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𝟸𝟿. 𝙹𝚞𝚎𝚐𝚘, 𝚜𝚎𝚝 𝚢 𝚙𝚊𝚛𝚝𝚒𝚍𝚘

Holly enterró los restos de tigre en el jardín trasero; aquel maldito can bravo que cientos de heridas le había hecho desde que Boris lo llevara a casa. Lo hizo sin poder dejar de derramar todas las lágrimas que ahogaban su corazón, y no por ese horrible animal; por él no sentía ni la menor chispa de aflicción. Sin embargo, después de ver el cuerpo rígido de su hermano llevado en brazos hasta la cajuela del destartalado Hikari, era inevitable no sentirse destrozada.

Deseaba decirle tanto o al menos depositar un último beso en su frente pálida, abrazarse a su cuerpo que seguramente comenzaba a enfriarse. Mirar de cerca a ese rostro fino que en vida siempre estuvo fruncido por el desagrado.

Habría dado cualquier cosa por volver a verlo un segundo más. No obstante, Vicky se lo impidió con un movimiento ágil. La sostuvo por la coleta en cuanto la vio salir disparada hasta el garaje.

—¡Vuelve al jardín! —exclamó la mujer. Tenía el maquillaje corrido y las grotescas manchas bajo los ojos le daban un aspecto aterrador.

—¡Déjame decirle adiós! —exclamó la joven.

Vicky clavó sus gigantescas uñas pintadas de rojo en el exangüe bracito de la chica, impidiéndole que diera un paso más. Y aunque Holly rogó, vociferó maldiciones e intentó por todos los medios deshacerse de aquel agarre, le fue imposible llegar hasta Christopher; que, ante su mirada anegada en llanto, fue llevado lejos por ese malnacido que habría de odiar hasta el día en que la vida le obsequiara la oportunidad de una venganza.

—¿Ya hiciste lo que te ordené? —inquirió la mujer. Holly no pudo responder, dejó que sus piernas cedieran a la tristeza y se desplomó frente a la puerta del garaje—. ¡¿Hiciste lo que te mandé hacer?! —gritó ella.

—No... —susurró la joven.

Vicky la obligó a ponerse de pie, halando de su cabello castaño hasta que el cuero cabelludo comenzó a arderle.

—Ve inmediatamente a enterrar a ese mugroso perro —señaló con prudencia—, y más te vale que no comentes una sola palabra al respecto. Si es que deseas que la memoria de tu hermano quede intacta, ¿entendiste? Lo que acaba de ocurrir no debe nunca salir de tus labios. ¡Jamás! ¡¿Holly?! ¡JAMÁS!

¡Jamás!


... Nona no dejaba de mirar a Holly Saemann por el rabillo del ojo. De un momento a otro se había quedado petrificada, como si algo la hubiese llevado muy lejos del lugar.

El abogado acusador, Ryan Bradbury, proseguía con su discurso inicial.

—De esa manera, comprobaré mediante pruebas forenses; que la señora Saemann enterró más de quince cadáveres en su patio trasero, entre ellos un par de menores, de quince y diecisiete años. Y cómo es que dichos crímenes fueron hechos a conciencia, agravados por un hambre brutal de carne humana y su apariencia de mujer benévola ante la sociedad.

La abogada dejó escapar un pequeño y bien disimulado suspiro de cansancio. Tenía un as bajo la manga, y estaba segura de que ganaría el caso.

Como era de esperarse, la primera sesión transcurrió de manera aburrida. Como solían serlo estos casos de asesinato. Ambos abogados se disputan desde el comienzo las capacidades mentales del agresor. Es una pieza importante cuando se ha comprobado sin ningún tipo de duda que, en efecto, el acusado ha cometido los crímenes que se le imputan. Nona lo sabía muy bien, y el abogado Bradbury también. No se trataba de un juicio por defender o comprobar la culpabilidad de Holly, sino una carrera a contrarreloj para demostrar, sin ningún atisbo de incertidumbre, que esa mujer estaba loca, o cien por ciento cuerda.

—Tiene la palabra la abogada defensora —dijo el juez mientras observaba a Nona.

Esta se puso en pie, ni siquiera miró a Holly, de haberlo hecho, se habría percatado de que en esos momentos la observaba con una fiereza desmedida. Como si intentara advertirle algo.

—Muchas gracias, señoría. —La mujer caminó hacia el estrado, en donde se ubicó frente al jurado que la observó con cierta repulsa. Era evidente que no tenían un buen concepto de ella, sin embargo, se sentía confiada pese a ese obstáculo—. Señores del jurado. Durante este proceso jurídico, mi colega, el señor Bradbury, intentará demostrar que mi clienta, Holly Saemann, comprende a la perfección las consecuencias de sus acciones. Sin embargo, yo he elaborado un compendio de pruebas irrefutables que demuestran lo contrario. Comenzando con un detonante que se activó en su cerebro a edad muy temprana. Demostraré, mediante exámenes y pruebas, realizados por psiquíatras de todo mérito, los cómos y los porqués que tanto desean y necesitan comprender los miembros del jurado. Así como la sociedad entera. Una vez que se esclarezcan estos hechos de profunda relevancia, todos los aquí presentes mirarán con nuevos ojos a mi clienta; una mujer marcada por la tragedia y la desdicha de crecer en un ambiente miserable, a cargo de padres negligentes. Entonces reforzarán mi petición de que sea enviada a una clínica psiquiátrica.


Los presentes comenzaron a cuchichear por lo bajo sin dejar de ver a la abogada que volvió a su sitio de la misma forma serena y segura con la que se condujo durante su breve introducción. Todos se preguntaban de qué manera podrían llegar a simpatizar y hasta comprender a un ser tan salvaje y frío como Holly.

La abogada tomó un sorbo de agua y se reclinó en su asiento sintiendo la penetrante mirada de su clienta, quien apretaba los puños con una furia contenida. No deseaba mirarla, si lo hacía, sabría Dios lo que sucedería con ella. No podía sentirse a salvo solo por encontrarse rodeadas de personas. El poder que Holly poseía estaba muy por encima de todos los ahí presentes y, no obstante, era incapaz de escapar de aquella prisión. Le parecía extraño, pero no podía dejarse convencer por la tentadora idea de creer que quizás Holly no era tan fuerte como había pensado que solo era capaz de hacer uso de sus capacidades —que sabía bien que poseía­—, únicamente cuando no había testigo alguno de ello.


El juez ordenó un breve receso de diez minutos para que los abogados terminasen de preparar las preguntas que harían a sus testigos, y se verificara que todos habían asistido. Holly fue llevada por un guardia a una habitación contigua en la cual, Nona no pensaba entrar en absoluto. Esperaba que una vez dentro de aquel hospital, Holly terminaría por darse cuenta de que todo cuanto ella revelaría en el juicio tenía una razón de ser. Que no podría ganar el caso si no utilizaba todas las armas disponibles.

De modo que resolvió por salir unos momentos del recinto y esperar pacientemente en el corredor a que los minutos terminasen de pasar. Sin embargo, la mujer no se sintió tan cómoda después de ver la figura varonil y siempre enigmática de Brent Hagler, quien en esos instantes salía del lugar para dejarse caer en uno de los tantos asientos de madera que adornaban los pasillos. Parecía inmerso en sus propios pensamientos, y ni siquiera había notado su presencia.

—¿Lograste encontrar una verdadera prueba? —preguntó ella con tono nervioso.

Hagler pareció sorprenderse al mirar el rostro afligido de la abogada. Se puso de pie y se aproximó a ella, sentándose a su lado.

—¿En verdad crees que podría hacerlo? —preguntó.

Nona se sintió abrumada por esa mirada repleta de desilusión.

—Sé que podrías hacer cualquier cosa, Brent.

—Nada más alejado de la realidad —sonrió él—, no tengo más que pruebas de fantasmas, manos que se regeneran como por arte de magia y un cómplice con un pasado intachable. ¿Qué hecho podría sostenerse con tan lamentables pruebas?

—Sabes bien que todo eso es verdad.

—Pero ¿lo creerán ellos? ¿Estarías dispuesta a revelar la verdadera naturaleza de Holly? ¿A contarle a esos hombres que detrás de Saemann yace un ente de características demoniacas? —Hizo una breve pausa—. ¿Estarías tú dispuesta a entregar a su cómplice, después de liarte con él?

Nona abrió los ojos de par en par.

—¿Qué dices?

—Samuel es un hombre peligroso. Me sorprende que te encuentres en perfecto estado después de...

—Jamás me he liado con él... al menos, no de la manera en la que estás sugiriendo.

Un leve chillido se escapó de sus labios, pero Hagler no iba a caer de nuevo ante su actuación. Por más perfecta que esta fuera.

Dejó escapar un leve suspiro de incredulidad.

—¿No me crees? —le reprochó ella—. De todas maneras, ¿qué puede importarte a ti con quién me involucre? Tú me dejaste.

—Lo hice por ti.

—Por mí habrías luchado en vez de acobardarte después de darte cuenta de que lo nuestro sería tan difícil. Yo estaba dispuesta a luchar por lo nuestro, elegí hacerlo, me arriesgué... y así fue como me lo pagaste.

El detective iba a decir algo, sin embargo, un carraspeo lo obligó a elevar la cara. Ante él, se encontraba la figura altanera del detective Barker quien, ni siquiera ahí, tenía la mesura de tirar el cigarrillo.

—¡Hagler, qué alegría verte aquí! —exclamó de manera fingida—. Pero ¿no me presentas a tu acompañante?

Nona se puso en pie y dio media vuelta, no sin antes dirigir a Brent una última mirada llena de aversión. El detective tuvo el impulso de ir tras ella, pero no lo haría, había jurado no volver a verla; además, estaba el hecho de que Barker se encontraba ahí.


El detective se sentó a su lado y echó una bocanada al cigarrillo.

—¿Te has involucrado con ella? —quiso saber. Brent no respondió—. ¿Sentimentalmente? —el hombre enarcó una ceja al recibir una vez más el silencio de Hagler, que decía mucho más que mil palabras—. ¡Vaya! Es demasiado arriesgado lo que haces, ¿sabes? No puedo culparte, sin embargo, es mujer está como quiere. Desde luego que, cosas como estas le quitan poco o nada de sueño a un hombre como tú. Entre todos los detectives que conozco eres el mejor.

—Qué curioso, ya que se dice que tú has logrado incluso superarme.

—¡Tonterías! —replicó este, y su semblante pasó de la burla al enojo—. Son estúpidos los que dicen eso de mí. Solo quieren que me conforme con lo que he llegado a lograr. Pero no les daré el gusto, ¡malnacidos, hijos de puta! —replicó.

—Debo irme.

—¡Espera! —Brent lo miró, cansado—. ¿Por qué esa fascinación por ese hombre?

—Sí, sabía bien que me harías seguir.

—En serio, Brent. Sabes que te estimo y no quisiera que te inmiscuyeras más de la cuenta. Jamás supe que eras del tipo allanador.

—¿Acaso no lo has hecho tú?

—Sí, pero todos saben que soy un maldito. En cambio, tú... ese hombre debe ser muy importante para ti.

—¿Y?

—En realidad me importa poco si tienes una obsesión insana con ese tal Samuel Collins, ni el por qué es tan valioso para ti, lo que quiero saber es: ¿debería ser igual de importante para mí?

Hagler se mojó los labios, disimulando a la perfección el nerviosismo que comenzaba a consumirlo desde adentro.

—No sé a qué te refieres —dijo al tiempo que se levantaba.

Barker lo tomó del brazo.

—Samuel Collins... es mi asesino, ¿no es así?

—¿Qué? ¿Ahora quieres que yo resuelva tus casos?

—No, Brent. A decir verdad, creo que ya lo he resuelto, pero, mi duda aquí es, ¿qué tiene él que ver contigo?

Hagler no quiso responder más. Se deshizo del agarre de Barker y comenzó a caminar en dirección al juzgado.

—No me digas que no encontraste nada anoche, porque me sentiría profundamente desilusionado.

—Bueno, Barker. Para mi fortuna, me interesa un carajo tu desilusión.

Barker esbozó una media sonrisa, observando a Brent mientras se perdía tras las puertas de madera oscura. Dejó caer la colilla del cigarro y se puso de pie, sonriente. Quizás estaba a punto de descubrir algo estupendo.



Nona se sentó en su sitio, esperando a que Holly fuera llevada hasta allá

Cuando el rostro regordete de la mujer apareció tras aquella pesada puerta, la mujer sintió un escalofrío en todo el cuerpo. Finalmente se había decidido a hacer contacto visual con ella; un error gigantesco, porque en cuanto sus miradas se encontraron la abogada comenzó a sentirse sofocada, como si fuese incapaz de llevar algo de oxígeno a sus pulmones. Bien se tratase de sugestión, o bien debido a un extraño influjo por parte de la mujer caníbal, pero Nona comenzaba a darse cuenta de que se estaba metiendo en un problema serio al pretender mover los hilos del futuro de Holly.


A pesar de saber a la perfección que lo hacía por su bien, no estaba del todo segura de que ella llegaría a comprenderlo.

—¿En verdad quieres hacerlo? —murmuró Holly, aunque su voz, pese a su debilidad, se escuchaba autoritaria.

—¿De qué hablas?

—Mi pasado... ¿en verdad hurgaste en él?

—No tendría forma de hacerlo. 

Holly frunció el ceño.

—Aun así, tu discurso inicial... suenas tan convincente, me pregunto qué te hace sentir tan segura.

Nona carraspeó antes de responder.

—Tú misma lo has dicho. No soy una buena abogada, pero tengo dotes que lograrían cualquier cosa, ¿no es así?

—¿Acaso te has acostado con todo el jurado? Solo para eso sirves, ¿verdad? O, mejor dicho, es un hecho que solo para eso te buscan.

La abogada pasó saliva y con esfuerzos se obligó a sonreír.

—Descuida, quedarás en libertad, ¿de acuerdo? No importa cómo, pero lo harás.

—Más te vale que así sea —amenazó la mujer mientras acercaba su rostro al de Nona.

El primer testigo era un prestigioso psiquiatra, llevado a Oyster Bay desde Nueva York. Un amante de las mentes asesinas y por supuesto, un gran compañero de Nona. Juntos habían logrado llevar a clínicas especializadas a algunos de los más temibles asesinos seriales y desde luego que esperaban que esta no fuese la excepción.

Hagler hizo su aparición unos segundos antes de que el juez volviera a su sitio detrás del estrado, para dar por comenzada la etapa de interrogatorios.

El doctor Alexander Griffin era un hombre delgado de tez clara y ojos castaños. Tenía una nariz aguileña y rasgos delicados, mismos que aunados a su falta de peso, lo hacían ver como un hombre delicado y débil.

Acomodó las gafas que solían resbalar por su nariz y tomó su lugar en el estrado. Nona se puso de pie en seguida.

—Doctor Griffin. Tengo entendido que posee una profunda experiencia en asesinos seriales.

—Son mi especialidad —respondió este con extrema serenidad.

—¿Podría darnos una idea más amplia sobre lo que es un asesino serial? Es decir, un ser humano que asesina de manera premeditada y a conciencia a otro ser humano.

—Hay muchos tipos de asesinos seriales. Aunque hay un patrón que corresponde a la mayoría, y eso es la intención premeditada de causar un severo daño físico a sus víctimas, con el objetivo de llegar a lo fatal.

—¿Puede decirse entonces que un asesino serial rara vez actúa de manera arrebatada?

Hagler movió la cabeza en negativa.

—Puede darse el caso, pero es poco común. Se les suele atribuir un coeficiente intelectual por encima de la media, lo que les permite entretejer trampas complicadas con el fin de aprisionar a su víctima.

—Usted ha analizado el perfil psicológico de mi clienta, la señora Saemann, ¿no es así?

—Durante cinco semanas, así es.

—¿Qué me puede decir sobre ella?

El doctor entreabrió los labios, mirando a la mujer que no le quitaba los ojos de encima. Entonces, por primera vez, comenzó a ponerse nervioso.

—Veo... —comenzó—, veo muy poca similitud en su comportamiento con los de un asesino serial consciente.

—¿Por qué lo cree?

—El encanto de un homicida consciente es precisamente su ingenio para crear métodos sofisticados y eficientes para atrapar a sus víctimas. La señora Saemann lo hacía de manera exacerbada, sin planear nada. Otro aspecto importante por relucir es la ausencia de aparatos de tortura o cuartos especiales en su domicilio. Del mismo modo, el hecho de que no hay un modus operandi, tanto en la ejecución, como en la elección de sus víctimas, quienes no corresponden de forma alguna por sexo, edad, o características raciales.

—¿Cree que Holly Saemann es víctima de una enfermedad mental?

—Este tipo de asesinos seriales que, además de una crueldad desmedida, se les atribuye actos macabros como lo es la antropofagia, son excepcionales. Y es aquí en donde el juicio de la señora Saemann es puesto en duda.

El jurado comenzó a balbucear, lo mismo que los presentes en el recinto. Para todos era un hecho que el deseo de Holly por la carne humana ponía en tela de juicio su salud mental. Sin embargo, nadie deseaba aceptar aquella verdad por el simple y llano hecho de que deseaban verla muerta, ejecutada por inyección letal o algo peor.

—¿Puede ser posible que la infancia de mi clienta tenga algo que ver con sus actos posteriores?

Holly apretó el puño y rechinó los dientes. Un gesto que Brent no pasó por desapercibido.

El doctor volvió a acomodarse los lentes y, con un gesto intelectual prosiguió:

—No solo lo creo posible; estoy seguro de ello...

Nona dejó escapar una disimulada sonrisa. El plan comenzaba a trabajar sin necesidad de forzarlo.

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