella iba a ser su primera vez. Después de todo apenas si hacía dieciséis, y en un pueblucho católico e hipócrita como ese, no era sencillo encontrar chicas de su edad dispuestas a vivir la experiencia.
Anne sintió el nerviosismo del chico y, con suavidad, bajó su mano pálida hasta su cinturón, incrementando de ese modo las pulsaciones cada vez más caóticas de Alex. Sus deditos levantaron la suave playera oscura y acariciaron la carne de sus oblicuos mientras ella, con una actitud desenfadada, continuaba dando breves y violentas lamidas a su cuello.
El chico exclamó un suave gemido que se prolongó hasta que el aire se escapó de sus pulmones. Entonces la chica paró de modo abrupto para, acto seguido, devolver el cigarrillo a sus labios.
—¿Y bien? —suspiró—. ¿Vamos a entrar?
Esta vez Alex no opuso resistencia alguna. Asintió un par de veces y sacó de su cazadora oscura un puñado de llaves. Abrió la portezuela del auto y salió casi disparado al exterior. Los labios de Anne se arrastraron hasta convertirse en una sonrisa sarcástica y malévola. Estaba a punto de cumplir una fantasía que desde hacía años había deseado realizar.
Así que con el corazón bombeando de emoción, salió junto al chico y lo persiguió hasta la entramada verja oscura que ella observó apenas con un atisbo de concentración. Le tenía sin cuidado la majestuosidad de aquel portón antiguo y sus elegantes ornatos de filigrana. Ni la inmensidad de esta.
Echó una nueva bocanada al cigarrillo y esperó a que el chico abriera las puertas del psiquiátrico mientras ella observaba con sospechosa expectación todo a su alrededor.
—¿Ya casi?
—Solo un momento más, es que esta maldita reja es muy antigua y a veces el candado se atasca.
—¿Entonces todos adentro están encerrados? —preguntó ella con una gran curiosidad.
—Sí, pero hay personal adentro con copias de esta llave —respondió él, haciendo acopio de voluntad para que Anne no lo viera castañetear sus dientes.
El frío nocturno estaba haciendo mella en Alex, pero no en ella. Incluso a pesar de la sugerente minifalda oscura que permitía observar el nacimiento de sus pálidos glúteos, y las piernas desnudas. Ella se mantenía imperturbable y si acaso un poco impaciente.
En cuanto el candado cedió, la chica se abrazó a él colocando una pequeña navaja en su cuello. Alex no se movió, estaba confundido y abrumado, sin saber si aquello era una broma, un juego o una cruel ironía. Pocos segundos después pudo escuchar un par de pasos aproximándose. Estos se hicieron más y más cercanos, así como más y más numerosos.
—Shhh... —susurró Anne en su oído—. Cállate y estarás bien. Al menos por ahora.
En ese momento un hombre fornido se acercó a ellos. Iba ataviado con tejanos y camisa negra. Sus brazos estaban llenos de tatuajes indistinguibles y los cabellos lacios caían a los lados, aunque este se los echaba hacia atrás cada vez que cubrían sus ojos.
—¿Un crío? —preguntó en cuanto notó el rostro asustado de Alex—. Me sorprendes.
Anne liberó una risita boba y apretó con suavidad la navaja en el cuello del chico hasta que un pequeño hilillo de sangre brotó de la carne.
—¿Qué tiene de malo, Will? —dijo ella con una voz seductora, para, acto seguido, lamer la mejilla de Alex, suave y lentamente. La sensación de la piel humana con el sudor lleno de adrenalina le fascinaba. Era como degustar el miedo de sus víctimas—. Me encantan los chicos.
—¡Qué extraño! Supe que adorabas asesinar ancianos. —Esa era Delisa, quien se aproximaba con una escopeta en mano. Su modo de vestir no era menos extravagante que el de Anne, al contrario; gustaba de los trajes sastre confeccionados especialmente para ceñirse a su escultural cuerpo. Su engominado cabello rubio peinado por completo hacia atrás le otorgaba un aire de masculinidad que la hacía mucho más hermosa, aunque de vez en cuando permitía que un par de mechones cayesen sobre su frente.
Anne entrecerró los ojos al verla pasar.
—Por supuesto, odio a todos los malditos viejos, ¿y qué? ¿Acaso este malnacido no será uno pronto? —Acercó aún más su cuerpo al de Alex y apretó nuevamente la navaja. Chorritos de sangre continuaban escapando de la herida—. O quizá no, quizás éste no llegue ni a viejo.
Delisa liberó una sonora carcajada y penetró en el amplio jardincillo, junto a los demás. El chico se estremeció en los brazos de Anne. No sabía qué hacer, aun si lograba liberarse de ella, estaban esas personas tan extrañas que parecían listas y armadas para una guerra.
Eran alrededor de quince personas. Todas iban a pie, y pasaban frente a Anne y el chico sin denotar expresión alguna.
Al final se acercó Mikel; un hombre de cabellos canos, aunque de rostro tan lozano que parecía un hombre de treinta. Su porte atractivo contrastaba con los ojos severos que no expresaban nada más que una maldad pura. Vestido con una elegante levita de gala negra, y un cinturón ajustado a su cintura, cuya hebilla refulgía con el brillo de la luna. Llevaba el cabello pulcramente peinado y guantes blancos. Parecía un militar.
—¿En dónde está? —quiso saber él.
Anne sacudió con violencia a Alex quien no comprendía de dónde sacaba la fuerza para someterlo de aquella manera.
—¡¿En dónde está Holly?! —gritó ella en su oído.
—En el edificio posterior —murmuró él, nervioso—. Sé en qué piso, pero no recuerdo la habitación, es todo lo que sé.
—Con eso nos basta —afirmó Will mientras jugueteaba con un revolver.
—¡Tráelo! —ordenó el hombre.
Anne rio, extasiada por los acontecimientos que estarían próximos a realizarse y dio un par de empujones al chico.
—¿No esperaremos a Samuel? —quiso saber Agatha.
La mujer mayor de mirada afable y vestimenta anticuada los estaba mirando con las manos entrelazadas sobre el regazo. Su largo vestido de punto rosado le ofrecía un aspecto de amabilidad y simpatía que a decir verdad no encajaba en absoluto con su verdadera personalidad.
Esos ojos celestes ya no engañaban a ninguno de los presentes; todos sabían de sobra que esa mujer gozaba asesinando jovencitas y más de uno la había visto en acción. Lo hacía de manera violenta y dulce a la vez, las odiaba y amaba de una forma tan demencial que solo aquellos que la rodeaban en esos momentos eran capaces de comprender. Lo hacía quizás en un absurdo intento por extraer de ellas su vitalidad más pueril o quizás solo por la envidia que la corroía tan solo al verles la piel lozana y esos atractivos tan propios en la juventud.
Aquella época dorada que ella había dejado pasar en pos de complacer los parámetros de una absurda sociedad. Era una mujer reprimida que asesinaba para ver si es que así lograba matar a sus demonios de una buena vez.
—Holly dijo que Samuel sería nuestro líder. —Se atrevió a recordarles Delisa.
—¿Nuestro líder? —preguntó Mikel en torno sarcástico. Odiaba tanto a ese tipo, que la sola mención de su nombre lo ponía rabioso—. ¿En verdad serías capaz de llamarlo líder? ¿Alguno de ustedes lo haría?
Todos se quedaron callados. Para la mayoría era un hecho innegable que Mikel, con su sadismo y crueldad extremas bien podría perfilarse como cabecilla de aquella pequeña especie de clan que Holly había formado. Todos le conferían cierto respeto reverencial y, sin embargo, era aún más innegable la maldad de Samuel. A él lo habían visto cometer actos aún más atroces. Era un monstruo desalmado que parecía haber perdido todo vestigio de humanidad en su interior. Y lo que era aún peor, él lo hacía sin ningún tipo de motivación o detonante aparente, por el simple deseo de asesinar. Eso era lo que lo diferenciaba del resto.
—¿Sería mejor esperarlo? —preguntó Anne. Aún se encontraba situada más allá, con Alex en brazos. Miraba a todos mientras acariciaba los cabellos negros del chico.
—No —ordenó Mikel.
—Pero, Holly dijo que... —Delisa no pudo terminar la frase, pues un golpe en la mejilla, impactado con extrema fuerza, la hizo caer en el césped húmedo. Los lacios cabellos rubios fueron a parar a sus ojos. Esta tornó la cabeza en dirección a Mikel, quien la miraba furioso.
—¡He dicho no! —exclamó Este.
La mujer liberó un pequeño rugido de ira y se puso de pie, abalanzándose contra el hombre. No obstante, fue Will quien se encargó de detenerla.
—¡Suéltame, maldito! —gritó ella—. ¡Voy a matarte, hijo de puta! ¡Te mataré! ¡Te mataré!
La risa de Mikel se escuchó por encima de los gritos y las amenazas de Delisa, y a su risa se le unió la de Anne, quien solía reír cada vez que la emoción, el temor o la adrenalina reptaban hasta su cerebro.
—Marchen. Tenemos una tarea que cumplir. —Mikel dio media vuelta y comenzó a caminar en dirección a la enorme casona antigua.
Las ventanas permitían filtrar al exterior un poco de la luz artificial que iluminaba cada pasillo del psiquiátrico.
Y hacia esa luz se dirigieron todos con una colosal sonrisa en los rostros, para transformarla en una aterradora oscuridad.
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