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Como cualquier otro día de diario, caminaba por las calles vacías de siempre, a la hora de siempre. Marqué el número de emergencia en mi teléfono y dejé el dedo lo más próximo posible al botón de llamada, por si acaso alguien me atacaba en medio de la noche. Para llegar a casa desde el trabajo tenía que cruzar una zona plagada de bares y mala gente, aunque gracias al cielo ninguna de esa gente estaba fuera.

Caminaba dando pasos largos, a zancadas, escuchando las músicas provenientes de los locales que se mezclaban en mi oído. También oí algunos gritos, pero los ignoré, pensando que venían del interior de alguno de los establecimientos. Apreté el paso y seguí andando sin mirar atrás. Los gritos se intensificaron cada vez más, cada paso que me acercaba a la esquina de un edificio. No le di mucha importancia, al fin y al cabo ya había pasado muchas veces por ahí y no me había pasado nada, ¿verdad? Seguí hacia delante.

—¡Eh, tú! — me chilló alguien. No me di por aludida. — ¡Tú, putita! ¿Eres amiga de este bastardo?

Caminé, pasando de largo. Un hombre se puso delante de mí. Vestía con ropa oscura, tenía barba y el tufo a alcohol era notable a seis metros de distancia. Me hizo parar en seco, me dio un pequeño empujón y se rió.

—¿Eres amiguita del hijo de puta aquel? — señaló con la barbilla a alguien.

Tragué en seco, tratando de mantener la calma. — N-no.

— Entonces, ¿a qué vienes? — me preguntó, acercándose a mí. — ¿Vienes a divertirnos? No hace falta que mientas, no eres la primera que viene para ayudar a ese bastardo.

Di un par de pasos hacia atrás, preparada para echar a correr. Pero me di contra algo. Inmediatamente me giré: era otro hombre, el doble de corpulento que el otro, que me miró lleno de rabia.

— De-dejadme, sólo he pasado por aquí de casua...

Ahogué un grito. El hombre que tenía en la espalda me agarró por la cadera, así que empecé a agitarme.

—¡O cumples el trato o nos quedamos con ella! — Gritó el otro hombre, escupiéndome directamente a la cara.

Pude ver a un chico acercándose. Calzaba unas botas negras, llevaba un gorro del mismo color y por su expresión de ''odio el mundo'' supuse que estaba a punto de sacar una navaja y matarnos a todos. Sin embargo, suspiró y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta de cuero.

— Haced lo que queráis con ella, no la conozco. — Soltó.

Entonces el hombre me agarró más fuerte, y por tanto empecé a patalear más fuerte, a intentar zafarme de él. Miré al chico con rabia. Le reconocí: era el teñido que estaba de vez en cuando se sentaba en el bordillo de la acera, cerca de un local cerrado y lleno de graffitis. Uno de los hombres, el que me escupió, me agarró por los tobillos. Grité, desgañitándome, pero lo único que conseguí fue que el teléfono se me cayera al suelo. Mierda, estaba perdida. De repente me dejaron caer al suelo, y sin todavía recuperarme del golpe, intenté salir corriendo. Me volvieron a agarrar, voltear e impedir el escape. En un abrir y cerrar de ojos, un hombre estaba encima de mí. Volví a chillar, esta vez histérica.

— Si no te quedas quieta, te mataré, ¡puta!

Me tapó la boca con una de sus enormes y sucias manos. Las lágrimas ya mojaban mis mejillas y un dolor punzante en el pecho no me dejaba respirar. Me ahogaba en mis propias lágrimas cuando escuché unos pasos. Alguien corría. Era el chico del pelo turquesa. Le vi abalanzarse sobre el hombre que tenía sobre mí. Le agarró por el cuello tan fuerte que casi lo asfixió. Me fue fácil empujarlo de una patada hacia un lado. Gatee rápidamente hasta mi teléfono, lo cogí y empecé a correr a toda pastilla. Alguien me detuvo con un placaje que me tiró al suelo con un golpe seco. Me rebotó la cabeza en el asfalto de la carretera al golpearme. Me hice un ovillo al ver que el hombre gordo intentaba darme unos puñetazos. Sentí que golpeaba mis brazos, pero al cabo de unos segundos, ya no estaba ahí. El chico del gorro le había dado una buena patada y le había dejado tirado en el suelo. Abrí los ojos, después de unas milésimas de estado de shock me quedé ahí, mirando al peliverde pelearse con el individuo. Jadeaba mientras miraba el cuerpo del hombre en el suelo, que había alzado las manos en sinónimo de rendición.

Posteriormente el chico se acercó a mí y me cogió por las muñecas. Me levantó sin apenas esfuerzo. Pude ver de cerca su cara, su piel pálida, sus ojos oscuros levemente delineados con negro y sus labios rosados. No dejó de agarrarme de las muñecas, ni siquiera cuando el tío de la barba se acercó a él para darle un puñetazo que recibió sin quejarse. Tiró de mí, obligándome a correr.

Sólo vi su espalda durante unos cuantos minutos, durante unas cuantas calles. El hombre no nos había perseguido, al menos no nos había seguido hasta donde estábamos. El chico caminó despacio de golpe, estuve a punto de chocarme con él. Se paró, se tambaleó, y en un pestañeo, tuve que detener su caída.

Literalmente, había caído en mis brazos.

Me puse de rodillas en el suelo, apoyando con cuidado su cabeza en mi regazo. Tenía golpes en los pómulos, sangraba de la nariz y un párpado estaba más hinchado que el otro. En un apuro, agité sus brazos y le dí golpes en los hombros. Yo aún lloraba presa del pánico, así que histérica, acerqué mi oído a su pecho, intentando escuchar el latido de su corazón. ¿Y si estaba muerto? No escuché ni noté nada. Traté de encontrar su pulso como una loca, y eso que no tenía ni idea de cómo hacerlo.

— Vamos, vamos, no me digas que estás muerto... — sollocé. Empecé a agitarlo, agarrándole por la chaqueta. — Despiértate, ¡despierta!

Abrió los ojos con lentitud. Parecía incapaz de sujetar el propio peso de su cabeza. Respiraba con dificultad, y yo, en cambio, suspiré de alivio y sentí que el aire se volvía puro de repente. El chico estaba muy desorientado, pero aún así, gruñó.

— ¿E-estás bien? — pregunté.

Se llevó la mano a la nariz. — ¿Acaso no lo ves? Ugh, joder... Qué asco...

Se reincorporó muy rápido. Volvió a tambalearse, tropezó con sus propios pies y yo volví a frenar su caída. No dejaba de gruñir.

— ¿Quieres que llame a una ambulancia? — pregunté después de un rato. El chico se había acomodado en mis rodillas. Me parecía lo más incómodo del mundo, tanto la posición como el silencio que había entre nosotros. No me había atrevido a irme de allí por miedo a que me derribase de una patada o algo, tal y como había hecho con aquellos tipos.

Dejó de taparse la cara con las manos y dijo: — No. Ni se te ocurra.

— Oye... gracias y todo eso pero... quiero irme. Y tú... no me dejas.

No hubo respuesta.

— Es tarde y tengo que llegar a casa...

Bufó una vez más y se levantó. Se sacudió la suciedad de los pantalones, colocó bien su gorro y se sorbió la nariz. Yo le imité, pero en vez de asegurarme de que mi nariz no sangraba, me sequé las lágrimas. Aún tenía las mejillas húmedas.

— Gracias, esto... ¿cómo te llamas?

No respondió. Me quedé mirándole con cara interrogante, aunque pasé a tener algo de pena, sí. Pena porque la hermosa cara que tenía estaba llena de golpes y sangre. Al menos no parecía tener la nariz rota.

— Puedes llamarme Suga. — Dijo sin más.

— Pues... gracias, Suga. — sonreí a modo de agradecimiento, aunque podía haber evitado desde un principio la pelea si no hubiese dicho eso de "haced con ella lo que queráis".

Se encogió de hombros. — De nada.

Empezó a caminar, dándome la espalda. Casi amanecía, y en vez de correr a casa, me quedé mirando cómo se iba a saber dónde.

Hasta de espaldas parecía una obra de arte.






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