Capítulo 4
—¿Me ayudas a desempacar, pulga? —le pregunto a mi pequeñín.
—¡Claro que sí! —responde con ánimo de porrista.
Le sonrío a mi peque, y me olvido de tristezas.
—¡Muy bien! —digo, aplaudiendo con propósitos y metas que cumplir—. ¡Vamos a trabajar!
Mi cucaracha se mueve, veloz como un rayo, por toda la casa. Está emocionado. Está explorando hasta el más mínimo rincón de nuestra nueva y perfecta casa. Es feliz como una lombriz. ¡El sueño ha sido historia! Me alegro de verlo así: todo motivado y de un humor digno de una estrellita de oro; aunque sé que esas cosas le castran a morir, le daría una sin temor a recibir un zapato volador, o una mirada gélida de su parte... Sí, cuando se enfada se pone violento, terco y necio. Como su madre. Si su padre era un cabezota, yo le llevaba delantera. Cuando el enfado arriba a su cabeza se pone igual que su madre: orgulloso y rehacío a aceptar cualquier opinión que no sea la suya.
Si yo soy insoportable, imagínense cómo es él.
Quizá deba consultar a su psiquiatra sobre eso. Pero algunas cosas es mejor ocultarlas en una caja, llevarlas con nosotros la mitad del camino, y tirarlas en alguna parte sin recelo a mirar atrás durante nuestro autodescubrimiento.
Cosas como esas temería que Cameron desapruebe si él estuviera vivo.
Desempacamos las cajas esparcidas por la casa con nuestras pertenencias: libros, cuadernos, los dibujos de Duncan, lápices de colores, plumones, pizarras de tareas, zapatos, ropas y mi maquillaje. Ah, y uno que otro secreto... que mantengo oculto en una caja de zapatos especial color roja. Pero eso es algo de lo que Duncan jamás deberá enterarse.
No me siento culpable por mantener algunas cosas abajo de la almohada o la cama. Todos tenemos secretos, cosas que preferimos mantener alejadas de nuestros seres que amamos, por el bien a su paz mental. Mi hijo también tiene sus propios problemas y secretos con los que lidia día a día; cosas que piensa, que yo no sé de él, pero que mantengo bajo control con los pocos recursos que me quedan, para luchar contra sus demonios.
Aunque..., je, yo siempre tengo un as bajo la manga. Y siempre le he enseñado a Duncan a tener un as bajo la manga, cuando todos te creen derrotado y/o humillado. Si algo ha aprendido mi niño es a no ser menos por nadie o nada que lo rodee. Y no hay nada más poderoso que hacerte el idiota, o, la idiota a propósito, para conseguir lo que quieres.
Mi pequeño es fuerte. El dolor nos vuelve fuertes. La pena, la angustia y la tristeza son factores que nos apasionan, son el combustible que nos impulsa a continuar. Mi hijo sabe eso.
Me pregunto si Cameron ve todo lo que hago. Me pregunto si se siente acorralado como yo. Me pregunto si está gritándome al oído que haga las cosas bien, o que ponga en orden mi vida. Me pregunto si está orgulloso de mí o el modo en cómo crío a nuestro hijo.
Mi pequeño saltamontes, brinca y grita sin cesar, mientras recorre las cuatro habitaciones de esta casa/mansión. Sus regordetas mejillas están ligeramente sonrosadas. Noto que su cabello corto, color chocolate —como el de su padre— está desordenado en un remolino que se me antoja a morir un helado, cuando pasa corriendo por mi lado y, emocionado hasta las trancas, baja con apuro las escaleras.
—¡Duncan, ten cuidado!
Sin escucharme, salta el penúltimo escalón, y aterriza como el mismísimo hombre araña, mientras ríe de su orgullosa caída sin mueca de dolor.
—¡¿Viste, mami?! —grita emocionado mi chapulín, al dar ligeros saltitos con aplausos entusiasmados—. ¿Viste lo que hice?
Sin enojo le respondo:
—Sí, cielo, te vi. Pero ten más cuidado a la próxima.
—¡Okey! —dice; pero sin hacerme el más mínimo caso, continúa corriendo y aleteando por doquier. ¡Ay, mi niño hermoso!, no hay quien lo pare.
En mis manos llevo mi caja de zapatos especial. Voy a mi habitación; la más grande y elegante, obviamente. Las paredes y techo son blancas; el piso es de madera palo rosa; las puertas de mi armario son blancas y de perillas doradas, y está situado al otro extremo de la puerta que (de seguro) conecta con el baño que compartiremos Duncan y yo. Porque su habitación está al lado de la mía.
Me siento en el colchón matrimonial, que he usado desde hace ocho años, desde que conocí al amor de mi vida; los primeros tres años junto a Cameron; los otros cinco, pensando que él aún continúa abrazándome mientras duermo. Sé que nunca nos casamos, que prácticamente fuimos novios y padres de Duncan, pero desde el primer día que nació nuestro peque, lo sentí como mi esposo. Quizás, porque él siempre me dio mi lugar como su mujer, y me trató como a su esposa.
La caja aún continúa en mis manos. Miro a la nada, y... los recuerdos vuelven a mí. Memorias de su perfecta sonrisa, de ese horrible y tupido bigote que amé y también odié, y de lo mucho que necesitaba de mi cariño sin a penas conocernos del todo. Yo era su alumna, él mi profesor. Hola, profesor, le decía. Y él a mí me respondía: Hola, alumna. Ese juego nos excitaba, aún me excita. Éramos un par de morbosos que nos atrajimos desde el día uno en la universidad.
Vuelvo a concentrarme, a mirar la caja de zapatos. La observo. No la abro. Intento no escandalizar la parte aún razonable de mi cerebro por su contenido. Sé que a veces hago las cosas mal, que... tal vez necesite ayuda profesional, pero no tengo a nadie más que a mi hijo, y él no tiene a nadie más que a mí. No hay de otra. No sé si mi dolor es mi combustible, o el hambre que sufrimos el primer año de la muerte de Cameron, pero lo que siempre he tenido en claro, es que nunca volveré a dejar, que mi hijo crea que el suicidio es una opción.
La desesperación no es una tarea sencilla de controlar, pero siempre es más fácil de encontrar. Por eso es la manera más pura de enloquecer.
Por eso mantengo lejos, mis ataques de ansiedad y crisis nerviosas, de él. Por eso no lloro. Por eso no me quejo. Por eso hago lo que hago para sacarlo adelante. Por eso no me rindo.
Cuando estoy completamente segura de en dónde quiero ocultar mis secretos en mi habitación..., apago la luz, salgo y cierro la puerta. Como era de esperarse, cuando cercioro el pasillo y las habitaciones en busca de Duncan, no me extraña que todas las cajas de la mudanza estén abiertas, y sus respectivas cosas esparcidas por doquier. ¡Hasta las luces de los baños y cuartos están prendidas! Hay papel periódico y rollos de burbuja por donde sea que miro.
Pero no me enojo. Suspiro. Cuento hasta diez, hasta cien e incluso mil. Mis manos van directas a mis caderas. Sé que mi peque está emocionado y, al fin y al cabo, tiene ocho años, no sabe el desorden que ocasiona.
Además, el que tu estómago se esté comiendo a sí mismo no ayuda a apaciguar mis ganas de gritarle a mi pulga: ¡ESTATE QUIETO, HIJO DE TU MADRE!
Diosito, otra vez me rugen las tripas.
Como se me antojan unas galletas de chocolate o una pizza de carnes frías con anchoas.
—¡Mami! —me llama mi angelito, que en ocasiones, se comporta como un diablillo.
—¡Voy! —grito, bajando las escaleras.
Veo a mi peque parado, estático, al pie de la escalera, mirando la puerta principal con cautela y recelo. Como si temiera abrirla o supiera que no estamos a salvo. Parece perro guardián.
—¿Squishy? —lo llamo—. ¿Qué haces, cielo?
—Shh... —me calla en un susurro, llevándose su pequeño dedo índice a la boca. Oh no. De inmediato sé que algo no anda bien—. Hay alguien detrás de la puerta —dice en quedito, devolviéndome a la realidad.
Mantengo la calma, sonriente y sin temblores en las manos o en mi caminar. Termino de bajar las escaleras. Llego al pie de éstas, y le acaricio el pelo de chocolate con mimo, mientras analizo mi próximo movimiento.
—Duncan, ve a tu cuarto —le ordeno, amable.
Mi pulga me obedece.
Escucho que su puerta se cierra. Entonces, me pongo manos a la obra. Mi habitual sonrisa de madre cariñosa se apaga. Mi entrecejo se frunce. Miro mi bolso de mano. Voy hacia éste, y lo tomo con calma. Del interior saco mi arma de fuego, mi semiautomática plateada con silenciador. Regalo de aniversario. Cameron dijo que una mujer armada era mejor, que una princesa pretendiendo ser reina.
Tocan el timbre. Lo hacen. Lo vuelven a hacer. Lo hacen una y otra vez hasta convencerme de que tal vez... no sea Hannibal en persona. Si es Cannibal o Gretel tendré que utilizar mis viejos artilugios con ellos. Ojalá no sea Baxter, porque no podré controlarme. La última vez que estuvo aquí tuve que sacar a Duncan de la casa tres días. Digamos que Baxter y yo tenemos cierta... química que nos es difícil controlar cuando nos tenemos frente a frente.
Si quieren saber por qué no funcionamos juntos como pareja, es por Duncan. Baxter no me ama, pero sí me desea. No ama a mi hijo. No soporta a mi Squishy. Baxter sólo desea mi cuerpo, mi piel y mis labios. Y yo jamás pondré en peligro a mi hijo por un par de rollitos salvajes.
Pero, ¿si son ellos... cómo supieron dónde encontrarme? ¿A no ser... que Klaus les haya dicho en dónde estoy? Pero eso es imposible. Confío en mi regordete amigo de barba blanca. Él jamás me traicionaría.
Vuelven a tocar el timbre...
Quien quiera que es no fue invitado.
👑👑👑
Nota: Oh, ¡con un demonio!
Alguien está tocando la puerta, ¿quien cree que sea?
¿Será una amenaza para las vidas de Duncan y Virginia?
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