𝟹𝟿. 𝚄𝚗𝚊 𝚟𝚒𝚜𝚒𝚝𝚊 𝚊𝚕 𝙲𝚎𝚗𝚝𝚛𝚘 𝚁𝚘𝚘𝚜𝚎𝚟𝚎𝚕𝚝
—Corro mucho riesgo permitiéndole esto —dijo el hombre regordete que lo llevó hasta el recibidor.
—No me vendrás ahora a salir con tonterías.
La sala estaba silenciosa y a media penumbra. Y aunque Barker había notado desde el principio la falta de personal, las palabras de Robert le impedían pensar en ello.
—No, no se trata de eso, detective. Pero, usted debe saber que muchos son los que desean conversar con ella. Especialmente la prensa. Y si alguno de esos reporteros llegase saber que le permití la entrada, seré despedido.
—Escúpelo de una puta vez, Robert, ¿cuánto más?
El hombre se puso evidentemente nervioso, sin embargo, comenzó:
—Una joven reportera me ofreció doscientos dólares por una entrevista con la mujer caníbal.
—¡¿Doscientos dólares?! Eres un maldito estafador, ¿lo sabías?
—Lo siento, detective. Mi renta es de trescientos y mi salario apenas me ajusta, seguro que lo entiende.
Barker desató un suspiro de fastidio.
—Está bien, con los cien que te he dado antes y esto que te doy ahora termino pagándote tu maldita renta. Ahí lo tienes —refunfuñó Este al tiempo que le extendía los billetes.
El hombre los cogió con avidez y se los guardó enseguida para, acto seguido, hacer una seña al detective que lo miraba con tirria. No obstante, se limitó a seguirlo mientras el hombre lo dirigía hacia un corredor oscuro.
El manicomio era una enorme casa antigua que anteriormente había servido como juzgado del condado y que, con los años y la mala reputación de los encargados del sitio, comenzó a devaluarse hasta convertirse en aquella pintoresca y aterradora institución. Famosa por los pocos pacientes y el pésimo trato de sus empleados.
Se contaban historias sobre los horrendos hallazgos que habían hecho en las inmediaciones del lugar, mismos que poco después salieron a la luz. Al parecer, el lugar había servido como cementerio del antiguo Oyster Bay. Por otro lado, los típicos mitos sobre lugares como ese no dejaban de circular entre la ciudadanía; desde experimentos con humanos, abusos por parte de los encargados y hasta avistamientos de seres sobrenaturales. Bagatelas absurdas que nada se acercaban a la realidad.
Cosa que Michael pudo comprobar a medida que recorría los anchos corredores, entre puertas y puertas que permanecían cerradas por candados invisibles. Los huéspedes del lugar tenían el permiso entero para recorrer el sitio de principio a fin, pero ese día no. Según Robert, los pacientes preferían aislarse en sus habitaciones como si se tratasen de condenados.
Se reunían en el comedor a las horas estipuladas, pero habían dejado de pasearse por el jardín y por toda la casa en realidad. Todos parecían muertos en vida. Nunca el manicomio le había dado tanto honor a su título, aseveró el hombre que vestía el distintivo uniforme blanco mientras lo dirigía sin detenerse hasta la habitación deseada.
—Todo comenzó a cambiar desde hace unos días, cuando esa mujer llegó aquí.
—¿Hablas de la mujer caníbal?
Robert asintió.
—Los pacientes no salen de sus habitaciones desde que ella está aquí.
—Creí que los tenían encarcelados.
Barker frunció el entrecejo.
—No a todos. Solo a los agresivos, que en realidad no son muchos. La mayoría aquí parece más cuerda que usted y yo, se lo aseguro.
—Bueno, aun así, no le veo lo extraño, considerando que esa mujer era toda una psicópata. Incluso un demente, perdido entre su mundo de fantasía, puede darse cuenta de ello.
—Ahí está lo extraño.
—¿Qué?
—Nadie les dijo a los pacientes que esa mujer estaría aquí.
Barker suspiró con disimulo, no solía prestar atención a ese tipo de cosas tan absurdas. Se dedicó a mirar atento todo a su alrededor. El sitio no tenía pinta de hospital en lo absoluto. Únicamente las enfermeras y enfermeros que se paseaban con lentitud de un lado a otro y el horrible olor a alcohol y medicinas, le hacía recordar en dónde se encontraba en realidad.
Se quedó en silencio después del dramatismo de su guía. Le parecía mentira que alguien como él añadiera a un hecho tan simple connotaciones de ultratumba, cuando lo más seguro sería que quizás alguna de las enfermeras hubiese comentado algo acerca del caso de Holly entre los corredores; o tal vez un periódico olvidado en algún sitio.
Razones obvias sobraban.
Subieron unas amplias escaleras y atravesaron un largo corredor. De repente veía a alguna enfermera bostezando por los rincones, un silencioso y adormilado paciente volviendo a su habitación, un par de enfermeros llevándose a una mujer a los baños; el detective no pudo dejar de seguirlos con la mirada. El andar sospechoso con que caminaban era más que suficiente para dudar de sus intenciones. La joven tenía la cabeza totalmente agachada y los largos cabellos rubios y apestosos caían como serpientes muertas. Robert lo miró de reojo.
—No preste atención a esas cosas. Yo no soy de ese tipo, pero con personas como esas es mejor no meterse.
Barker se encogió de hombros, tornando de nuevo la cabeza al frente, ignorando los gritos que se escucharon pocos segundos después.
Doblaron a la derecha, un nuevo corredor, y al final de este la visión de la puerta que le precedía casi lo hizo saltar de gusto. Sentía que habían estado caminando por demasiado tiempo, aunque posiblemente solo se debiera a la extrema excitación que comenzó a sentir desde que se vio frente al enorme portón.
—¿Por qué está encerrada? —quiso saber al mirar la llave bronceada que Robert metía en la chapa.
—Se lo dije, encerramos a los agresivos.
La puerta se abrió con lentitud dando paso a las tinieblas que gobernaban su interior. No había sonido alguno en la estancia, pero la presencia de Holly era perceptible desde afuera.
Robert le indicó con una mano que entrara y aunque Barker dudó durante unos segundos, la curiosidad fue mayúscula en comparación con su propio instinto de supervivencia. De modo que atravesó la penumbra y aguzó la visa para otear en su interior.
Dio un par de pasos hasta chocar con los pies de una cama. Se detuvo. Una ventana filtraba algo de la luz externa revelando la cama individual y el bulto que yacía sobre ella. Barker se quedó mudo ante la imagen de la mujer caníbal ante él. No podía observar su rostro y mucho menos distinguir rasgo alguno en él, pero de alguna manera sentía que ella lo estaba mirando con tanta fijeza. Como observa el león al acechar a su presa.
De pronto las luces se encendieron. El detective tuvo que cubrirse el rostro al sentir el dolor que el golpe de la luz en sus pupilas produjo en ellos, aunque en realidad lo había hecho para no tener que observar por más tiempo ese rostro áspero que nació de la oscuridad y esos ojos que, efectivamente, lo estaban mirando.
No pudo tornar de nuevo la mirada sino hasta que sintió los pasos de Robert aproximándose a la cama, hasta el atril en donde revisó el suero que colgaba de él. Entonces Barker miró el rostro de Holly; se encontraba dormida.
—Está sedada. —Se apresuró a aclarar Robert—. Pero descuide, una inyección más y despertará en un santiamén.
Barker se calmó enseguida, suponiendo que la visión de aquellos ojos imbuidos en maldad no había sido más que un espejismo.
—¿A qué se refiere con una inyección más? ¿Es que la están sedando a cada rato?
—Por desgracia así ha tenido que ser. Dura unos momentos tranquila, hasta que se le pasa el efecto de los sedantes. Entonces se vuelve completamente loca y lo que es peor, agresiva. Muchas de las enfermeras han tenido que aguantar sus golpes. El doctor Brown ordenó que se le sedara. La despertamos solo en ciertos horarios para que pueda alimentarse y hacer sus necesidades, nada más.
Michael abrió los ojos de par en par. No le sorprendía la humanidad nula en los trabajadores de la clínica, lo que le impresionaba era que pudiese hacerse eso con un ser humano. Y se preguntó, a modo de calmar sus ánimos, cómo se llamaría aquella bendita inyección que era capaz de sedar y despertar a una persona a placer. Le habría sido de gran ayuda durante sus dos matrimonios efímeros y fallidos.
Robert comenzó a mover a la mujer en un intento por despertarla. Lentamente Holly comenzó a abrir los ojos. Al principio no había indicio de conciencia en ella, pero a medida que sus ojos se acostumbraban a la luz, ésta comenzó a echar un vistazo a la habitación; una pared blanca con un crucifijo como único adorno. Era la misma imagen que había observado desde que estaba ahí, siendo dopada, dormida y despertada en horarios específicos una y otra vez.
De pronto, su mirada se posó en el hombre que en aquellos momentos se acercó para sentarse en la silla junto a la cama.
—Listo —dijo Robert—. Ya puede interrogarla.
—¿Y cree que voy a poder sacar algo de ella en ese estado? —preguntó él.
El enfermero estaba yéndose a la puerta. No soportaba pasar demasiado tiempo con esa mujer.
—Le aseguro que es mejor tenerla así. Sin duda será mucho más cooperativa que estando en sus cinco sentidos. Ya le he dicho que es una mujer muy agresiva.
Se marchó después de decir aquello, dejando a un Michael fastidiado y sin saber qué diablos hacer con una mujer dopada.
Echó una mirada a Holly. La había visto varias veces en el juzgado y desde luego también en aquellas horrendas fotografías de los diarios amarillistas.
Holly había dejado de contemplarlo con su insistencia habitual y ahora no dejaba de mirar el crucifijo.
—Señora Saemann —murmuró el detective, ni siquiera estaba seguro de que se percataba de su presencia—. ¿Puede escucharme? ¿Entiende lo que le digo?
La mujer caníbal meneó la cabeza sin voltear a mirarlo. Su cabellera rojiza estaba revuelta y le daba un aspecto lunático a su rostro de ojos perdidos.
—¡Maldición! —exclamó al tiempo que se ponía de pie, deslizándose con rapidez en la estancia. Asomó la cabeza al pasillo en donde Robert lo esperaba.
—¡¿Cómo diablos pretendes que interrogue a esta mujer?! ¡Está completamente drogada!
—De todas maneras, no dirá demasiado, es una vieja desquiciada, ¿qué espera obtener de ella, detective?
—¿Detective?
Michael tornó la cabeza nuevamente a la mujer. Aún tenía la mirada perdida, pero no había duda, ella había susurrado algo. Podía darse cuenta por la manera en la que apretaba las sábanas y hacía acopio de fuerzas por mantener su vista fija en algo.
Volvió para sentarse a su lado sin dejar de mirarla. No quería perderse un solo rasgo de aquel rostro compungido, inmerso en un vaivén tan evidente que casi se lo contagiaba.
—¿Holly?
Barker dio un pequeño respingo cuando los ojos de la mujer se fijaron finalmente en él, como si un imán los hubiese atraído de modo violento.
—¿Detective? —murmuró ella, su voz brotaba entintada por una mezcla entre inconsciencia y sobriedad.
—Señora, necesito hacerle unas preguntas.
—¿Detective? —volvió a preguntar ella.
—Sí, soy el detective Barker. Necesito de su ayuda. —Maldita zorra caníbal, pensó mientras su paciencia decrecía.
—¿Detective?
Barker se reclinó en la silla dejando escapar un sonoro suspiro de fastidio. Después de todo, aquello había sido una total pérdida de tiempo y de dinero.
—¿Dejarás morir a tu inocente, acaso?
—¿Qué dice?
—Detective... aún queda uno más, ¿lo recuerdas?
Michael frunció el ceño, entregado por completo a las palabras de Holly. Intentando sacar toda la información posible que pudiera exprimir a sus disparates.
—Hablas de Hagler, ¿no es así?
—¡Tú! —gritó ella. Aunque Barker no se inmutó en lo absoluto. Y no se debía a que esa mujer no le causara nada, más bien era debido a un excelente dominio de sí. Algo que había ganado con los años, salvo en contadas excepciones que prefería no recordar—. ¡Me dejaste aquí! ¡Me entregaste a estos malditos!
—¿De qué está hablando?
—Samuel. ¡Samuel! —exclamó Holly después de mirar con detenimiento el rostro de Michael.
Cuando sus ojos pudieron mantenerse fijos en él, la mujer se abalanzó en su contra con una furia desmedida. El detective logró esquivarla sin esfuerzo alguno. Le bastó con ponerse de pie en el momento adecuado para que la regordeta mujer cayera de cara al suelo.
Robert entró de inmediato al escuchar el estruendo del cráneo de Holly chocando con el suelo de linóleo.
—¡Qué diablos! —exclamó al tiempo que corría para prestarle auxilio a la mujer caníbal. Al instante una comitiva de enfermeros se hizo presente en la habitación. Intentando todos devolver a Holly a la cama, entre jadeos y resoplidos.
Barker esperó en el pasillo a que todos terminaran de atenderla. Le importaba poco o nada lo que sucediera con esa mujer, de modo que, aprovechando la distracción del personal, se encendió un cigarrillo.
Cerró los ojos para degustar de la picante sensación que quedó impregnada en su garganta. Los pulmones dolían de vez cuando al pasar el humo. Y cada vez que eso sucedía, Barker sonreía entusiasmado con la idea de que finalmente había sucedido: su pésimo hábito adquirido desde los doce años terminaría por asesinarlo. Lo prefería a continuar más tiempo con aquella vida recoleta, encerrado en ese asqueroso pueblo del que no podía marcharse. Era un hombre de hábitos arraigados, y su lugar de origen, por mucho que le avergonzara admitirlo, era lo más importante para él.
Robert salió al poco tiempo. Estaba sudando y apretaba con fuerza su brazo derecho.
—Tuvimos que sedarla de nuevo.
—Pobre, si no estuviera tan gorda quizás me habría pescado.
—Y ahora tiene un chichón enorme en la frente. Si mis superiores se enteran de esto me asesinarán.
—Descuida, te aseguro que a nadie en este pueblo le interesa qué suceda con ella. Todos la detestan.
Robert guardó silencio, asintiendo condescendiente.
—No puede fumar aquí —dijo sin expresión en cuanto notó el cigarrillo.
—De todas maneras, ya me iba —murmuró este y comenzó a caminar por los pasillos, deteniéndose a mitad—. ¿No vas a guiarme de regreso?
El enfermero dio un salto y emprendió la marcha. Estaba confundido, por alguna razón el detective parecía más cínico que de costumbre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro