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Papilleros, papilleros y más papilleros

***

Todos querían tener un Mushu. Puede que no fuese de mi incumbencia, pero se me hizo un mundo imaginar lo que sería de ellos, con añadir que lo que más repetí a todos fue: «Necesitan salir mucho, no son pájaros de estar encerrados»; os podéis hacer una idea. No iban a ser mi responsabilidad, pero no pude evitar sentirme mal porque fue al ver a Mushu, con su adorable y empalagosa forma de comportarse con Clara, lo que motivó que quisieran tener uno. Sólo tenían ojos para lo bonito de esos momentos en los que eran testigos de sus besos, su atención, de como contestaba feliz a cada palabra que ella le decía. No imaginaban lo complicado que podía ser educarlo y se hicieron los sordos con todos los contras que supone en realidad tener estas aves. No les frenó ni el hecho de que fuese difícil darles de comer cuando son pequeños, sus ganas de que un ave se restregase en sus caras como un gato hambriento o desesperado porque lo acaricies, les podía.

Como nosotros teníamos pensado coger uno, nos comprometimos en traer uno para ellos, ya que de igual forma lo iban a comprar, pensé útil ser yo quien los trajera, de este modo podría preguntar por ellos con algo menos de incomodidad en el futuro.

Sé que había dicho que no quería ninguno más, que no era una excusa que estuviese sólo y que no quería volver a usar aquel objeto horrible con el que alimentarlo. En mi defensa sólo puedo decir que Mushu iba a cumplir dos años, que su inteligencia me estaba quedando probada y su soledad era más real de lo que otras mascotas me habían probado en toda mi vida. Éstas aves son muy familiares y necesitadas de emparejarse. Nos daba igual hembra que macho, sólo deseabamos que no se sintiera sólo y ahora que no podía volar lo sentimos más acuciante, porque al no salir como antes, lo creímos amargado. No me hizo falta que Clara me insistiera, estaba de acuerdo con ella en que podía ser buena idea. Era el regalo pendiente, de algún modo, de su primer cumpleaños. No sólo estuvimos conformes con esa decisión, también acordamos que fuese algo más grande de lo que era Mushu, pero que comiera papilla. Lo mismo aconsejamos a los demás.

No los cogimos todos de golpe, fueron en distintos días. En cada una de esas ocasiones el vendedor fue amable y muy charlador. En todas las ocasiones les escogí un agapornis como el que había cogido mi hermana, algo más grande que Mushu. Todos tenían los ojos enormes, o por lo menos eran más abiertos que los de Mushu, además que pude fijarme en el resto de pájaros adultos y eran más grandes que Mushu. Él se había quedado canijo, desde ese momento pensé que la razón podía ser el miedo con el que lo crié, por esa obsesión de que su buche estuviera vacio, causó que se quedara tan chiquitín en comparación con éstos.

Y no sólo su tamaño me llamó la atención, también me di cuenta de que tenían un piar distinto, muy diferente y lleno de matices por completo nuevos para mi. No hacían los mismos sonidos que Mushu en ninguna de sus variantes. Estaban algo alterados por nuestra presencia y muchos chillaban, sobretodo al tocar los nidos, pero no escuché ni un sólo chui o ruido que recordase a los de Mushu.

El último que recogí fue el nuestro, lo dejé para el final, no tenía prisa por traerlo. Ya lo teníamos todo preparado para su llegada, pero no teníamos prisa por empezar y así lo hicimos. Sólo faltaba escoger el candidato y en eso estaba con uno de los nidos abiertos y tres aterrorizados agapornis con un enorme buche, era dos veces más grande que su cabeza y raro cuerpo juntos, eran tan anatómicamente grandes que los creí enfermos. El hombre me dijo que lo normal es que estuvieran así y de pronto me preguntó:

—¿Por qué no te llevas dos?

Con tanta visita para comprar las aves, habíamos tomado algo de confianza al hablar. Y sin más, casi le grite por la sorpresa:

—¡¿Qué?! ¿Para qué?

—Resulta que mi mujer lleva tiempo queriendo tener uno. Yo no sé darles de comer cuando son tan pequeños, me han dicho lo de la sonda y yo mismo he fabricado una.

En ese momento estábamos en la enorme jaula de los agapornis y me instó a seguirle hasta otra donde tenía unos diminutos pájaros que no recuerdo su nombre, a una habitación apartada, en la que guardaba la comida de las aves y miles de enredos, cachivaches y la improvisada sonda o algo que lo asemejaba pero más burdo.

—Yo he estado usando esto —me dijo—, pero no me aclaro para las tomas y no me abren la boca. Se manchan mucho.

—Es que es muy grande —acerté a decir al verlo—. Con esto tiene que ser muy difícil darles de comer.

Después de ver la sonda, fue lo más amable que se me ocurrió, haberlo intentado si quiera era una locura, ni imaginar quise lo que pudo ser de los pobres pajarillos. Porque para empezar era una geringa grande donde había metido un trozo de manguera, muy fina esta, pero igual demasiado grande para la boca de esas aves.

—Sin embargo una amiga de mi mujer los cría desde que salen de los huevos —dijo el hombre con asombro—. Sí, sí en serio —Mi cara de escepticismo tuvo que motivarlo a insistir—. Ella me compra los huevos y los pone en una caja con una bombilla donde los calienta. Los saca para adelante desde que salen del huevo.

Mientras volvímos a la jaula de los agapornis me dio más detalles sobre el asunto, pero no pude creermelo por mucho que insistiera*¹. Una vez en la otra jaula de nuevo con un nido abierto y una parejita de pequeños agapornis observándonos con sus grandes y oscuros ojos, el hombre continuó con su proposición de que yo me llevase dos. Me repitió y pidió tantas veces que le hiciera el favor, que además de que me lo quedaba gratis, me quedaría con el nosotros quisieramos. Tal vez fuera la situación que propició esa extraña amistad o confianza la que me ánimo a aceptar. O tal vez fuese que imaginar el destino de los papilleros a los que intentara criar con aquella sonda me daban pena. Porque lo que es ahorrarme no me ahorraba un duro, la papilla de aquellos tiempos era carísima y no tenía muy claro que tuviese suficiente para dos. Además de que quedarme con el que más me gustara tampoco me ilusionaba, ya que resultaría triste traerlo después de haberlo criado yo.

Cuando volví a casa con los dos pequeños engendros, Clara se asusto. No porque fueran más feos de lo que esperaba, es que no esperaba dos. Por suerte, para mí, entendió las razones y con ella no escatime detalle en describirle sobre la sonda con la que lo había estado intentándolo. Para cuando el color volvió a su cara asustada, se fijo en los dos gordetes.

—Que grandes son, desde luego tienen más plumas que Mushu cuando era pequeño. ¡Y sus ojos! —exclamó cogiendo a los dos aterrados pequeñines de la caja de zapatos donde los había traído—. Pero bueno, ¡qué ojazos!

Mientras ella los llenaba de piropos a esos experimentos malformados de la naturaleza, con Mushu sobre su hombro intentando acercarse a ellos entusiasmado con la novedad, yo preparé la que sería su habitación. La jaula del hámster, que no recordamos que teníamos guardada hasta que buscamos la cama de Mushu, que estaba en la misma bolsa. Otra cosa que nos habríamos ahorrado de comprar si en su momento lo hubiéramos sabido. Era algo pequeña, pero como iban a estar más tiempo fuera que dentro nos daba igual, para dormir les sobraba.

Clara dejó que Mushu se acercara a ellos, pendiente de su comportamiento, porque lo que fue con la Roseicollis no fue delicado en ningún sentido. En efecto, a duras penas se acercó, a punto estuvo de darles un picotazo. Clara no quiso volver a dejar que se acercase, al menos hasta que notásemos que se iba a comportar con cuidado.

Le conté sobre las diferencias que había notado entre aquellos agapornis y Mushu. Tan sólo con ver los ojos de esta pareja, supo que no exageraba. Jaime vino poco después de que los dejásemos en su nueva habitación, le encargamos que fuese él quien pensase en sus nombres.

—Coco y Trufa —dijo Jaime mientras los sostenía, uno en cada mano—. Que bonitos que que son.

—¡Preciosos! —solté incrédulo—. ¿Es que soy el único capaz de ver lo feos que son?

—¡Qué dices!, son monísimos —Clara cogió uno de la mano de Jaime y le acariciaba el pico, mientras un celoso Mushu se restregaba en su cara pidiendo atención—. Lo malo es que no vamos a saber diferenciarlos para llamar a cada uno por su nombre.

—Lo malo vendrá después, cuando tengamos que llevar a uno de ellos devuelta —lamenté.

—Aún tiene mucha comida —dijo Clara obviando mi comentario a drede—, será mejor que no les des nada hasta mañana.

No voy a volver a contar lo ya sabido, como lo fue de difícil para darle de comer a Mushu, o como tuve que limpiarlos con más frecuencia y uno de ellos llegó a tener hongos en el pico y nos costó mucho curarle, etc. Pero sí voy a contar que muy pronto la pareja nos mostraron un lado oscuro del que me ha sido imposible olvidar. En pocas semanas la parejita nos abrumaron con su capacidad popeadora, hasta un punto bastante alarmante, ya que para empezar popeaban a diestro y siniestro estuvieran donde estuvieran. Su habitación estaba siempre llena de popó en cuando nos descuidabamos. Y en algunos casos ellos mismos porque no se cuidaban de esquivarlas.

En poco tiempo también se les desarrollaron las plumas, casi en un mes estaban emplumados y en poco tiempo también serían capaces de volar. Y aunque Mushu nos demostró que era capaz de estar con ellos sin malas intenciones, llegando incluso en una ocasión a regurgitar para darle de comer a uno de ellos, no sabría decir cual, si fue Coco o Trufa; la parejita de monstruitos resultaron ser unas pirañas. No unos simples mordedores. No. Eran pirañas de las que solo el hueso frenaba sus picotazos.

Jaime pasó a desilusionarse por completo de ellos, con todo el cuidado y atención que les daba, no era para menos. Porque además estos pequeños demonios no querían que los cogiera de ninguna de las maneras. No querían refugio, no querían ni que te acercases a ellos. Parecían aterrados, abriendo sus ya enormes ojos, todavía más si te acercabas a ellos. Jaime se había estado encargando de darles de comer en cuando empezaron a hacerlo con cuchara y ni con esas se comportaban bien con él.

A penas uno de ellos dio señal de volar un poco, Clara y yo le dejamos a Jaime la decisión de elegir cual de ellos llevaríamos. No le costó ni medio segundo decir Trufa. No es que Coco no picase, es que Trufa picaba más. Y así fue como ese bicho emplumado sacado del averno, volvió a su lugar. En cuando se lo entregué al hombre, le advertí de su mal caracter. De que ambos pájaros eran muy agresivos y que Mushu no le hacía especial caso a ninguno. Me dio las gracias y se quedó con esa cosa, que en los dos meses escasos que lo tuvimos fuimos incapaces de tomarle cariño, y aún con su horrible personalidad, no le falto atención ni cuidados.

*******

Nota del autor *¹: Sólo quiero añadir este detalle por lo curioso del asunto. Al final era cierto que esa mujer los criaba y cuidaba como el hombre me contó. Llegamos a conocerla por casualidad. Y nos mostró a más de una parejita que ella había criado, nacidos en una incubadora de huevos. Nos mostró el momento de romper los huevos y como con un palillo les daba de comer al principio.

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