A todas partes
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Lo que comenzó como una solución para evitar que se enfurruñara, que se pusiera triste y se quedase encerrado demás o limitada su libertad, fue un éxito. Comenzamos con ese primer paseo en coche, que fue una delicia para él y de inmediato lo volvimos en costumbre. En los siguientes días si surgía alguna comida en casa de algún familiar, Mushu era un invitado más.
Era bien recibido por todos, menos por la madre de Clara, le molestaba verlo encima del hombro de su hija, comiendo de todo lo que ella le ofrecía. Mushu comía con buenos modales, tomando con delicadeza y a pequeños bocados cada cosa, pero para la señora era un escándalo. Aún así le hacía gracia verle, y reía cuando Clara comenzaba alguna conversación con él, que consistía en que ella le decía cosas y él soltaba distintos "chuis", "chúplibs" y "shuis"; con distintos tonos y en ocasiones entusiastas revoloteos.
Si Mushu se aburría durante esas comidas, se escondía en mi ropa y se las pasaba durmiendo. Otras se iba con Jaime, quien jugaba con sus primos y primas en otro lado de la casa. De vez en cuando íbamos para comprobar lo que hacían, momento que Mushu intentaba aprovechar desesperadamente para huir y venir conmigo o Clara, según me confirmaba ella.
Si hablabamos de hacer algún viajecito para pasar el día fuera, procurábamos buscar el lugar apropiado en el que se pudiera venir. Lugares abiertos, sin ningún tráfico, eran las mejores opciones, por lo que pudiera pasar, tampoco queríamos tentar a la suerte y arriesgarnos a ir a sitios concurridos donde pudiera asustarse y hacer algún vuelo tonto con desastroso desenlace. Consideramos llevarle a la playa, aunque somos de ir poco, podía gustarle; pero primero quisimos ver el sitio sin él para evaluarlo. Muchísima gente, calor asfixiante y gaviotas desvergonzadas. No era buena idea, fue descartado desde el minuto cero.
Era en esos viajes donde más difrutábamos todos, incluso en el trayecto, porque tomamos la precaución de poner la música por turnos y Mushu también tenía las suyas propias por supuesto. La favorita de Mushu era una de Britney Spears, "I wanna yo"; para fastidio de Jaime, que se acabó cansando y mucho, de esa canción.
Nos resultaba divertido ver como otras personas se quedaban mirándole, aunque me resultaba algo incomodo cuando coincidía que era yo quien lo tenía encima y más si a Mushu le daba por esconderse en mi ropa y asomar por un lado del cuello de esta. Parecía un reloj de cuco, asomando y escondiendose de forma regular soltando algún ocasional "chui".
Fueron muchos los que nos señalaron con sorpresa, y otros tantos los que nos preguntaron por él, muy interesados por saber como hacíamos para que no se fuese. Algunos se llevaban el susto de su vida cuando el muy granuja saltaba a sus hombros, para horror de estos, que no imaginaban que podía volar. Porque su vuelo estaba reducido, pero se había acostumbrado y sabía manejarse y apañarse bastante bien a sus limitaciones, para conseguir sus propósitos.
Lo único malo de esos viajes era su incansable curiosidad por mordisquear todo lo que había por el suelo. Ganó en sensatez porque por lo menos no se alejaba de nosotros. Cuando caminábamos se colocaba en nuestro hombro y miraba todo a su alrededor. De vez en cuando nos miraba a la cara y nos soltaba un alegre "chui" como si dijera: ¡Mira!
Durante ese verano, mis sobrinos y la prima de Andrés volvieron a coger un papillero, esta vez no fui yo a traerlos. Pero sí los conocí a los tres y debo decir que todos lo hicieron genial dentro de sus limitaciones. Eran mucho más atentos con los pájaros e hicieron mucho caso de nuestros consejos. En ocasiones mi sobrino traía el suyo a pasar la tarde con Mushu. No se hacían ningún caso, en apariencia al menos, sin embargo parecían imitarse, sobretodo el de mi sobrino. Tampoco hacían el mismo sonido al piar. Llegué a la conclusión de que aquellas diferencias se debían a que imitaban los sonidos donde crecían, por eso eran distintos los de los papilleros y los que yo conocí de aquel criadero.
Ese verano estaba siendo magnífico, tan sólo lo enturbió un detalle y no pequeño.
Una tarde, apareció en el huerto un agapornis igual que Mushu, pero con la cabeza negra. Supongo que atraído por los chuis de Mushu, porque fue hasta él y a continuación se subió hasta mi hombro. Estaba clarísimo que era un papillero, un agapornis domesticado.
Al principio, no supimos qué hacer. Estuvimos muy tentados por quedarnos con él si no aparecía su dueño. Incluso preguntamos en la tienda de mascotas donde habitualmente comprábamos la comida de Mushu, única en nuestra ciudad, con toda probabilidad podía darse la casualidad de que supiera de algún cliente que podía haber perdido su pájaro. Le dimos nuestro número de teléfono con la esperanza de que si alguien preguntaba no dudase en avisarnos. Y durante un par de semanas esperamos pacientes.
El agapornis no era malo ni nada, pero tampoco nos apetencia hacernos cargo de otro. A duras penas conseguíamos mantener esa nueva rutina con Mushu para que no estuviera encerrado y saliese todo lo que podíamos, como para meter un nuevo pájaro. Y aunque su caracter no era del todo desagradable, tampoco parecía estar muy conforme con nuestra compañía. Algún que otro picotazo agresivo nos daba si intentábamos sacarlo de la jaula por las mañanas y en ocasiones sin venir a cuento. Estaba claro que tenía sus costumbres y no parecía muy contento con nuestras atenciones. Además, no congeniaba mucho con Mushu.
Decidimos llevárselo al vendedor del criadero, para pedirle si podía quedarse en aquella enorme jaula. Si el hombre se quería quedar con él, estaría en un lugar donde sus costumbres serían orientadas y corregidas por otros agapornis. Convivir con otros, aunque fueran de tipos distintos, podía ser mucho más saludable, que intentarlo nosotros a costa de no saber cómo. Eso sí, se quedaría con la condición de que si aparecía el dueño lo volveríamos a coger. Cuando lo llevé, el hombre aceptó de buena gana acogerlo, sin poner ninguna pega a la condición. Pensé que seguramente se debió a que se sintió algo culpable por la noticia que me dio sobre Coco. Meses después de llevarselo, lo perdió.
Fue un mazazo en toda regla y no me quedé tranquilo con dejar aquel agapornis allí, pero para nosotros era difícil atenderlo bien y no quería que ocurriera como con la Roseicollis. Volví a casa con una horrible sensación agridulce, esperaba haber hecho lo correcto con ese agapornis y la noticia sobre la desaparición de Coco, a quien creí con hijos y nietos a esas alturas, fue complicada de asimilar. Sobra decir que Clara y Jaime se entristecieron al saberlo.
No supimos de nadie que buscase un agapornis. En la tienda de mascotas donde dimos nuestro número, tampoco nos comentó nada. Encima la mujer, dueña de ese comercio, nos contó que no era nuevo en realidad que pasase, que ocurría con relativa frecuencia. Nos habló de una chica que limpiando el balcón de su piso acompañada de su ninfa, ésta se fue volando hasta la calle. La chica bajó deprisa a la calle en su busca, pero para su sorpresa, la ninfa ya no estaba allí. Puso carteles por todas partes, incluso en su tienda, pero nadie le llamó. Me señaló un mural en el que nunca me había fijado, donde la dueña permitía colocar anuncios. En ninguna de las ocasiones que había ido a aquella tienda me había fijado en aquel mural. Habían anuncios de todo tipo, entre los que regalaban gatitos o cachorros y de búsqueda de algún perro.
Aquel agapornis de cabeza negra se quedó en aquella enorme jaula, con nuestro sincero deseo de que fuese feliz.
El verano dio paso al otoño, con nuevo inicio de curso para Jaime y menos oportunidades de que Mushu saliese tanto como antes, pero igual estuvo bien. Siguió sin mostrar señal ninguna de tristeza o echar de menos su libertad de salir a la calle por su cuenta.
Sus cortejos e intentos de acoplarse eran tan insufribles como siempre.
Sus popós, eran tan innumerables como abundantes. Por lo que siempre teníamos que vigilar su culo popeador, no nos faltaban los clínex y toallitas de bebe, por la cuenta que nos traía. De cada diez popós, al menos ocho conseguíamos evitar. Pero eran tan frecuentes, que no podíamos esquivarlas todos, y tanto era así que ya no nos sorprendía volver de algún recado y descubrir que habíamos estado luciendo un lindo popó con forma de enseimada tras nuestro hombro, en un angulo difícil de ver uno mismo si no lo buscas. Como es normal no siempre nos hacía gracia descubrir eso, por lo que más de una vez nos negabamos a dejarle subir a nuestro hombro.
Una maravillosa sorpresa me dio Clara sobre algo que habíamos estado hablando, pero no imaginamos que sería posible tan rápido.
—Estoy embarazada —me dijo Clara mientras desayunabamos una mañana de mediados de Diciembre.
—¿En serio? —grité sin poder creermelo.
—Sí —me confirmó con una preciosa sonrisa.
—¡Sí! —volví gritar.
Me falto tiempo para contar la buena nueva a todo el mundo y durante todos esos meses, no hubo novedades a destacar. Todo siguió genial, la barriguita de Clara pasó a ser barriga y de barriga a barrigota y de eso, pués una enorme barrigota donde mi pequeño Marcos jugaba a moverse incansablemente, día y noche. Mushu pasaba casi todo el día sobre ésta soltando "chuis" cada dos por tres, hasta el punto que pensé que el niño terminaría por conocer la voz de ese dichoso "cagapornis" mejor que la mía. Sí, le encontré un nuevo apodo a ese incansable popeador.
El día que Marcos llegó a casa del hospital, fue muy esperado por todos. Era un bebé precioso que peso más de tres kilos y medio. Lleno de energía tal cual nos había dejado bien claro durante todo el embarazo. Mushu no supo cómo reaccionar. Por un lado quería acercarse, pero más que acercarse, lo que hizo fue estirarse con el pico abierto hacia los largos deditos de Marcos. Por otro se mostraba indiferente, contento simplemente de que Clara estuviera de vuelta, fueron tres largos días en los que casi no pudo salir de su habitación y limpié cada mañana al volver del hospital antes de asearme y volver; entre picotazos salvajes cada vez que debía meterle otra vez.
Nos pareció que no estaba del todo contento con su llegada. No tenía motivos, ya que sus salidas fueron todo lo regular que cabría esperar. De hecho él nos acompañaba a los paseos que le dábamos al pequeño todas las tardes.
Principios de Noviembre del 2012.
Caminábamos por la calle de nuestro barrio.
Ya lo he contado en otra ocasión que es muy larga, que no tiene salida, con la diferencia en aquel entonces, que habían nuevos vecinos que trajeron nuevos coches. Y con ellos llegaron mascotas, algún que otro león o cruce de perro y león, porque ese animal rugía, no gruñía, rugía. Y un montón de gatos, que en poco tiempo se multiplicaron hasta un punto alarmante.
Esos nuevos vecinos con sus nuevas casas. Casas que parecían el recurso de las familias para el fin de semana, cuando quieren cambiar de aires. Una en particular estaba cerrada a cal y canto desde que la construyeron. Todos los días. Todos. ¡Maldita sea! ¡Todos los días!
Sabía que cuando llegase a esta parte de la historia de Mushu me sería difícil de contar.
Lo esta siendo.
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