𝟷𝟼. 𝙲𝚒𝚌𝚊𝚝𝚛𝚒𝚌𝚎𝚜 𝚍𝚎𝚕 𝚙𝚊𝚜𝚊𝚍𝚘
Hagler arrojó con premura la pequeña pila de papeles que acababa de sacar del auto y se dirigió hacia la alcoba para cambiarse de ropa. Aún debía pasar al departamento de Nona y buscar algo con lo que pudiera salir del hospital dado que la había llevado solo con una bata diminuta de satén que había encontrado en su habitación la noche anterior.
Una vez que se sintió listo, volvió tras sus pasos en busca de las llaves, removiendo los documentos y fotografías que había dejado esparcidas en la mesa del comedor. Sin embargo, su hallazgo lo dejó perplejo.
Los dedos se le aferraron a una hoja vacía que tenía pegada la escalofriante nota que le entregara Holly. Aquella que hacía referencia a un posible inocente que aguardaba por su rescate o su muerte.
Cuando volvió a leer aquellas líneas se sintió como un estúpido. Había olvidado por completo sus intensos deseos de ayudar al prójimo. Aquella obsesión por las víctimas se estaba disipando de modo espantoso para él, convirtiéndolo en un hombre del todo desconocido.
Se sentó en una de las sillas a su alcance y respiró hondo al tiempo que restregaba su rostro con ambas manos. Parecía cansado. Toda la alegría de saber que Nona se encontraba en perfecto estado de salud, así como los pensamientos que no dejaban de transitar por su mente con las imágenes de lo que haría con ella una vez que se recuperase del todo, comenzaron a hundirse en un mar lívido.
¿Qué diablos estaba haciendo?
El juicio sería en un par de días y él solo estaba perdiendo el tiempo, enamorándose hasta la médula como un colegial en verano.
Se mordió el labio inferior con nerviosismo y volvió a leer la nota. Un vacío estremecedor se apoderó de él por completo al obligarse a aceptar que no tenía ni la menor pista que pudiera ofrecer a la fiscalía para comprobar que Holly estaba en sus cabales al cometer los asesinatos. Tampoco tenía algo que la conectara de forma directa con Samuel; ni siquiera tenía pruebas que avalaran las sospechas que tenía hacia él como el posible cómplice de la caníbal. Sabía bien que sin el diario estaba jodido por completo.
¿Y aquella víctima? ¿Se encontraría aún con vida? ¿Sería alguien desaparecido recientemente? ¿Acaso ese Samuel se había encargado de continuar con el trabajo que Holly había iniciado?
Brent se levantó lleno de furia. Apretó con fuerza el papel hasta que de sus manos brotaron finos hilillos de sangre que ensuciaron la nota. De pronto, sin pensarlo siquiera, comenzó a golpear la mesa con los puños, provocando que las hojas y las fotografías cayeran al suelo, como una lluvia ácida que manchó todas sus esperanzas y razonamientos.
No pudo evitar mirar las fotografías de cada una de las víctimas de Holly Saemann a través de los años. Hombres y mujeres que lo miraban con sus sepulcrales ojos llenos de una rabia acusatoria. Rostros sonrientes que cientos de veces tuvo que observar pegados a los postes de luz, a las tiendas de abarrotes, en cada rincón y espacio de aquel maldito pueblo. Y también pudo ver tras aquellas caras, las horripilantes efigies de sus muertes prematuras. Tripas, torsos, rostros mutilados, miembros imposibles de identificar, ojos humanos y dedos que parecían apuntarlo como jueces despiadados.
Brent Hagler se sintió culpable de aquellos asesinatos que habían ocurrido prácticamente en sus narices. Abrumado y repleto de ira hacia sí mismo, no notó ni mucho menos pudo evitar que sus manos encontraran el camino al cajón de los cuchillos, tomó el único que tenía y lo apretó con fuerza.
Miró una vez más las fotografías regadas en el suelo del comedor; los ojos lo observaban, lo juzgaban, lo acusaban.
Respirar era un trabajo agotador para él en esos instantes.
Se descubrió un brazo y rasgó el vendaje que llevaba siempre en ambas extremidades. No gritó, ni siquiera cuando los goterones rojos comenzaron a manchar con rapidez la loza y sus zapatos, parecía fuera de sí, por completo descolocado. Pero el sonido del cuchillo al caer, rápido y estruendoso, lo obligó a volver a la realidad de lo que acababa de hacer.
Se llevó la mano culpable a la herida que acababa de hacerse en el brazo izquierdo y corrió hasta el cuarto de baño para atenderla. Ahí, frente a su propio reflejo, el detective comenzó a llorar como hacía tantos años que no lo hacía. Bajó la cabeza para mirar la herida; en su brazo había cortadas de mucho tiempo atrás, cuando no era más que un joven con problemas de adaptación. Él creía que las sesiones con su psicóloga habían servido hasta entonces, después de treinta años.
Nona se puso la bata que la enfermera le había entregado. La habían dado de alta una hora atrás y no podía continuar en la habitación, de modo que se encontraba en la incómoda sala de espera, intentando cubrirse las piernas y el pecho de las miradas indiscretas.
Según le informaron, el detective Hagler la había llevado ahí, y planeaba volver por ella con una muda de ropa. Sin embargo, cada segundo que pasaba en el hospital le parecía extrañamente consolador, incluso pese al hecho de encontrarse semidesnuda frente a todos, o de las miradas que la recepcionista no dejaba de arrojarle, como petardos ponzoñosos que pretendían herirla de muerte. No le importaba, cualquier cosa con tal de no volver al departamento en donde quizás aquella sombra espeluznante la estaba esperando.
No obstante, toda su tranquilidad se esfumó en un segundo cuando el sonido del ascensor llamó su atención y, tras aquellas puertas metalizadas observó el rostro pétreo y frío de Samuel, quien, como si ella se tratara de una especie de imán, dirigió sus ojos hacia ella.
Sin razón alguna, Nona sintió que se le congelaba el corazón con esa mirada. Y más aún cuando este comenzó a caminar hacia ella, tal y como si hubiese estado buscándola y supiera de antemano que iba a encontrarla ahí.
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