Capítulo 18: permíteme
Existen lugares que nos recuerdan a personas especiales, así como las veces que dedicamos una canción y por más que tratemos de eliminarla de nuestra lista, nunca desaparecerá de otros rincones.
El sol se levantaba entre los cerros de la ciudad, la neblina descendía entre sus columnas verdes y los colores de la mañana jugaban su papel más importante en la vida de las personas: Otra día para tener esperanzas.
Daniel miraba a través de la pared cristalina sin sentir esa fobia por caer ante el abismo de la calle. El lugar donde los restos de Valeria descansaban poseía una vista extraordinaria. Incluso desde las paredes cristalinas se presenciaba las montañas y como las nubes descendían. Esa mañana le hacía regresar a los minutos de su agonía, incluso podía recordar el olor de ese día y la expresión de su cara al perderse entre colores fríos. Al menos había dejado de comparar su rostro colorido como aquel palidecido.
A pocos metros se encontraban los padres de Valeria. Entre aliento y retenciones amortiguaba la soledad sin su hija, pero insertando ese mal...enojo y rencor hacia Daniel, en especial a la Madre de ella, la señora Violeta. Por más especial que fuera la vista o el lugar esa sensación negativa no desaparecía en nadie.
Daniel despegó su vista del paisaje y se acercó a la lápida de su única mujer, amante y amiga. Lo todo. Acaricio las letras impregnadas en la lápida, completando su nombre "Valeria G. Nieto". Las letras eran tan hermosas como su nombre que iban acompañadas de una frase bíblica. De lado izquierdo se encontraba una foto de ella, luciendo ese vestido de campana coloreado y de estampado verdoso brillante. Una sonrisa de lado y sus manos elevadas al cielo. Tan magnífica como las mañanas que despertaba a su lado. Daniel sacó de su chaqueta un pequeño marco fotográfico, decorado con stickers de estrellitas y en la parte trasera un "te quiero, D." cuando coloco ese recuerdo cerca de su lápida las manos le empezaron a temblar, viéndose obligado a empuñarlas con firmeza.
La señora Violeta no se desviaba su mirada del ex prometido de su hija. Entre los brazos de su esposo la impotencia no disminuía, era tan incesante como las noches de lágrimas, esas amanecían marcadas en su piel. Entonces ese desprecio por Daniel iba en aumento. El padre de la misma solo tenía los ojos cerrados y meditaba en silencio, quien apaciguaba el dolor.
Daniel se estaba martirizando con su muerte, la pena y culpa le atormentaba. Porque fue él quien retuvo a Valeria durante fin de año y no la dejó escapar con su familia, si tan solo ese día ella se hubiera retractado... quizás si le hubiera dicho que "no" a la cena de los Haon, seguiría con vida, pero los humanos somos tan masoquistas que nos gusta culparnos por cada detalle que otros dicen.
Como cualquier madre en defensa de una injusticia y necedad se acercó hasta Daniel, quien presintió su sombra detrás de él.
—¡Tu no mereces estar aquí!—gritó con euforia Violeta, acusándolo con su dedo, siendo culpable ante sus ojos inyectados de impotencia e ira. El solo se limitó al silencio y dejó fluir las palabras. Los ojos de la señora Violeta encogía los hombros de Daniel, al igual que un animal en ataque. Una madre dolida y más que eso. Ya con los ojos a punto de cristalizarse le volvió a reprochar—Era mi niña y tú, ser egoísta la querías solo para ti. No dejaste ni siquiera que...—los brazos del señor Nieto la rodearon, haciendo que la inquebrantable mujer se desmorone en sus manos, el señor negó con su cabezo y volteo a verlo. Estaba a punto de decirle algo, pero mejor guardo silencio y se alejó junto a su esposa.
El señor Nieto miró de reojo al joven, transmitiendo en su mirada "tú tienes la culpa", hasta que desapareció con su esposa en las escaleras.
Finalmente quedó él, junto a la única persona que parecía amar con recuerdos.
Su frente se chocó de manera suave con el vidrio de la bóveda. La extrañaba. Su brillante mente y la loca manera de caminar por él cada vez que se encontraban. Extrañaba sus palabras y los besos acompañados después de piquitos. El cambiaba todo solo por hacerla sentir cómoda en su mundo, por querer encajar perfectamente con lo bueno, cuando no era ni capaz de hacerla sentir segura.
Sintió cómo su pecho se abría por el dolor y se ahogaba entre lágrimas. Daniel estaba no solo dolido de forma interna, todo sus sentimientos se encontraban expuestos en su cuerpo y cara. A menos que Valeria apareciera en sus sueños y le perdonara por lo estúpido y poco apreciable que fue con ella.
Por dejarla morir.
Yo te dije que no era correcto, ni siquiera lo suficiente para ti. Pensó.
Y allí estaba, hundiéndose entre sus palabras tan depravadas, provocadas gracias a su mente. Ya no se reconocía y el hecho de sentirse expuesto a todo el mundo lo hundía mucho más.
—Daniel —sintió como una mano acariciaba su cabeza y con la otra masajeaba su mano empuñada. Ese tacto fue tan importante para que un calor recorriera sus mejillas ya que las manos de Hanna estaban calientes, cubriendo las suyas como un manto. Y no fue por el gesto de acompañarlo o aparecer de sorpresa o el hecho de que ella reemplazaba eso, porque no era ninguno de los anteriores. Hanna estaba allí como su amiga. Un destello cuando más lo necesitabas.
Los ojos de la joven enseguida se posaron sobre los de Daniel que parecían lágrimas de una vela, rodando por sus mejillas y perdiéndose en el suelo. Levantó su puño y limpio con delicadeza las mejillas de él, siguiendo el borde de su barbilla para que la mirara. La intensidad del momento hacía bombear su corazón y por más que se negara a ese sentimiento, se odiaba por dejarlo florecer en su interior.
—Daniel —susurro cerca de su oído. Inclinándose hacia él, besando su frente —Lamento llegar tarde.
¿Tarde? ¿Por qué? ¿Por nunca preguntarle cómo se sentía?
Ya era tarde para él, siempre lo fue. Solo tuvo la manía de no aprovecharlo.
Detrás de la figura que le acariciaba su cabecita estaba Jonathan, que seguía distanciado por privacidad.
La presencia de ambos parecía reconfortarlo, más que todo la de Hanna. Es reconfortante su presencia. Sin duda... sin ninguna duda. Hanna era como un cálido día, buscaba la forma de acomodarse en tu mundo. Ella alteraba sus pensamientos y luego volvía todo a un orden respetable. Un mundo menos inquietante y cuando la invocabas, ella se volvía tu apoyo.
Hanna, la pieza exclusiva.
—¿Quieres orar con nosotros? —preguntó Jonathan, sacándolos del trance que tenían.
—Puede liberar tu mente, un poco —hablo Hanna, mientras se alejaba de él y regresaba por las flores que su primo sostenía—¿listo? —sonrió y fue suficiente para levantarse tomados de la mano.
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